Alberto terminaba de comer el helado de chocolate con pasas de uvas al ron mientras Marta, su mujer, le decía, casi en tono suplicante, que si seguía comiendo de ese modo terminaría por convertirse en un cerdo. «Pesas setenta kilos más de lo que deberías. Deberías ir al médico urgente… ¡Andá a saber cómo te darían los análisis de sangre!… Tenés que empezar a cuidarte… Date cuenta que cada vez estás más parecido a un cerdo que a un hombre». Alberto hacía oídos sordos, perdiendo su vista en la compotera y seguía engullendo su tercer helado, luego de las masas finas, los panqueques con dulce de leche, las dos porciones de torta de chocolate con crema extra, una porción de tarta de ricota, la suculenta entrada de quesos y fiambres, los ñoquis para dos, una porción de rabas y luego de mojar el pancito en la salsa blanca de los ravioles de su mujer.
Ella lo miraba estupefacta, no dejaba de sorprenderse de todo lo que cabía en el estómago de su marido. Ella se asqueaba cada mañana y cada mediodía que pasaba con su esposo. Agradecía no estar para la hora de la cena (por suerte, el trabajo le permitía escapar al espectáculo de las motos de los delivery desfilando por la puerta de su casa con pilas de cajas de pizza y empanadas). Pero lo que ella más detestaba no era lavar los platos sucios y ordenar los chiqueros con los que se encontraba cuando regresaba a su casa… ¡Eso no era nada comparado con tener que sacar los restos de comida de los bigotes de su marido!… ¡Eso sí que daba náuseas!… ¡Y ni hablar de los ronquidos que él hacía por las noches! (y eso que dormían en habitaciones separadas).
El mediodía de aquel domingo en el restaurante había sido el colmo, nunca había pasado tanta vergüenza… La pobre silla de madera no había soportado el peso de Alberto y él había caído al piso agarrado del mantel. Una escena inolvidable para todos… un hombre de un metro sesenta y dos, que pesaba más de cientodiez kilos, caído… volcado… revolcándose en el piso entre restos de salsas, ñoquis, ravioles, platos, panes, vino, helado, crema, chocolate… gruñendo inentendíbles insultos debido a la cantidad de helado que escupía por tener la boca llena. Fue necesaria la ayuda de tres mozos, el cocinero y dos comensales para levantarlo. Una vez de pie, terminó de tragar lo que le quedaba en la boca, con la manga de la camisa se limpió algunos restos de comida que le quedaron en las comisuras de los labios, agradeció a la fatigada gente que lo había ayudado, pidió otra silla y otro helado “que sea de limón” dijo, “es digestivo”. Marta petrificada en la silla y roja como un tomate, sólo pudo ponerse a llorar, «Sos un cerdo»-balbuceó. Él quiso decirle que esta había sido su última comilona, pero sólo pudo pronunciar un entreverado: «Okeinc, mañana empiezo la dieta»…
Pasada las cuatro de la tarde se fueron del restaurante. Marta al trabajo, Alberto a hacer la digestión en una siesta.
A la noche, cuando Marta regresó del trabajo, oyó los habituales ronquidos de su marido, pero notó que esta vez parecían más agudos, como más chillones. Algo preocupada entreabrió la puerta del dormitorio de Alberto y asomó la cabeza en la habitación (a donde hacía mucho tiempo que no entraba), enseguida la sacó debido al repulsivo olor que de allí se emanaba. Era una mezcla del olor de comida rancia, gases intestinales, encierro y humedad. Junto a esa ráfaga nauseabunda salieron como espantadas unas cuantas moscas, que zumbando parecían agradecerle su intromisión libertadora. “Parece que no estoy tan equivocada”-pensó- “Ni las moscas soportan estar demasiado tiempo junto a ti”, y se volvió a la cocina a preparar un té.
A la mañana siguiente, cuando Alberto se despertó se sintió raro, como que la cama le quedaba un poco grande; quiso sentarse y no pudo, quiso darse vuelta y su espalda tampoco se lo permitió. Algo extrañado por la situación, pero no demasiado preocupado, bostezó para terminar de despertarse y al llevarse la mano para taparse la boca vió que ya no tenía cinco dedos. De su brazo, que más bien parecía no serlo, se asomaba una pequeña pata peluda con unos cortos dedos y unas grandes pezuñas. Creyó que todavía estaba soñando, como no podía pellizcarse se mordió la lengua, sus afilados colmillos le hicieron darse cuenta que ya estaba despierto, que sus dientes eran diferentes y que tenía hambre. Tenía que ir a desayunar… Sacudiéndose como si bailara el hula-hula en la cama fue llegando hasta el borde de ésta y cayó al piso haciendo un terrible alboroto. No se le había ocurrido otra forma de llegar al piso. Marta, que estaba en la cocina preparando el desayuno con la radio encendida no había escuchado el bullicio. Alberto se quedó quieto unos instantes, para percibir el ambiente y cuando se dió cuenta que no había sido oído, decidió bajar a desayunar. Suspiró preparándose para escuchar las réplicas de su mujer.
Al salir de la habitación se encontró con el espejo que adornaba el pasillo. Se quedó entre absorto y sorprendido en su nueva imagen. No sabía si reírse de lo que estaba viendo o preocuparse y comenzar a llorar… Eligió la primer opción… Se vio de cuerpo entero, hacía mucho que no podía hacerlo… Ya se había olvidado de sus pies, sus rodillas y de alguna otra parte más… Dio una vuelta sobre sí mismo y vio que del grisáceo y grueso pelaje que cubría su lomo resaltaba un pequeño mechón de color blanco. «Le voy a pedir a Marta que me lo tiña, no me gusta verme con canas», murmuró. Giró para el otro lado y pudo ver la risueña y enroscada cola que le sobresalía en el trasero “Por fin la cola dura, la envidia de los gordos flojos” y trató de moverla de un lado hacia otro, como hacen los perros, pero no pudo hacerlo. Se miró de frente y le dio mucha risa el tamaño desproporcionado de sus orejas, casi entre carcajadas dijo despacito para que Marta no lo oiga “Voy a tener que ponerme varios aros para que queden más a la moda”. Sonrió mirándose la nueva dentadura, castaneó los dientes y se alegró porque no tendría que ir al dentista el próximo jueves. Se dio cuenta que estaba desnudo, pero las patas traseras hacían el trabajo de taparrabos, no habría problema. Además, él no trabajaba y la pensión podía ir a cobrarla Marta. ¡Por fin no sería necesario que saliera a la calle! ¡Ahora podría estar todo el día viendo televisión y nadie lo molestaría! ¡Hoy comenzaría a vivir! ¡Si!… ¡Todo lo que haría sería comer, dormir y mirar TV!…
Bajó las escaleras tropezándose en cada paso, jamás había bajado las escaleras en cuatro patas. Era algo que ya aprendería, no tenía apuro. Al entrar a la cocina Marta lo miró distraída y antes de que él pudiera decir nada en su defensa; ella le dijo, mucho más calmada de lo que él esperaba: “Ya sabía yo que cualquier día de estos te me aparecías así en la cocina. Espera que te paso el café con leche de la taza a un plato, así podes desayunar sin ensuciar que está todo limpio”. Y así hizo.
Ese día Marta pidió una licencia en el trabajo, y se dedicó a la exclusiva tarea de alimentar a su marido. Cuando los vecinos preguntaban por él, ella les decía que había viajado a conocer a unos parientes en Portugal. Él siempre decía que lo haría, y nadie dudaba del repentino viaje, ya que muchos ya daban por sentado que al fin, ellos se habrían separado y cada uno había tomado su camino, más cuando él siempre decía que su mujer lo tenía harto con sus réplicas.
Como ella no lo dejaba hablar, para que los vecinos no sospecharan, Alberto fue perdiendo la habilidad de hablar y su vocabulario fue limitándose a uno o dos “Oinc oinc”. A las tres o cuatro semanas de estar durante todo el día comiendo, Marta comenzó a hartarse de cocinar para un insaciable cerdo. Ya no lo dejó dormir en la habitación y lo obligó a cambiar su cama por los trapos que se amontonaban en la cucha de Toby, el grandanés de Marta. Perro que al poco tiempo, le prohibió la entrada a la casa. A esa altura de los acontecimientos, para comer, Alberto ahora debía conformarse con los restos de Toby (“Lástima que se come toda la carne y sólo deja las verduras y el arroz”, pensaba mientras zambullía el hocico en el plato) Al acercarse fin de año, se dio cuenta que su mujer preparaba una gran fiesta para todos los vecinos de la cuadra. “¡Por fin se reencontraría con sus viejos amigos!”. Esperó durante varios días que su mujer lo invitara a la fiesta, cada vez que la veía colgando ropa chillaba varios “oinc oinc” para llamar la atención de Marta, a los que ella sólo le gritaba que se callara, que dejara de hacer tanto ruido.
El veinticuatro, muy temprano, se acercó Marta con Jorge, el vecino de al lado, Alberto se dio cuenta que últimamente éste visitaba muy seguido a su esposa, él traía una machaca. Cuando Alberto quiso saludarlo y preguntarle cómo andaba, sólo le salió una cadena de “oinc-oinc”. Su mujer lo miraba tranquila, con una sonrisa en los labios, le acarició la cabeza sin decir ninguna palabra, y lo ató del cuello al poste que sostiene la soga de la ropa. Jorge le acariciaba el hombro derecho a su mujer y bromeaba con respecto al escote del vestido de ella. Ante esto, Alberto lanzó otra cadena de “oinc-oinc” enfadados, celosos, pero no se pudo mover porque su mujer los había atado de tal manera, que se ahorcaba en los movimientos.
Lo último que escuchó de Jorge, su antiguo vecino y amigo, fue: “Pobre bicho, parece que se dieran cuenta cuando les llega la hora”. Alberto vio el movimiento de su vecino al alzar la maza; pero cerró los ojos muy fuertes cuando cayó.
Muy original, Kafkiana.
Por cierto, no he podido resistirme:
«pero cerró los ojos muy fuertes cuando cayó», en realidad sería «cerró los ojos muy fuerte» o «cerró los ojos muy fuertemente», pues «fuertes» no es calificativo de ojos, sino adverbio de modo del verbo cerró.
El final era previsible desde luego, aunque me hubiera gustado que profundizases más en algunos aspectos de la metamorfosis operada.
Te deseo suerte en el certamen.
Un relato Kafkiano de verdad. Se nota en el lenguaje tu raiz latinoamericana. Me ha gustado la moraleja.!Suerte! Te voto.
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