La última clase se me había hecho eterna. Los alumnos no pararon en ningún momento de hablar y alborotar. Se me estaban yendo de las manos. Ya no me imponía como antes. Con doce años los niños huelen el miedo. Y el cansancio. Y la desgana también.
Entré en el portal de casa y entonces me crucé con ella. Herminia, del segundo izquierda. Modista.
—Buenas tardes—le dije.
—Hola, buenas tardes.
Había algo en el tono en el que me lo dijo, no sé, algo poco natural quizás. Como si no estuviese utilizando la frase para saludar sin más y salir del paso, que es lo que hacemos todos.
Me detuve unos segundos y seguí caminando hasta el ascensor. Antes de abrir la puerta, me giré y pude verla contemplándome allí, en medio del portal. Puede que estuviera sonriendo.
No volví a pensar en ello hasta la semana siguiente. Me topé de nuevo con ella, esta vez en la calle, casi frente al portal. Esta vez era yo la que salía.
—Buenos días—dije.
—Hola, buenos días.
Repitió otra vez aquel tono. Aquel maldito tono en el que parecía decir otra cosa. No sé cuál. Cualquier otra.
No sabía casi nada de ella. Que era vecina, el nombre, el oficio. Poco más… supuse que ella no esperaría que le diese conversación.
Aún así, me detuve algo más que la vez anterior. Estaba segura de que si me marchaba y me daba la vuelta volvería a estar observándome, como el otro día en el portal. Aguanté el tipo sin moverme. Conseguí esperar lo suficiente como para que ella hablase.
—Se levanta usted todas las mañanas a las nueve menos cuarto…
Me lo dijo con una sonrisa. Al principio no supe cómo reaccionar.
—Sí—prosiguió—lo sé por su persiana. Todos los días la levanta a la misma hora. Como un reloj, sí señor.
Seguí sin decir nada. Sólo la miraba. Parecía encantada de contarme todo aquello. Me fijé en su boca; me recordó la de un pato. Llegué a esperar algún cuac. Creo que dijo algo más. Sobre mi puntualidad.
—Buenos días.
Volvió a decir y se metió en el portal. Esta vez fui yo la que se quedó en el sitio, como si me hubieran clavado a martillazos. Ella se giró y me miró a través del gran portón de cristal. Y me volvió a sonreír.
Ese mismo día, cuando regresé a casa, hablé con mi marido. Le conté lo que me había dicho la vecina.
Cuando terminé de contárselo, él no me dijo nada. Esperaba que lo hubiese hecho, al menos que fuese él quien arrancase.
—¿Qué te parece?—pregunté yo misma después de contar la historia—Me ha sentado fatal…
—Mujer, no te lo tomes así…
Respondió con condescendencia. Mientras lo hacía, miraba su gran vaso de cacao. Le gustaba tomarlo frío, y eso hacía que se llenara de grumos. Parecía jugar a cazar esos grumos con una cuchara pequeña. Puede que la más pequeña del cajón.
—Me quedé helada. De verdad que no supe qué decirle. La tía allí contándome eso, en mi cara…
—No lo habrá hecho a mal. Tú misma me has dicho que te sonreía mientras te lo contaba.
—Sí. Sonreía. Ya supongo que no me estaba amenazando de muerte, pero…
—¿Pero?
—Pero me sienta mal igual. O hasta peor. No sé quién es ella, ni me importa, ni yo a ella… es mi privacidad, no sé…
—Pareces una famosa hablando…
—Oh, vamos. No se trata de que me esté grabando ni nada parecido, pero me he sentido violenta.
Él se había tomado ya el cacao lleno de grumos. No había necesitado más de tres sorbos; creo que yo hubiera tardado horas. Después sacó dos cigarrillos de una pitillera de plata. No recuerdo quién nos la había regalado, pero sé que era un regalo.
—Toma.
Me ofreció uno. Estábamos intentando fumar menos por entonces. Supongo que pensó que lo necesitaba.
A la mañana siguiente sonó mi despertador a las nueve menos cuarto. Mi turno de clases no empezaba hasta las diez. Por eso me levantaba a esa hora; un asunto privado hasta hacía poco. Jaime se levantaba antes, a las siete, pero yo me quedaba en la cama hasta que no llegaba mi hora.
Todavía somnolienta, me acerqué hasta la ventana. Cuando ya había levantado la persiana lo pensé. No lo pensé antes; sólo cuando ya lo había hecho, cuando había levantado la persiana a las nueve menos cuarto.
Pensé en la vecina, claro. La imaginé frente a alguna de las ventanas de su casa; a algunas de las que dieran al patio de luces, observándolo todo.
Recuerdo que me puse de muy mal humor. Por un momento pensé en asomarme por la ventana y buscarla. Pero no lo hice.
Arrastré ese mal humor el resto del día. También a la última clase de la tarde. No podían haber elegido peor grupo a propósito. Mientras les explicaba algo de sintaxis empezaron a levantarse de forma progresiva y más o menos acompasada. Empezaron los de la fila de la izquierda. Esos son los peores. Pronto les secundaron los de las demás filas y, cuando llegaba el turno de los de la derecha, volvían a empezar. Sí; me estaban haciendo la ola.
Cuando volvía a casa, vi que la vecina salía del portal. Me crucé de acera y me metí en el supermercado de enfrente. Me parece que ella me vio, pero no puedo estar muy segura.
Esa noche le conté a Jaime lo de la ola. Esta vez sí reaccionó con rapidez. Le pareció más grave que lo de la vecina. Llegó a enfadarse incluso.
—Pues me he vuelto a cruzar con ella, con la vecina—le comenté intentando cambiar de tema y aprovechar su enfado. Me hubiera gustado que se enfadase también por eso y no sólo por lo de la ola.
—Vaya…
—En cuanto la vi me fui al súper. No quería darle la oportunidad de nuevo. No a esa vieja arpía.
—No es tan vieja…
—Como si lo fuera—Al menos no dijo que no se trataba de una arpía.
—Verás… al fin y al cabo esa mujer es modista, ¿no?
—Sí. Eso es lo que es, sí.
—Pues imagino que se aburrirá mientras cose y mirará por la ventana, mujer. Lo más probable es que trabaje frente a una de las grandes. De las que dan al patio. Puede que tenga una de esas grandes máquinas de coser ahí, ya sabes, para tener más luz para trabajar…
—Parece que la disculpes—le interrumpí.
—No es eso. Sólo digo que lo que ella te dijo puede estar relacionado con su manera de trabajar.
—Me sigue sin parecer excusa—repliqué—para andar husmeando en la vida de los demás.
—Como quieras.
—Me siento violentada.
—Sólo quería que encontrases una explicación adecuada.
—Déjalo—le dije mientras buscaba un cigarrillo.
—Acabas de apagar uno—me dijo.
Y yo no respondí nada. Aspiré el humo a conciencia y, después dejé que saliera lentamente por las comisuras de mi boca y, más lentamente todavía, por los agujeros de la nariz..
Por la mañana volví a abrir la persiana a la misma hora, sólo que esta vez me acordé de la vecina mientras lo hacía. A continuación, abrí la ventana y busqué su cara. La había imaginado pegada al cristal, oteándolo todo. Como había supuesto Jaime, estaba frente a una de las ventanas más grandes manejando una de esas máquinas de coser.
Cuando me vio, empezó a agitar una de sus manos. Como si fuese la reina de Inglaterra o algo así. Cerré la ventana y me fui a desayunar. Por descontado que no le devolví el saludo.
Mientras le untaba mermelada de frambuesa al pan tostado, pensé que llevaría ya mucho tiempo haciendo eso. Lo de mirar a las ventanas, la mía y supongo que las de los demás. Puede que lo hiciera desde que nos mudamos a esa casa. Y de eso hacía ya al menos dos años.
Esa tarde volvieron a hacerme la ola. Los mismos chicos. Sólo que esta vez, en cuanto empezaron a levantarse cogí mis cosas y dejé el aula. Así; sin más. Ni siquiera lo comenté después con el jefe de estudios.
Por la noche le pedí a Jaime que me despertara cuando sonara su despertador a eso de las siete. La mayoría de las veces no llegaba a oírlo. Supongo que mi cerebro estaba preparado para mi propio despertador que sonaba bastante después, tipo sirena de la policía. El de Jaime era mucho más suave, como si te estuvieran mandando un mensaje en morse.
—¿Vuelves a tener el primer turno de clases? ¿No me habías dicho que te lo habían cambiado para todo el año?
—Tú, despiértame—le dije.
Y lo hizo.
—¡Las siete! ¿Recuerdas que me lo pediste?
Salté de la cama de inmediato. Subí la persiana, abrí la ventana y me asomé, observando las ventanas del segundo piso. Las de ella.
Todas las persianas seguían bajadas. Me sentí bien. Llamé a Jaime sin moverme de allí y le pedí dos cosas: una silla y un café.
—Aquí tienes. No sé qué…
Me llevé el dedo índice a la boca para que no siguiera. No lo hizo. Me dio un beso y se marchó.
Quince, puede que veinte minutos después, vi cómo se subía una de las persianas del segundo. Era ella. Y la ventana era la contigua a aquella en la que solía estar, la de la máquina de coser.
Miró hacia el patio de luces. Primero hacia abajo y después hacia arriba. Parecía que hiciera un inventario o algo así. Repasaba las ventanas del patio.
Algo después llegó a la mía. Me pareció ver su cara de sorpresa desde donde yo estaba.
Entonces lo hice. Fui yo la que sonrió y la que saludó. Ella no hizo nada y después desapareció de mi vista.
Terminé mi café en la cocina. Saboreé cada uno de los tragos. Desde luego, tenía tiempo. También salí antes de casa y, al llegar antes al colegio, pude resolver algunos asuntos que todavía tenía pendientes. Papeleos en la oficina de administración y cosas por el estilo.
Ya cuando estaba dando la última clase, los alumnos de la fila de la izquierda levantaron los brazos, como paso previo al movimiento completo.
Me puse de pie y les di un buen grito. Algunos se asustaron. Ya no hicieron la ola, ni ése ni ningún otro día.