IV Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

15 marzo - 2007

34- Una noche sin fuego. Por Sophia
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No podía ser. La culpa de la mala noche que estaba pasando, dando vueltas en la cama, no podía ser consecuencia de la cena. Ni siquiera de la insulsa novela que estaba leyendo. Ocurría con demasiada frecuencia.

La culpa era esa maldita testarudez mía de acabar cualquier cosa que empezara. Una vez abierto un libro tenía que seguirlo hasta el final, no importaba, como era el caso, que me pareciera un asco y que además estuviera helada sin calefacción en el dormitorio. Pero fuera lo que fuera, yo seguía sin poder dormir y las sábanas arrancadas por los pies subían ya hasta mi garganta.

Una vez entendí que el sueño no iba a aparecer, encendí la luz de la mesita, me enfundé las zapatillas y la bata, y me fui a la cocina. El resto de la casa parecía caldeado. Suerte, pensé, la calefacción sólo esta rota en el dormitorio. El aroma de la cena seguía allí, y mi desesperación también. Si no, no puedo explicarme el deseo repentino de prepararme una tortilla y acompañarla con un cigarrillo. Encontré sin dificultad los huevos en el frigorífico, los saqué, busqué una sartén, y cuando me dispuse a encender el fuego… Me di cuenta… ¡No había comprado el mechero!.

Inicié mi búsqueda en los bolsos, subí a mirar en las repisas, revisé los bolsillos de mis chaquetas, hurgué en los cajones. Nada. Ni tortilla, ni cigarrito.

En toda mi casa no había ni un humilde mechero, ni tan siquiera una delgada caja de cerillas, de esas que normalmente dan con propaganda.
Envuelta en una manta, me dispuse a pasar lo que quedaba de noche en el sillón sin más compañía que la dichosa novela.

Me levanté para poner un viejo disco de vinilo, me apetecía. Sus primeros acordes me acunaron en un vacío que se llenó con rapidez de sensaciones del pasado. Todo empezó así. Es curioso, la facilidad con que a veces se recuperan vivencias ya olvidadas. Volví a levantarme para buscar otra vez, ahora nada concreto, quizá solo pretendiera encontrar el secreto que me apartó de ellas, dejando que el tiempo las cubriera.

De regreso al dormitorio, en un cajón de la cómoda encontré un montón de fotos, lo único tangible que me quedaba de esa vida de la que hablaba el disco. Ahora estaba cubierta por una niebla gris en la que no quería adentrarme, porque temía el efecto de la bola de nieve que me llevaría al abismo. Y ya había estado en él.

Sentí frío. Un frío distinto al que me había asaltado antes. Un frío que me producía arcadas y miedo. Estuve a punto de tirar todo el revoltijo a la basura, cuando una foto se me escurrió de entre los dedos. Me agaché a recogerla mientras me sentía caer. Llegué de nuevo al sillón para enfrentarme a los tres rostros que me miraban, ajenos a mí, felices. Los tres, Lola, Javier y yo misma, Maria, habíamos desaparecido engullidos en el transcurrir de los años. Sin embargo, el lugar donde nos encontrábamos en ese momento había cambiado poco. Las salinas con sus montones de granos de sal, sobre los que aparecíamos recostados, tal vez eran ahora más pequeñas, pero seguían ahí. Solo que ya no nos esperaban como hacían antes, cuando juntos, sintiéndonos orgullosos, indestructibles en nuestra amistad, burlábamos la vigilancia de los guardas para acariciarlos mientras mirábamos la mar.
Allí nos aficionamos a la lectura, con tebeos nuevos o con los que lográbamos cambiar, y con algún que otro libro que sacábamos de la precaria biblioteca. Leíamos en alto, para los tres, incluso conseguimos una pequeña radio que nos permitía escuchar emisoras con música; si la ponían en inglés, nos parecía ya brutal.

Mucho más tarde, siempre tuve la esperanza de que esos libros fueran el talismán que nos unieran otra vez. Incluso creía intuir que ese día leeríamos los versos de Espronceda que entonces nos enamoraban:

“Que es mi barco mi tesoro,
que es mi Dios la libertad,
mi ley la fuerza y el viento,
mi única patria la mar”.

Algunas veces en estos ratos, Amalia, la mujer de uno de los guardas que no tenía hijos, viéndonos allí tumbados estallaba:

¡ Pero almas de Dios ! ¡ Qué hacéis ahí ! ¿ Saben vuestros padres que estáis aquí ?. Seguro que no -se respondía a si misma-. ¿ Y las clases ?. ¡ Allí es donde tendríais que estar !.

Nosotros le decíamos que no, que ese día no teníamos. Siempre encontrábamos alguna excusa y ella hacía como que se la creía; a veces hasta nos acercaba, mientras refunfuñaba, algo de comer. Y así, poco a poco, fue introduciéndose en nuestro pequeño grupo hasta conocernos casi mejor que nosotros mismos.
Ahora me doy cuenta de que cada vez que he necesitado un empujón ella ha estado ahí.

Ese día del que tenía un retazo en mis manos, Javier y yo, de vuelta a nuestras casas, nos separamos, no solo de Lola, sino de la amistad casi perfecta que hasta entonces compartíamos.

Él cumplía diecinueve años; y los dos sabíamos desde hacía tiempo por miradas, por pequeños roces, por esos detalles casi intangibles que acabaríamos viviendo una historia. La nuestra. De la que excluiríamos a Lola. Intentamos retrasar el momento al máximo, hasta que el deseo se hizo insoportable. Teníamos la certeza de que después nada volvería a ser como antes.

Amándonos pasamos esa tarde. Javier desprendía un olor a mar que me emborrachaba. Enlazados nos acariciamos con ternura, mientras notábamos como los dedos nos ardían marcando nuestros cuerpos, y los dos tuvimos la certeza de que esas marcas las llevaríamos toda la vida.

A su lado me quedé dormida. Cuando desperté sentí como sus labios acariciaban suavemente mi frente, luego la boca. Nuestro olor impregnaba aún la habitación, y yo tuve la certeza de que si la felicidad existía acababa de rozarla. El rojo sol de la tarde se escondía.

Me soltó mientras se levantaba a preparar unos vasos de limonada. Me acercó uno, sonreía. Esa sonrisa suya de la que no me cansé nunca. Tiré de él para acurrucarlo junto a mí, y así nos quedamos, sin hablar, yo prendida en sus ojos que no me soltaban.
“No me dejes nunca”.

Se lo prometí; en esos momentos de juventud me parecía posible.

Después todo se vino abajo. Primero nuestra amistad de trío, luego lo que Javier consideró mi traición.

Sentada frente a él, en la playa, le dije que me iba. Quería ir a la Universidad. Hace treinta años las pequeñas ciudades de provincias no tenían. Había que marcharse. Y yo elegí.

Mientras le hablaba, lo veía doblarse como si un puño invisible le golpeara el estómago. Intenté cogerlo, me apartó, no acepto mi abrazo. Le dije que viniera conmigo, me sonó falso. Siempre supe que su mundo estaba allí. La mar, su novia temperamental, como él la llamaba lo tenía bien sujeto.

Yo me fui. Y Lola se quedo. Y espero. Tres años después vivían juntos, con una invisible barrera de sueños perdidos y de odios.

Me rompí cuando me enteré. No lograba unir mis pedazos. Mi corazón cortado por donde estaba unido a él, quedó tan maltrecho, que me parecía imposible que continuara latiendo.

Y volví a buscar. Esta vez alivio. Fue en uno de nuestros viejos libros, con él me encaminé a una terraza de esas olvidadas en invierno. Acabó lloviendo. Una tormenta furiosa y breve tan común en el sur que cesó tan rápida como había empezado. En apenas breves instantes, el sol volvió a lamer las aceras dejando tibieza. Me encantaba ese olor, pero me hundían mis recuerdos.

A partir de ahí, he vivido con algunos hombres, no he conservado a ninguno. Lo que en un principio me atraía de ellos al poco tiempo empezaba a querer cambiarlo. No sé si he intentando buscar otras semejanzas que yo sabía imposibles. Todos pudieron formar parte de mi vida, pero yo no quise.

Los he visto siempre como simples intrusos. Cuando se marchaban todo quedaba en perfecto orden, dejando que la nostalgia en la que me instalé atestara de nuevo mi vida.

Juan fue el único con el que estuve durante casi dos años. Al despedirnos, me dijo que no podía confiar en mí, porque nunca estaría con él del todo. Si me tenía como amante, no me encontraba como compañera.

Me callé llevaba razón.

Nunca superé haber amado a Javier, nunca encontré su complicidad que hacía innecesarias las palabras. Nunca viví el amor en ese después.

Sonó la alarma del despertador. Me sentía la cabeza embotada, con esa sensación de haber bebido y fumado demasiado. Creo que murmuré algo, como si en ese momento, con mágicas palabras, quisiera ahuyentar a los fantasmas de la noche.

Hice un esfuerzo por levantarme y llegar hasta la ducha. La bola de nieve había conseguido alcanzarme.

Miré por la ventana a un día nublado de viento, y sentí que nadie me veía. Necesité con urgencia el sonido de alguna voz. El calor que se desprende de la compañía.

Con media hora de retraso, logré salir de casa. Quería encontrar cuanto antes alguna cafetería en la que templar mi ánimo delante de un buen café, una tortilla y un cigarrillo. Lo errático de mi pensamiento me llevó a entender la expresión: “Mataría por conseguirlos”. Así me sentía.

Después de las últimas doce horas, la suerte parecía sonreírme en forma de luces de bar. Pero no, cuando las cosas se tuercen, lo hacen de veras. En la puerta colgaba un enorme cartel de ”PROHIBIDO FUMAR”.

Peleándome con el viento empujé la puerta para sentarme en la barra y sin pensar decirle al camarero: “Un café con leche, una tortilla y una rayita de coca, por favor”. Fue la mirada incrédula que me lanzó, la que hizo que rectificara: “perdone, he querido decir, un trocito de coca”. Ya más recuperados, viendo su cara de alivio, le pedí un mechero o unas cerillas. Me dijo que lo sentía pero no tenía. Ni cerillas ni mechero. Eso sí, me indicó que dos calles más abajo podría encontrar un estanco.

Lo encontré. De todas mis búsquedas nocturnas fue mi única recompensa. Entré y pedí doce mecheros y seis cajas de cerillas, de las grandes. Si a la señora que tras el mostrador atendió mi petición le pareció raro, se lo guardó.
Mientras colocaba la exagerada compra en la bolsa, pensé que también se acabaría. Y tuve la corazonada de que quizá mi reacción solo fuera una manera absurda de patalear contra la vida. No me importó, era la mía. Llovía sobre mojado.

Encendí un cigarrillo, joder, ¡ qué gusto !.

Sophia

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