63- La respiración de los hipopótamos. Por Binoche
De un tiempo a esta parte, he llegado a la conclusión de que todo lo inesperado tiene que ver con una extraña suerte de exactitud que comienza a sacarme de quicio. Es como si todo lo que me conduce al desconcierto tuviera que ver con una recién inventada formula matemática, con dos factores que durante estos últimos días no paran de hacer noche en mi cabeza. Llevo más de una hora dentro del coche con el motor encendido. No existe ningún problema mecánico, ninguno de los chivatos del cuadro me indica incidencia alguna, pero no quiero arrancar. Paso de ir a parar al mismo y esperpéntico lugar al que llevo acudiendo quince tardes seguidas. Es como si algo inexplicable se hubiera encaprichado de mi voluntad, algo que me incapacita para evitar que mi conducta, no me aleje de la edad que grita desde mi carné de identidad.
Juro que no tenía ninguna gana de introducir cambios en mi vida, pero apareció esa maldita fórmula que parecía haberse encaprichado de todos los espejos en los que yo había decidido mirarme, INMADUREZ + PROMISCUIDAD = SOLEDAD , y que me obliga a volver a un lugar que no sé aún muy bien por qué he incluido como favorito en la memoria de mi GPS.
Algo mecánico, me incita a poner mi mano derecha sobre la palanca de cambio. A pisar el embrague y a meter primera, esa será toda mi misión, toda mi resistencia. Desventajas de conducir un coche automático. Ahora el acelerador y una vez más los pespuntes de mis vaqueros harán que se queje el asiento de mi coche deportivo. Todo exacto. ¡Ah no! Me olvidaba de que Sarah Vaughan también viene. Es como si este desgobierno que sufro, fuera una operación teledirigida desde algún lugar. Este pensamiento me hace sentir un poco de alivio porque enseguida pienso en que ese sería el menor de mis males. Tarde o temprano la gente que hace ese tipo de cosas, acaba por cansarse de jugar. Y yo que no suelo pedir deseos, levanto el pie del acelerador en un intento de ser más convincente e invoco a los dioses, a los Hados o quien quiera que sea quien me haya llevado a esta situación, pero parecen necesitar con urgencia un implante en su membrana cloquear, porque la señal de todos los días me indica el número de mi salida. Salida trece a, dice un cartel amarillo que encima anuncia obras. Y no es que yo me haya vuelto un pesimista crónico, no, pero es un poco deprimente saber que vas hacia la nada y que para llegar hasta ella tendrás que esquivar baches, conos de colores histéricos, y luces que a esta hora de la tarde se convierten en furibundas enemigas de tus pupilas.
Y por si esto no fuera suficiente, ahora se pone a llover. No me hubiera dado cuenta de esta circunstancia, en otro tiempo tan baladí, si no fuera porque soy un fatuo con un cochazo de tecnología inacabable. Las gotas son casi imperceptibles, caen con prudencia, como si no quisieran molestar.
Reduzco de nuevo la velocidad, siempre me ha costado reflexionar a 200 Kilómetros por hora.
¡Joder, cómo me gustaría ser un troglodita en este momento!
Preguntarse cosas es estupendo, pero nunca contamos con que la realidad no tiene ningún tipo de pudor en merendarse todas nuestras preguntas ni en escoger como postre, si es que llegan, algunas de nuestras geniales respuestas.
Y bien sabe Dios, que yo borraría ahora mismo, si pudiera, la palabra realidad de mi vocabulario, pero la desmejorada, anciana y giratoria puerta del zoológico de Madrid me anuncian el final del trayecto.
No tengo ningún interés en sacar con rapidez la llave del contacto, dudo que mi problema tenga solución y de tenerla no creo que vaya a encontrarla en esté parque infectado de malos olores y niños gritones.
¿Entonces qué hago aquí?
Está clarísimo, el ridículo más absoluto. Porque hay que ser muy freaky para fiarse de las teorías del personaje de una película francesa que fui a ver hace quince días.
El tipo – Xavier se llamaba – era aún más desastroso que yo. Mucho más paranoico y también con mucho más charme que el de que se sienta ahora a mirar de manera casi catatónica a una pareja de voluminosos paquidermos acuáticos, que parecen tener instalada sobre su rugosa piel todo el misterio de la noche africana.
Ellos por supuesto, hoy también pasarán de mí. Pero no puedo tomarlo como una descortesía, a fin de cuentas no soy más que un discípulo asustado. Preferiría mostrarme menos afectado, menos Heathcliff, pero es que a los hombres nos va el drama como anillo al dedo. Aunque ahora que lo pienso ¡ya me gustaría a mí parecerme al personaje de La Brontë!
Lástima que no sea más que un calco del tipo de la peli.
Y me fastidia, porque todos intuimos que somos imperfectos pero que vengan un par de seres deformes e irracionales a ponernos la cara colorada, no nos hace ni pizca de gracia.
Sé que me tengo que ir de aquí cuanto antes, pero estoy tan cansado, que será mejor que me quede para hacer una precisa reconstrucción de los hechos, un análisis de cómo comenzó todo. Recapitulemos entonces. Yo estaba sentado en la última fila del cine un domingo cualquiera. La película, a pesar de que la crítica la ponía por las nubes, estaba resultando ser una pesadilla. Chico intelectual francés con brillante futuro comienza a hacer aguas. Un síndrome de Peter Pan en toda regla, vamos. Pero de pronto, el tipo de marras, va un día a visitar a su madre, tan paranoica como él y con ese aspecto de provinciana con falda de estilo provenzal y ojitos de desheredada, y ésta sin venir a cuento comienza a hablarle a su promiscuo hijo sobre la monogamia de los hipopótamos.
¡Eureka! ¡ya lo tengo claro! , ahí fue donde se me encendió el mecanismo de autodefensa y dejó de interesarme la película. ¡Cómo no me había dado cuenta antes!
Ese momento”familiar”fue lo que me llevó a imaginar un día en la vida de estos desconocidos animales.
Ahora todo comienza a tomar sentido, si es que esta locura puede llegar a tenerlo. Así es mucho más fácil de entender todo, por qué tengo mi casa repleta de Dvd’s con carátulas en las que aparecen fotografiados, en todas sus versiones, los hipopótamos.
Soy casi un experto, pero aún no he encontrado lo que busco. Sigo observándolos e intento visualizar ostentosos cortejos, miradas cómplices como las que me prometían los numerosos documentales que había visto, pero ellos permanecen echados uno junto al otro sin apenas mirarse, sin apenas rozarse. Es una única cosa la que consigue llamar mi atención, la nítida necesidad de respirar juntos, de saberse la intensidad del otro casi de memoria.
No puedo evitar sentirme mal, ¿quién soy yo para tratar de descifrar sus secretos? Me siento como uno de esos periodistas de la prensa rosa, a los que les encanta bucear en lo que no existe. Es tan asqueroso que ni siquiera las últimas luces de este miércoles, me hacen sentirme a salvo cuando tomo conciencia de que esto no es un capricho si no más bien la necesidad de ver algo distinto aunque sólo sea por una vez, algo que por fin les invite a esa obstinada fidelidad que me escupían todos los libros que consultaba a propósito de este tema. Me pregunto si resultaría muy patético suplicarle a dos hipopótamos para obtener la información que necesito.
Sí, seguramente sí, pero estoy harto de irme con las manos vacías sobre todo ahora que la palabra inmaduro, lleva un rato haciendo pruebas de voz en mi cabeza.
Me siento como si estuviera desnudo, hasta noto que me he ruborizado.
El calor desaparece casi como si no hubiera existido, cuando la puerta que facilita el acceso a la zona de los hipopótamos comienza a abrirse con sigilo. Ellos no se mueven y pesar de que la temperatura ha comenzado a bajar yo tampoco. Al instante la imaginación se hace carne y entra en el recinto una muchacha de proporciones desmesuradas. Tanto que en otras circunstancias, no hubiera podido evitar ponerme en evidencia con una sonora carcajada. Por tanto ahí tenía la prueba de que yo ya no era el mismo. Tal vez a estás alturas ni siquiera existiera ya.
Es incluso posible que alguien me haya hipnotizado sin darme cuenta. Todo es demasiado extraño. La muchacha no repara en mí y eso supone un duro varapalo para mi seguridad. Es tan llamativa la ternura con que se acerca, que ha conseguido que ya no me interesen los hipopótamos. Mueve los labios de una manera que me hace imaginar que ha comenzado un diálogo con la pareja de amantes y me apresuro a acercarme un poco más.. La temperatura ha bajado y la desinteresada colaboración del vaho que sale de su cuerpo caliente, hace posible que imagine que está respirando para ellos.
Y es entonces cuando tengo claro que el misterio del amor tiene mucho que ver con la respiración, o por lo menos con la respiración de los hipopótamos. Consigo sentirme un poco menos estafado por el Séptimo Arte. Tengo el estómago revuelto y la indefensión me provoca una arcada que asusta a la muchacha. Se da la vuelta y me obsequia con un extenso repertorio de suspiros.
Hubiera vendido mi alma al diablo por ser un hipopótamo y que ella me hablase en medio de la oscuridad.
Pero los deseos son sólo eso, deseos y por esa razón la puerta del recinto vuelve a abrirse.
La historia parece tener un claro y sonoro desenlace, una historia como tantas otras que acaba con una puerta que se cierra. Lo he entendido y no trataré de ser ningún héroe. Necesito salir de aquí lo antes posible.
Entorno los ojos como lo hacen los náufragos cuando el mar les brinda imágenes erróneas con la intención de que no se den por vencidos, ojalá hubiera espacio para los espejismos.
Mi pecho y mis rodillas son los únicos cómplices que intentan ocultar las distintas versiones de mi estúpida conducta.
La hierba húmeda me recibe mientras trato de hacerle frente a la realidad. Intento abrir los ojos pero los párpados tienen un peso distinto al de hace un rato, nunca pensé que las lágrimas fueran un elemento que pudiera pesarse a través del sistema cegesimal de unidades. No puedo evitar sentirme extraño, llorar no entraba en mis planes.
Empiezo a sentir calor y mientras me incorporo una sombra me defiende del sol.
Es ella, que guarda silencio mientras me mira. Lleva el pelo suelto, está distinta pero su respiración es idéntica a la de hace unas horas. Está a un paso de dejar de ser un sueño. Me levanto y permanezco un momento quieto, antes de acercarme quiero recuperar el equilibrio. Respiro con un ímpetu distinto, como si fuera la primera vez que tengo constancia de la importancia de mis pulmones. Trato de arreglarme un poco la ropa, supongo que en un intento de contener a mis pies ansiosos por dar ese paso. Pero no voy a necesitar moverme. Ella, Claudia, ese es el nombre que aparece serigrafiado en la chapa que cuelga de su uniforme, está avanzando hacia donde me encuentro. Me coge de las manos y pasea por ellas un calor que necesitaban, se las acerca hasta la boca y respira. Su aliento caliente es un inesperado bálsamo que convierte mi cuerpo en otro. Unos operarios nos miran, es muy posible que la escena les parezca surrealista, pero ahora poco importa que los demás tengan mirada., sólo importa que nunca más tendré que soñar con la respiración de los hipopótamos.