44- «Mensajes» . Por Libertad García

Amparo salió del ascensor cargada de bolsas, había parado un momento en el colmado que hay cerca de su casa, porque esta tarde no tenía intención de salir. A primera hora de la mañana, cuando acababa de llegar al trabajo, Juan le había enviado un mensaje al móvil aceptando la invitación a cenar que dejaron pendiente para la vuelta de sus vacaciones.
Como el mensaje le llegó antes de la media hora de descanso en mitad de la mañana, se le ocurrió que sería una buena idea comprarse algún capricho para estrenar en la cena, y en la tienda que hay al lado de su oficina se compró una camiseta negra escotada y un collar de fantasía plateado con bolitas de diferentes tamaños imitando azabaches, se probó las dos cosas deprisa y se sintió arrebatadora, pensó que lo combinaría con unos vaqueros ajustados o una falda corta y vaporosa que a lo mejor daba más juego.
Estos pensamientos dieron una efervescencia en su espíritu, en su alma y en su cuerpo que sintió encima de ella todas las fuerzas de la naturaleza y se puso a trabajar como si la vida le fuera en ello, y mientras lo hacía iba planeando todos los detalles para la noche con Juan, no quería cometer ni un fallo, era la primera cita de verdad su vida.
Al entrar en su casa estaba eufórica, había trabajado duro, incluso adelantó trabajo para el día siguiente por si llegaba en una nube de amor y no atinaba. Le parecían bien sus compras, en las bolsas llevaba fruta fresca exótica que nunca se podía permitir, verduras para una sopa fría, y otras para hacer al horno, pensó que una cena ligera estaría bien, no se le olvidó el vino, ni el cava. Ante ella se abría toda una tarde de posibilidades: cocinar, ducharse, preparar el salón con mesa para dos, acicalarse sin prisas delante del espejo una o dos horas, elegir la música, una película romántica por si acaso, cambiar las sábanas de florecitas de la cama por otras más sugerentes, quitar algunas fotos demasiado familiares por otras de ella posando en algún remoto viaje, y conforme iba haciendo cosas se le iban ocurriendo otras, estaba tan contenta que no reparó en que la lucecita del contestador automático del teléfono parpadeaba sin cesar desde antes de que ella entrara.
Cuando se dio cuenta, lo miró como si de un extraño se tratara, como si un intruso indeseable se hubiera colado en su mundo sin permiso y quiso arrancar el teléfono y tirarlo por la ventana, esto ya lo había pensado en innumerables ocasiones, pero nunca lo había hecho, su móvil con tarjeta incluida sí que lo había cambiado, al menos cada cinco o seis meses tenía que hacerlo, cada vez que Alberto descubría su número y comenzaba a incordiarla con todo tipo de mensajes y llamadas inoportunas, pero últimamente estaba el asunto más tranquilo, por eso incluso se había relajado, aunque nunca del todo desde luego, porque enseguida él se encargaba de recordarle que seguía estando dispuesto a amargarle la vida.
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Amparo, paralizada en el centro del salón, duda, no sabe si escuchar al contestador o cortar con las tijeras de la cocina los cables y acabar de una vez por todas.
Le dio a play y escuchó después de varios pitidos que tenía cuatro mensajes.
El primero a las nueve y media de la mañana, justo cuando a ella por el móvil le llegaba el de Juan. Le sorprendió escuchar una voz anónima y femenina: “…buenos días, le llamamos del Servicio de Admisión del Hospital María Auxiliadora, la policía nos dio este teléfono para informar del ingreso esta madrugada de Alberto García Soler, que ha sufrido un accidente de coche, en estos momentos le están interviniendo en el quirófano de urgencia, le rogamos se ponga en contacto con nosotros. Gracias…”
La hora del siguiente mensaje fue a las once y cuarto, momento que ella estaba en el probador con su camiseta negra y su collar sintiendo el despertar de su sensualidad dormida. Esta vez el contestador habló así: “…Buenos días, le dejamos un mensaje a primera hora, ya le han operado y está ingresado en cuidados intensivos, rogamos de nuevo que se ponga en contacto con nosotros cuanto antes, el doctor debe informarle de la situación clínica. Gracias…”
A Amparo le tiembla la barbilla, se le ingurgitan las venas del cuello, su rostro enrojece y comienza a transpirar de tal manera que siente que el aire de la habitación está a punto de agotarse, da dos pasos hacia la ventana y la abre con tal violencia que rasga una de las cortinas, esto la enfurece y hacia la cortina rasgada dirige toda su rabia contenida, da un tirón y se rompen cinco o seis arandelas, asoma la cabeza por la ventana sin ver nada, la barbilla ya no le tiembla, se le ha encajado la mandíbula, no puede gritar y por las comisuras le sale una mezcla de baba y espuma de saliva concentrada, los ojos a punto de salírsele de las órbitas siguen sin poder llorar, ella no puede llorar, hace tiempo que sus lagrimales están secos como el esparto, si llorara se le reventarían los ojos.
Sus pensamientos la desobedecen, se disparan, y los tiros son de ametralladora automática.
Pero cada bala en apariencia perdida, apunta con precisión de franco tirador a todas y cada una de las veces que Alberto ha tirado por tierra cualquier intento suyo de vivir. No quiere mirar, pero los fogonazos de la balacera hacen de flash luminoso sobre su vida, Amparo piensa: “¡ no hay derecho, aún quedan dos mensajes!” y ella casi ha perdido el control, pero aún no lo parece, sólo el roto de la cortina y las anillas colgando la delatan, de hecho su vecina que la ve piensa que tiene calor y está tomando el fresco.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, aún es capaz de pensar en el color más adecuado de las velas que va a poner, las rojas puede que queden demasiado navideñas, las azules descartadas porque le quedan sólo cuatro y puede que la velada sea larga, serán las verdes, además hacen juego con los ojos de Juan y dicen que es el color de la esperanza, palabra extraña a la que ella quiere aferrarse cual náufrago a su madero, pero que aún no sabe exactamente lo que es, por más esfuerzos que hace, siempre pasa algo o llega alguien y se la roba.
Las velas serán las verdes…,y el parpadeo rojo del contestador sigue, a punto está de saltar de nuevo cuando le viene otro disparo de mortero, otra ráfaga demoledora le muestra que no hay cambio posible para ella, Amparo nota una fuerte opresión en el pecho que asciende hacia su garganta, pero aún puede mirar a su alrededor, ve que le quedan cosas por hacer, y nota como una chispa de ilusión lucha contra una montaña de confusión. Quiere pensar en Juan antes de que salte del contestador el siguiente mensaje, cree que pensar en él puede obrar de fuerza milagrosa y detener el desastre que ya imagina se le viene encima.
Se concentra en su imagen. Hace sólo dos meses que lo conoció en la cafetería frente a la oficina, a la hora del desayuno siempre está abarrotada de gente, él le pidió ocupar la silla vacía de su mesa, le preguntó si estaba sola, se mostró correcto, ella vencía su timidez como podía, él era muy amable y no hizo ni un solo gesto desaprobador cuando a ella se le calló al suelo su media tostada de aceite, se pringó su blusa y de paso unos folios que Juan había dejado encima de la mesa, al contrario, le restó importancia y le dijo que a él le pasaban pequeños desastres así constantemente, incluso le contó alguna anécdota hasta hacerla reír y sacarla de su preocupación.
Coincidieron otro día más por casualidad y ambos notaron que se entusiasmaron, así que quedaron para el siguiente día y para todos los que pudieron hasta que llegaron las vacaciones de Juan.
A los dos días de marcharse, Juan le envió el primer mensaje, después uno cada día de los que estuvo fuera, menos el último día que le escribió tres. En ellos le decía en lenguaje poético sin ser cursi del todo, que echaba de menos los desayunos con ella, que esa media hora se había convertido en la más esperada del día y que si a ella le parecía bien, podían verse algún día por la tarde, o algún fin de semana para ir al cine, a pasear o lo que ella quisiera.
Por su parte Amparo, estaba todo el día esperando que sonara el ruidito de su móvil, y nada más leer el mensaje lo anotaba en una libretita que leía una y otra vez. Ella le contestaba en el mismo tono, y sin darse cuenta se iba preparando para el regreso de Juan, que al final fue dos días antes de lo previsto.
Continúa el parpadeo del contestador y ruge como un león furioso el tercer mensaje: “…llamamos del Servicio de Cuidados Intensivos, ya hemos dejado varios mensajes, por favor, pónganse en contacto a la mayor brevedad posible con este Hospital. Gracias…”
Amparo se hunde y piensa que en realidad todo es una tontería, mira sus bolsas desparramadas por la cocina y por el salón, mira su ilusión dentro de ellas y ahora no encuentra el motivo que la hizo sobrepasarse con tanta euforia, no comprende como se atreve a meterse en una historia con Juan cuando Alberto aún la tiene dominada desde un contestador automático que no deja de sonar.
Amparo se desvanece y siente un golpe seco en la cabeza, pasado un rato desde la inconsciencia siente frío, haciendo un tremendo esfuerzo abre los ojos, se ha caído del sofá, cree que todo fue una pesadilla, un mal sueño. Intenta orientarse y recuerda que hoy no ha ido al trabajo porque es sábado, que por la noche estuvo de fiesta con sus compañeras del despacho, confunde las caras de Alberto y de Juan, por un instante no logra ubicarlos, no distingue quien de ellos es el pasado y quien el presente. Se palpa la cabeza que le duele por el golpe, le parece que no hay herida, sólo un chichón en la frente.
Cuando está a punto de soltar una carcajada por la pesadilla motivada por la resaca de las copas de la noche, el despiste de dejar conectado el despertador que en sueños ella creía que era el teléfono, y el dormir vestida y medio tirada en el sofá del salón, escucha de nuevo un timbre que hace que su corazón se le salga del pecho, duda, cree que es el cuarto mensaje, pero esta vez se levanta como puede, y dando traspiés no se dirige al teléfono sino a la puerta, consigue abrir, no hay nadie, ve sobre el felpudo un paquete, lo abre y en su interior aparece un corazón de verdad, con aurículas, ventrículos y válvulas, pero por sus arterias coronarias no circula sangre, sólo destellos de luz roja, es un corazón que brilla por sí solo y que en ese instante ella decide auto implantarse, y ese acto quirúrgico la despierta del todo y le da clarividencia para comprender que por fin Alberto le devuelve su corazón, y con él su poder y su libertad.