– Estoy muerto. Se desplomó sobre el sofá, encima de la ropa que había recogido del tendedero antes de marchar. Recordó haber contemplado el cielo y haberse quejado de que le dolían los huesos antes de decirse a sí mismo: “Va a llover.”
Miró el reloj; no iba a llegar a tiempo, pero ya no importaba. Lo primordial era recoger la ropa tendida antes de que se mojara de nuevo. Al cerrar la ventana, pensó que los cristales estaban sucios, que los fregaría al volver. Dejó las pinzas, unas de plástico, de colores, y otras de madera, amontonadas sobre el hule de la mesa, aquel que le regaló Micaela por Navidad, la última que pasarían juntos. Tampoco separó la ropa entre la que debía plancharse y la que solo se tenía que doblar; no, la dejó toda sobre el viejo sofá, de cualquier manera. Tenía prisa, llegaba tarde.
Las reuniones de alcohólicos anónimos eran el eje de su existencia. Vivía por y para ellas, víctima y verdugo de su dolorosa situación. Quizás la culpa fuera de la tele, o de Victoria, o incluso de Micaela, por haberse ido tan pronto. O quizás no existieran culpables. Pero él estaba solo, sin obligaciones, sin ningún otro placer que el solitario y destructivo vicio que parecía llevarlo por el mismo camino por el que, lentamente, se fue alejando Micaela.
Al principio, no lo notó, o a lo mejor no quiso verlo. Ya con trece años, la primera regla, no lo olvidaría nunca, abordaba el tema en la mesa, cuando él hacía de padre y de madre, cuando hacía tanto que Victoria se había ido que ya nadie se acordaba de ella.
– Nos han visto, padre. Nos han visto de la mano y nos han señalado. Padre, no quiero que pases vergüenza, no por mí. Él callaba. Miraba a su hija, niña mujer, mareando el tenedor en el plato, dando golpecitos en el suelo con el pie. Nos eran Micaela y Lurdes. El han incluía a los vecinos: a la panadera y al de los periódicos; al de la fruta y al del pescado. El han era la gente de su barrio, aquellos con los que había convivido incluso antes de nacer. Y lo que habían visto: Lurdes y su hija por la calle cogidas de la mano. Señalaban por aquello que imaginaban pero que todavía no habían visto y que algunos no llegarían a ver, señalaban por las caricias furtivas, por los besos en lugares oscuros para que nadie las pudiera ver. Y lo de la vergüenza se refería al honor mancillado.
– Lucha por tu felicidad, Micaela. Siempre habrá otros barrios, otras gentes. Micaela, por suerte o por desgracia, solo hay una. Su hija tragaba un sorbo de agua y respiraba. Alzaba la vista a su padre, cuarentón envejecido por los recovecos de la vida, que había dejado sudor y lágrimas por aquello que quería y que irremediablemente perdía casi antes de conseguir. Sonreía, se sentía orgullosa de ser hija de quien era.
Le daban igual su madre, su dinero y su apellido. No quería saber más. Ella no estaba ahí, eso era lo que le interesaba. Victoria se marchó al poco de nacer su hija, en silencio, del mismo modo que había llegado. No hubo otras gentes ni otros barrios. Micaela y Lurdes se fueron haciendo más una y los dedos índice de los vecinos crecían y se multiplicaban. Los susurros a sus espaldas las iban ensordeciendo lentamente, sin que se dieran cuenta.
Y un día Lurdes se fue. Se la llevaron sus padres al pueblo, para huir de habladurías, para intentar casarla antes de que persistiera en su desviación. No hubo siquiera un adiós. La noticia sorprendió a Micaela en su buzón. Se sentó al pie de la escalera, incapaz de subir hasta su piso, y rompió a llorar. El mundo, su mundo, se había quebrado. Encogió la cara entre las rodillas y se sumergió en un mar de lágrimas. Las personas más importantes de su vida desaparecían sin más. Victoria, Lurdes… su padre, solo él, permanecía a su lado, férreo ante las adversidades. No le permitieron a él, herrero hijo de herreros, contraer matrimonio con la hermosa Victoria, hija única del notario, hijo de notarios desde tiempos que se difuminaban en la historia. Huyeron. Dejaron infancia, familia, vecinos, amigos. Lo abandonaron todo salvo ellos mismos. Y empezaron de cero. Él conocía una profesión, la llevaba en la sangre y había trabajado en ella desde niño. Victoria tenía, como solía decir, “dos brazos y dos piernas.” De ellos y de sus costumbres burguesas se bastó para trabajar de costurera. Ella, Victoria Franco, educada para mandar a las criadas. aceptó con orgullo aquel trabajo, empleada por la modista del barrio. Habían huido a la capital, lejos del Mediterráneo y de sus raíces. Con el ahorro de varios años de sacrificio y de trabajo, empezaron a pagar un piso en el Madrid más castizo, en el Madrid de Galdós. Un quinto, muchas escaleras; no importaba. Altura de trabajadores, de obreros.
– Y así tendremos más cerca el cielo –decía Victoria, con el optimismo que la caracterizaba. Poco tardó en quedarse encinta. Alguna que otra noche, él le preguntaba si tenía dudas, si alguna vez se había arrepentido. Victoria se ofendía y nunca contestaba. Le daba la espalda y fingía dormir.
Niña. Fuerte y sana. Enero del 77. Él nunca recordaba si fue un invierno especialmente frío. – Yo solo sé, Micaela, que tu madre estaba más guapa que nunca.
Quizás Victoria supiera que se acercaba su muerte y ella, que todo lo recibía con una sonrisa, quería dejar lo que quería bien atado. Nadie supo decir qué mató aquella mujer luchadora. Simplemente, se fue, en sueños. Antes de que la pequeña Micaela aprendiera a decir “mamá”, y antes de que Victoria se arrepintiera de haberlo dejado todo por aquel joven herrero. Lurdes se fue sin avisar y Micaela decidió llenar su vacío con comida. Engullía al principio por dos y, al ir su soledad creciendo, también su capacidad de ingestión. Y el sentimiento de culpa, hasta entonces ajeno. El encontrarse a disgusto consigo misma, los vómitos, purgas constantes de cuerpo y de mente, intentos de lavado que la dejaban todavía más sucia.
Él no se dio cuenta. Simplemente estaba ahí, a su lado, en silencio para no ofenderla. Luego fue ya demasiado tarde. Los dedos no dejaron de crecer en las calles. Y la soledad crecía, Lurdes ya no estaba. Lo último que se supo de ella fue aquella escueta y fría carta: “Hice cuanto pude. Me vuelvo al pueblo de Segovia. Otra gente, otros barrios. No te olvida, Lurdes.”
Otra gente… otros barrios… pero Micaela sin Lurdes no era Micaela. Y en la búsqueda se perdió.
Su padre la encontró una tarde, al regresar de la compra. El cuerpo, en el suelo. El brazo izquierdo, apoyado en la taza de váter. La cabeza de su hija dentro. Abrió el armario que tenía enfrente y contempló el botiquín. Cogió el alcohol, el bote que tenía más a mano, y se lo llevó a los labios. Ese fue el principio de su decadencia. Se lo acabó de un trago y volvió la mirada al cuerpo muerto de su hija. Tiró de la cadena y la arrastró a su cama. Colocó la cabeza sobre la almohada y la cubrió con una manta. – Así, mejor así, Micaela –acarició su pelo y le besó dulcemente la cabeza- mejor así. Como si no lo hubiéramos podido evitar ni tú ni yo: dedos, calles, barrios y gentes.
Regresaba de la reunión semanal, incapaz de saber si progresaba o seguía perdido en su pensamiento. La casa se le hacía cada vez más alta y más grande. “Cinco pisos… ya pierdo mis fuerzas.” Llovía. Se refugiaba bajo un paraguas, sin intención de esquivar ningún charco.
Victoria. Micaela. Todo lo que había considerado suyo. Ni siquiera sabía si quería seguir luchando. Absorto en sus pensamientos, deambulaba por la calle, repitiendo un camino tantas veces hecho y rehecho. Cruzó un semáforo rojo y solo se dio cuenta de ello al golpear su cuerpo el capó de aquel automóvil plateado. Desdoblándose, subió los ciento cinco escalones que le llevaban a su morada. No se le hicieron pesados, no los notó siquiera. Abrió la puerta de su casa, cuatro pasos a la izquierda y veinte a la derecha. Divisó el sofá.
– Estoy muerto –nadie podía oírlo; hablaba, como en el último año, para él mismo, para que su propia voz no le hiciera sentir tan solo. Dedos. Calles. Barrios. Gentes.
Victoria. Micaela. Sus sueños. Él mismo.
Interesante y triste historia, bien narrada, que consigue mantener el interés de principio a fin, y en donde se acumulan una serie de temas de hondo trasfono social: Alcoholismo, bulimia, homosexualidad…
Te deseo suerte en el certamen.
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