Unos cuantos copos de nieve despertaron a Carlos de su frágil sueño.
Estaba nevando, y era algo precioso. El paisaje se teñía de ese blanco impoluto y puro, calles resbaladizas y acolchadas donde cientos –quizá miles- de niños, jugarían a esos tontos juegos que solo ellos entienden.
Consciente de que su actual posición ya no era la más conveniente, Carlos se levantó, buscando cobijo bajo el techo del portal más cercano.
No se percató de las miradas de desprecio que surgieron a sus espaldas. Tras años de experiencia, había aprendido a ignorarlas como si de un acto reflejo se tratara. Apenas era consciente del gran peso que se quitaba de encima.
Exhausto, cansado de no hacer nada, se recostó sobre el frió suelo con las piernas cruzadas entre sí -como si fuera un boy-scout o un adepto a la meditación, que repitiese el mismo patrón conductual por inercia-, y observó la ciudad desde sus propios ojos.
Una sonrisa de satisfacción se perfiló en su rostro.
El frío lo invadía todo… ¿Todo? En verdad no. Carlos, al ver pasear a los niños, agarrados de las manos de sus padres, comprendió que en su interior jamás habría lugar para escalofríos y temblores. Los niños reían, saltaban, jugueteaban con su entorno, indiferentes al gélido abrazo del invierno.
Porque ellos tenían esperanza.
Porque ellos aún podían amar, sin que el prejuicio les nublase la razón.
Su teoría se verificó, cuando un niño de no más de siete años se acercó a él, señalándole con el dedo.
-¿Es un pobre? –preguntó a su padre, al que se le notaba algo incomodo.
Carlos, lejos de sentirse ofendido por aquella ingenua sinceridad, esbozó una débil sonrisa.
El niño se la devolvió.
-Sí, Dani –dijo el padre, contestando a su hijo-. Venga, vamos. Mami nos espera en casa.
-¡Espera! –dijo el niño algo preocupado, tirando de la manga a su padre-Tenemos que darle algo. Es navidad y Mami y tú siempre me decís que hay que ser bueno para que los Reyes Magos te traigan regalos. ¡Ah, y Papa Noel! Pero ese apenas me trae nunca nada –dijo algo molesto, cruzándose de brazos.
Carlos no pudo aguantar más, y estalló en unas sonoras carcajadas. ¡Dios, le encantaban los niños! Eran tan sinceros… tan humanos…
Dani, primero sorprendido, más tarde divirtiéndose de lo lindo con la situación, también rió, sin entender muy bien por qué. Así estuvieron unos pocos segundos.
En todo ese tiempo el padre del chaval no esbozó siquiera una exigua sonrisa. Miraba con preocupación a ese vagabundo drogadicto, del que, por azares del destino, su hijo se había fijado.
-Tienes razón… -dijo el padre intentando mostrar una dulce sonrisa a Dani. Carlos pensó que quizás a él podría engañarlo… durante un tiempo, pero tenía claro que esa falsedad algún día fallaría.
Buscando apresuradamente en los bolsillos, sacó unas cuantas monedas y se las tiró con desgana, sin apenas mirar que valor tenían. Como si en verdad aquel extraño que se refugiaba de la nieve tuviese alguna enfermedad contagiosa, en la que el tiempo era un camino directo a una irreversible infección.
-Gracias –dijo Carlos sonriendo. Pero no le sonrió al padre, sino al hijo, así como el agradecimiento iba dirigido sólo a él.
-¿Nos vamos ya? –preguntó el padre.
-Sí… ¡Hemos sido buenos, papi! A lo mejor Los Reyes Magos nos traen alguna sorpresa… ¡O incluso Papa Noel! –y volvió a reírse con esa inocencia tan adorable en los niños.
-Seguro que sí –respondió él, mientras se alejaban. Ahora que habían dejado a ese desecho social atrás se le veía más animado-. Estoy seguro que alguna sorpresa tendrás, Dani…
Esas fueron las últimas palabras que Carlos escuchó. Le reconfortó pensar que tuviese o no regalos extra esas navidades, aquella criatura ya tenía uno de los dones más preciados a los que un ser humano pudiese aspirar.
Ojalá con el tiempo no lo pierda, pensó Carlos. Ojalá…
Miró de nuevo a su entorno. Seguía nevando, cada vez con mayor intensidad. Los transeúntes cruzaban las concurridas calles, desesperados por llegar a su destino. Prisas, empujones… Resultaba paradójico afirmar que en una época de paz aquella sociedad tan desarrollada volviese a sus instintos más primitivos, pero así era.
La belleza del invierno no radicaba en la gente, sino en la concepción del tiempo. Parecía que todo fuese a cámara lenta, con imágenes que se repetían una y otra vez. Era entrañable… si uno sabía verlo desde la perspectiva adecuada.
-Oiga tiene que irse de aquí- dijo una voz a sus espaldas. Era el portero de la casa donde se había refugiado.
Carlos obedeció al instante. Sabía que no había hecho nada malo, que solo estaba recostado, protegiéndose. Pero aquellos detalles no le importaban a la gente, y eso también lo sabía muy bien. Vaya si lo sabía.
Diez, veinte… cincuenta copos de nieve caían uno detrás de otro sobre su cabeza. Su cuerpo temblaba de frío, mas no así su mente, que inundaba por un indescriptible candor, le instaba a continuar.
La belleza del invierno, pensó, es que pone a cada uno en su sitio.
Con paso lento pero firme continuó su camino. Solo, entre cientos de personas que se golpeaban intentando llegar los primeros a la meta de una carrera, que hacía años que habían dejado atrás.
Me gustó este relato. Para mi gusto pierde un poco de fuerza al final, pero el mensaje queda.
La mejor de las suertes.
Me recuerda a un cuento que escribí hace tiempo. Mucho tiempo…. Gracias por volver a hacer que nos reencontremos con emociones perdidas. Mi enhorabuena y mi voto.
Un relato conmovedor, dulce y triste a un tiempo. Nos lleva a hacer una reflexión sobre la vida que llevamos, siempre tan agitada, tan egoísta.
Suerte en el certamen.
Muchas gracias por las valoraciones. El merito no está en el relato, sino en la gente que tiene la sensibilidad necesaria como para que le llegue dentro. Si hubiese más gente así en el mundo viviriamos todos mejor.
Mucha suerte al resto de participantes.
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