33- Pasaje al más allá. Por Catalina

Leticia estaba desesperada; desesperadamente enamorada. Tres días antes de tomar la decisión definitiva echó una carta en el buzón del correo para su entrañable amiga.
30 de Octubre de 1951
Querida Luisa:
Te sorprenderá recibir estas líneas, pero necesito confiarle a alguien todo lo que me sucedió en estos últimos años, y estoy segura que tú eres la persona con quien puedo expresarme sin secretos.
¿Te acuerdas de Vicente, aquel descendiente de italianos que conocí en el último baile de Carnaval? Bueno, luego de aquella noche lo encontré nuevamente en la fiesta de pueblo. Conversamos amablemente y bailamos. Pidió mi consentimiento para escribirme, pues después de aquel día debía incorporarse al ejército, en la Marina, recorrería el mundo y por mucho tiempo no nos veríamos más. Yo acepté su proposición. Cada tres semanas me llegaba correspondencia desde distintos puertos. En cada una de ellas no dejaba de expresar sus sentimientos hacia mí, que por cierto, trascendían la barrera de la amistad. Claro, yo nunca podía responderle porque no tenía una dirección a dónde enviarle las cartas. Hubiera querido decirle que su amor por mí no era correspondido, que para mí sólo era un simpático muchacho.
Mientras tanto, comencé a estudiar de maestra. Me enamoré perdidamente de mi profesor. Él era veinte años mayor que yo y tenía una esposa y dos hijas. Jamás dejé traslucir lo que sentía porque mis padres no habrían aprobado esa relación.
Hace un mes que Vicente terminó de prestar servicio militar a la Patria. Se presentó en mi casa y pidió mi mano. Por supuesto que aceptaron gustosos porque Vicente es de buena familia. Todas mis hermanas están preparando mi ajuar. Sofía confecciona el vestido de bodas; mamá y Cándida preparan sábanas, manteles, camisones y qué se yo cuántas cosas más. Me reprochan mi falta de entusiasmo siendo que estoy prácticamente en las puertas de la Iglesia. ¡Ya no puedo más con esta angustia!
Ayer fui a ver al Padre Pedro y le confesé que no estaba enamorada de mi futuro esposo. Él sólo me respondió que Dios sabrá por qué lo puso en mi camino; y que el amor llega con el tiempo. ¡Estoy harta de escuchar esa estúpida frase! Si suspendo la boda y abandono a Vicente, soy conciente de que la sociedad me va a condenar y que ningún otro joven querrá acercarse a mí por miedo a que le sucediese lo mismo.
Quizás pienses que los demás tengan razón pero te aseguro que no es así, porque hay algo que no te conté: un viernes dije a mi madre que iría a pasar el fin de semana a lo de tía Rosa porque ella me enseñaría a tejer unas carpetas. Tomé el tren que va a San Francisco y cuando llegué, tal como estaba previsto, me encontré con Carlos, mi profesor. Hacía varios meses que estaba viudo y que sus hijas se habían casado y ya no vivían con él.
Luego de tomar el té caminamos por la calle principal y me invitó a pasar a su casa. Me ruboricé un poco y luego acepté la propuesta. Vivía en una fastuosa construcción y yo me sentía la Cenicienta. Voy a evitar los pormenores, pero cuando cayó la noche, hicimos el amor. Ya sé lo que estarás pensando, que no era digna de mí esa actitud; pero puedo afirmarte que estoy profundamente enamorada de este hombre y sólo faltan dos semanas para la maldita boda.
Te pido por favor Luisa que reces por mí, para que tome la decisión correcta, o cargaré con esta desdicha toda mi vida.
No me respondas, pues no quisiera que por error, tu carta fuese a parar a manos mis hermanas o lo que sería peor, a manos de mi madre que para colmo tiene el mismo nombre que yo.
Sueño con escribirte las próximas líneas desde San Francisco, aunque Dios y mi familia no me lo perdonen jamás.
Un beso grande, tu amiga de siempre. Leticia.

La familia vivía en las afueras del pueblo, justo en el límite sur-oeste que marca el comienzo de la zona rural. Leticia había inventado un pretexto para no dormir en su casa aquella noche Dijo a su madre que muy temprano tenía prevista una reunión con el Padre Pedro, por lo que sería conveniente quedarse en lo de una prima, dado que el tiempo amenazaba lluvia y sería dificultoso salir en medio del barro. Recogió todo lo que pudo poner en su maleta: sus prendas preferidas, zapatos, fotos, su perfume, el documento, todo el dinero que llevaba ahorrado desde que era niña y sus joyas. Escribió unas líneas de despedida para toda su familia explicando los motivos de su huida y la colocó debajo de la almohada de su madre, asegurándose que no la encontrarían antes de la hora de partida. Cuando todos estaban dispersos en sus tareas, ató bien fuerte la valija al porta-equipaje de su bicicleta y en vez de dirigirse hacia el pueblo, tomó por el camino del sur que lleva a la estación de tren. Cinco minutos después ya estaba sentada en su butaca esperando el comienzo de un viaje que la transportaría a una vida nueva.
Carlos viajaría también en tren desde San Francisco a San Lorenzo. Allí se reuniría con ella, que supuestamente llegaría media hora antes y juntos iniciarían el recorrido hacia un pueblo cercano donde estarían seguros por un tiempo. Leticia arribó con puntualidad.
Amanecía. La estación de tren tomaba matiz cobrizo. A esa hora, los trenes llegaban del este; se los divisaba como una negra sombra que aumentaba de tamaño y hacía vibrar los viejos bancos con patas de hierro y asientos de madera.
El año mil novecientos cincuenta y uno era muy especial. Llegarían más de cien inmigrantes de origen europeo a habitar las tierras de la zona.
Leticia llevaba sentada allí más de media hora y observaba todo lo que ocurría como si habría tenido una postal frente a sus ojos.
Al sur de las vías se ubicaban los depósitos de cereales que descargaban los trenes provenientes del centro del país. Las paredes eran de ladrillos y adobe; el techo estaba cubierto con tejas romanas. Sus puertas aún estaban cerradas. El viejo candado, algo herrumbrado, parecía un gran crucifijo que pendía de gruesas cadenas. A la izquierda, un caballo negro atado a un palenque, pastaba y se espantaba los insectos con la cola.
Al norte de los rieles, la estación se dividía en dos edificios. Uno más pequeño, donde se encontraban los guardias que vigilaban el movimiento matutino; llevaban trajes gris oscuro y botas de cuero negras. El otro era una edificación más amplia, construida en madera, con ventanas enrejadas y una puerta principal de dos hojas, que permanecía abierta todo el día.
Dos mujeres caminaban hacia uno y otro lado, impacientes, esperando la llegada de algún familiar. Tres hombres parados al borde del andén miraban hacia el naciente, con el seño fruncido; con la mano derecha hacían sombra sobre sus ojos para poder observar las figuras que el sol dibujaba en el horizonte. Otros dos caballeros estaban sentados en la galería del edificio principal; leían el periódico que llegaba semanalmente y fumaban la pipa perfumando el aire de fragancia a tabaco dulce.
Leticia sentía sus manos transpiradas. Se quitó los guantes y los guardó en la cartera. Comenzó a escuchar el inconfundible ruido de la locomotora que se acercaba cada vez más. El corazón le palpitaba tan fuerte que tenía miedo de que los demás lo escucharan.
El tren comenzó a mermar la marcha hasta que se detuvo. Ella se puso de pie y permaneció en el lugar disimulando su ansiedad. Miraba con impaciencia cada pasajero que descendía. Algunos eran señores mayores con mujeres y niños; otros eran hombres solos, de aspecto poco pulcro. Pero ninguno se parecía a la persona que ella esperaba. Su rostro comenzó a transformarse. La preocupación y la tristeza afloraban en sus ojos en forma de lágrimas incontenibles. Se acercó al guarda para preguntarle si faltaba descender algún pasajero más; o si quizás llegaría otro tren desde San Francisco. El hombre le respondió negativamente. Ya no quedaba nadie en el tren, ni vendrían más trenes viajeros. Sólo faltaban arribar los de carga.
Leticia agradeció la amabilidad del caballero y se retiró con profunda desilusión. Carlos jamás la abandonaría en un lugar así. Qué le habría sucedido –se preguntaba. Ya no podía regresar a su casa y no sabía a dónde ir. Caminó con su valija a cuestas hasta el centro del poblado. Pidió a la operadora que le comunique con el número de teléfono de su amiga Sofía, que vivía en Tucumán; pero fue imposible establecer la comunicación. Entonces se dirigió al correo y le envió un telegrama diciéndole que estaría allá en los próximos días. Viajó hasta Córdoba en un vagón de carga, entre bultos, cajones, bolsas de carbón y unos cuantos mendigos, uno de los cuales estaba borracho y la molestó todo el tiempo. Otro trató de defenderla y desenvainó un cuchillo provocándole una herida en la mano. Leticia estaba horrorizada y se sintió aliviada cuando el tren se detuvo. Bajó apresurada y se dirigió a la ventanilla para adquirir un pasaje a la ciudad de San Miguel de Tucumán, pero le dijeron que sólo quedaba uno que la llevaría a Santiago de Estero y cuyo horario de partida era las ocho del día siguiente. Sin otra alternativa, lo compró y durmió en un banco de madera con la cabeza sobre la maleta esperando que amaneciera. Se despertó varias veces, sobresaltada por los ruidos que le eran extraños. Por fin llegó el ferrocarril que la sacaría de ese lugar infernal. Las condiciones en que viajaba no eran las óptimas, pero mejores que las del vagón de carga. Al atardecer estaba en la ciudad de Santiago de Estero. Allí fue informada que por cinco días no podría llegar por ese medio a su destino pues la máquina de la locomotora estaba en reparación.
Sola y desesperada se sentó en el andén a llorar sin consuelo, con la cabeza entre las rodillas, y el rostro cubierto por sus manos. Un guarda se acercó y le preguntó si podía ayudarla. Luego de conversar unos minutos, el buen hombre le aconsejó hospedarse en una casa que pertenecía a la parroquia del lugar. Aquella noche durmió en el alojamiento parroquial y el sacerdote le ofreció gentilmente la posibilidad de permanecer allí todo el tiempo necesario, pero Leticia anhelaba llegar a lo de su amiga. Caminó por la calles de la ciudad hasta que llegó al mercado. Preguntó si no había algún camión que viajara a Tucumán. La suerte estuvo de su lado, pues había un camionero listo para partir hacia Jujuy, previo paso por la capital tucumana. El muchacho viajaba con su esposa y sus dos hijos, por lo que no le quedaba lugar en la cabina del vehículo, sólo restaba la probabilidad de viajar en el furgón. Leticia aceptó sin condiciones, y viajó en medio de los cajones de sandías, melones y naranjas.
Cuando llegaron, la bajaron en la plaza principal y le indicaron hacia dónde debía dirigirse para encontrar la dirección que buscaba. Caminó tres cuadras y se detuvo en un almacén a comprar unas galletas, donde también vendían periódicos. Compró uno. Pasó frente al correo y entonces decidió enviar un telegrama a Carlos para avisarle que estaba a punto de llegar a la casa de su amiga; que sería buena idea que permanecieran un tiempo en esa ciudad hasta establecerse definitivamente en algún lugar. Mientras esperaba que la atendieran se sentó a leer el diario. Sintió que el corazón se le detenía. El titular decía: Descarrilamiento del tren que une las ciudades de Córdoba con Bahía Blanca. Habría más de veinte víctimas fatales. Entre ellas figuraba el nombre de Carlos Alcides Ruiz.

Catalina