29- Entre sombras. Por Salicaria mayor

La sonrisa. cuando niña, ya le prolongaba los dientes más allá del esmalte ya rompía su cintura el equilibrio de la torre del pueblo. Era rostro de amada posesión, orgullo no disimulado en el corazón de una mujer y un hombre, artífices del embrión que pronto seria arbusto suntuoso.
Ellos, campesinos modestos, siempre con los ojos en la tierra, atentos a su origen, parecían aumentados desde el día que completaron la pareja. Alfonso y la nena sumaban un propósito de relevo la aurora que justifica todo sacrificio .
Aquella meseta abatida por la monotonía, aquel paisaje de escuerzo despellejado, honda herida por donde extiende el verano lametones de fuego se aupaba ahora radiante, una geometría de amelgas para la despensa de los hijos.
– Quiero ver al sargento.
El guardia de servicio, joven, deslumbrado por la megafonía del talle femenino, abomba el pecho, ensaya una sonrisa y piensa que la muchacha que tiene enfrente es un capricho de la forma, una figura modelada por el dios del deseo.
Dos compañeros, con una excusa ingenua, entran en el recinto, la miran boquiabiertos, se recrean en la perfección de su cuerpo y desaparecen. El rojo granate da Un vestido ajustado acompañará mucho tiempo sus noches de duermevela.
Nervioso, impreciso, el guardia de servicio todavía consigue retener entre los dientes la expresión de un justificado entusiasmo – el puesto exige gravedad, compostura -, pero los ojos se le van enredando entre negros cabellos sueltos como oleaje de sombra. No es frecuente ver una mujer tan deslumbrante en la antesala de una comisaría de distrito.
– Un momento, señorita.
¿Qué estaría sucediendo ahora en el pueblo oxidado que la viera nacer?
Imagina a su padre sentado junto al fuego, el pelo canoso. cada día más escaso, la mirada entre desesperada y sumisa, inexpresivos los labios, apenas un trazo de rebeldía resbalada hacia dentro, el alma parecida a los árboles quemados
¡Pobre papá! ¡Cómo estrecharía contra su pecho las manos ásperas que organizaron el campo!
Tiempo atrás se había marchado el ama, difusa fotocopia de la moza sana que lo deslumbrara un día y ahora Alfonso hundido en plena juventud un mazazo súbito. Noche tras noche, envuelta en aquelarres de pesadillas, ella, la hermana mimada, había sentido el golpe de su cuerpo desplomado en una calle cualquiera.
– El sargento está muy ocupado.
La niñez la estuvo besando desde todas las cosas. Fueron días de privaciones pero alegres, sueltos: un gatito glotón que parecía de espuma, juguetes ingenuos, travesura de primeros secretos desvelados, dos ojos siempre abiertos a los sucesos del alba.
Y Alfonso en el campo desde pequeño, el segundo hombre de la casa derramando sudor sobre gasones rebeldes, sobre la tástana provocada por la sequía. Luego, cuando la mente se le hizo grande desde los surcos se le escapaba hacia lo desconocido, hacia soñadas lejanías donde el hombre tiene comodidades, cambia las alborgas por zapatos de piel, se realiza.
– Es un asunto importante.
¡Si todo se hubiese detenido entonces! … Pero los años fueron pasando como incendio que se devora a sí mismo y el mundo de las muñecas dio paso al de los espejos.
Era ya una mujer, la más esbelta, la más deseada del pueblo.
Su cuerpo, antes ignorado, parecía un sueño dividido en haces de presencia. Voz interna le dijo entonces que la juventud es desafío, compromiso de victoria, que los seres humanos no tendrían sentido si no hubiera horizontes, y las pulsaciones de su corazón sonaron a despedida. Cada día le pesaba más el esqueleto pálido de la llanura, el tedio de callejas mustias y quiso darle a su vida otro significado.
– ¿Documento de identidad?
El pueblo le acerca silencio de caminos despreocupados, un cuerpecillo leve amontonando besos, amigas que arrastra con simpatía en la memoria, agasajo
de albornias con olor a confituras caseras, pero si ahora regresara nada de esto tendría el mismo sentido. Casi todo lo que fuera entonces la respuesta de su sangre está ya en el cementerio. El lugar, apenas cuatro bardas de adobe acuchilladas por el sol de la meseta, hileras de nichos paralelos, numerados, ordenando la estúpida aritmética de la muerte, ocupa ahora con dolor su pensamiento.
– No lo traigo.
Madre derramada en barro de soledad, rostro querido que poco a poco se va quedando fuera de la memoria. Y allí también Alfonso, con el corazón disuelto, creciendo hacia abajo como las grandes dimensiones. Si ella hubiese seguido su consejo, casada en el pueblo con alguno de los muchos que la querían, su vida no fuera en estos momentos un suceso de naufragio. Pero poco útiles son ya las conjeturas. Alfonso ha sido atrapado por el polvo, ese cazador que nunca se fatiga, y ella está hundida, empujada hasta la antesala de una comisaría por despecho, por impulso de asco contra la gente y contra ella misma.
– ¿Su nombre, por favor?
La ciudad semeja funeral de arañas, jardín da flores tóxicas árbol con enormes ramas de piedra, alcantarillas y abatideros por raíces. Le dijeron que no llegaría lejos sin una cultura sólida, sin un oficio, pero ya había decidido su conquista, gatear escalones con el apoyo de una figura atractiva y ningún argumento la pudiera detener.
La moza pueblerina la lejana niña de labores caseras, más impulsiva que juiciosa, comenzó la nueva andadura como bailarina de conjunto, carne de comparsa en espectáculo frívolo: muchachas agitando caderas como diosas rebeldes, la música, el alcohol, las bambalinas del lujo.

– Usanda Gómez»
Siempre hay un hombre en el centro de toda mujer aunque otros muchos se hagan orilla en su regazo, y el suyo se llamaba Toni. Era para ella lo nuevo, lo novelesco.
Algunos le dieron a entender que el chicoleo del galán, la arrogante fanfarria arropaba impotencia, un descontento intimo frente a capacidades superiores; le insinuaron otros que estaba fichado, que olía más a cárcel que a confesionario. Ella, inexperta, huérfana de una mente analítica, no supo verlo, tal vez ni siquiera lo quiso.
En cualquier caso, preferible era Toni que habitar la juventud con la niñez a cuestas.
Un hombre dentro del alma, una familia arrinconada en la cartera: principio de madurez.
– Pase.
Ha meditado este momento, el choque primero contra la mirada del sargento y no le ofrecerá una imagen débil, ridículo: piensa hablar con juicio, controlando los impulsos de su corazón.
Los últimos hechos, mientras traspasa la puerta del despacho, le salpican la mente como fogonazos de tortura: Toni en cabeza, entrando decidido, firme la mano que empuñaba el arma, los otros dos inmediatamente detrás, desplegándose hacia ambos laterales, luego ella, metida hasta el cuello en un juego peligroso por compromiso de fidelidad, estúpida como cualquier enamorada ingenua ¿Sería él capaz de semejante riesgo por nua mujer? Todos enmascarados, todos con movimientos precisos; todos, ya conseguido el botín, rápidos hacia el automóvil que esperaba a punta de gas. Luego, sorpresivamente, apenas iniciada la fuga, sirenas que zumban como nanas de la muerte, gente asustada que desaparece de la vía pública, Toni apretando el gatillo… y un hombre uniformado que cae al suelo, llevándose una mano al corazón.
– Soy la que iba con ellos, cuando lo del banco.
Ya esta hecho. Ya, aunque el resto de sus días sea desfile de rejas, ha pasado el momento más áspero. el más incómodo. Aquí, sobre la mesa del despacho, acuchillada queda la fiera que le viene arañando la conciencia desde aquel día

nefasto. Vencida se siente, víctima del atropello colectivo de la gran ciudad, zarandeada por un torbellino humano que sobrepasa su medida y ésta la venganza.
El sargento, mirándola con extrañeza, acaso con compasión, como quien contempla un naufragio, le dice que su decisión es digna, meritoria, atenuante, pero que todo arrepentimiento público viene marcado por una causa específica.
– ¿Motivo de su confesión?
Usanda Gómez, relajada bajo el clima cómodo que el hombre de los galones amarillos ha creado a su alrededor, no se anda con rodeos, ni siquiera con esas poses estudiadas que algunas mujeres utilizan para ablandar el ánimo del oponente. Erguida, firme, inundando de rojo granate el despacho con la fragancia que le rebosa por el vestido, lanza al aire su confidencia, su terrible secreto, como quien se arroja al vacío completamente desnudo:
– El Policía asesinado era mi hermano.