20- Tazas de mate. Por Guayarmina

 Cuando fui la primera vez a hablar con Neruda, no pensé que fuera a encontrarme con aquello. Yo siempre he sido un maniático del orden. Había tomado por costumbre comprobar que todo estuviese en su sitio, incluso lo que llevaba en la cabeza.
En aquel momento, tenía claras dos cosas; que no se me daba nada bien redactar unas lineas para impresionar a una chica y que aquella Viviana Margarita estaba a punto de volverme loco.
Estoy seguro de que en otras circunstancias no se me habría ocurrido ir a molestar a Don Pablo. Y, mucho menos, ponerme a hablar de mis problemas. “Qué si mire usted, que ni duermo ni como y que ella no me hace ni caso” “Qué adonde voy yo con un nombre tan feo como Giliberto…”
Pero Don Pablo era único para arreglar problemas fáciles. Lo de Viviana Margarita le pareció una cuestión trivial. Eso me dio ánimos. Me citó en su casa. De camino notaba como me flaqueaban las piernas. ¡La casa del poeta!
Subí la cuesta y, a punto estaba de marchar cuando salió a mi encuentro. Iba vestido con un pantalón de faena y una camisa vieja. Pensé que habría trabajado en el huerto y había olvidado por completo que yo iba a llegar de visita.
Abrió las cortinas para invitarme a pasar a la pieza. Lo primero que vi encima del sillón fue la rebanada de pan con un filete de tocino. No había plato por ningún sitio. Sí, un trozo de queso enmohecido, unos calcetines sucios, periódicos atrasados y ropas sudadas formando una bola. Lo empujó todo contra una esquina y me invitó a sentarme. Dudé, ya lo creo que dudé.
— Si le pillo en mal momento, Don Pablo, vengo más tarde.— le dije.
— No te preocupes. Trabajé toda la noche. ¿Y decís vos que la dama es muy linda? — me preguntó mientras me alcanzaba una taza de mate.
Hablar de Viviana Margarita me hacía olvidar todo lo demás, las manchas de aceite con las que acabarían los pantalones si me sentaba en el sofá, las tazas recicladas media docena de veces antes de probar el jabón.
— Sí, Don Pablo. A mí no se me apaña como hablarle. Por eso pensé en usted. Se le da bien la pluma.
— Pues sí, muchacho, eso dicen algunas veces. Como ves, mejor que poner a punto esta casa. Me inspira el desorden. Pero no se lo cuentes a nadie. Es como buscar los versos escondidos en el fondo del mar.
— ¡Ay!, Don Pablo. Por mí no se preocupe.
— Ya, muchacho. Vamos a lo que nos ocupa. Vos habeis de saber que esa Viviana Margarita también buscará allá adentro de usted. Qué mis versos pueden alcanzarla algo, lo justo para romper el hielo. El resto, es cosa suya.
— Sí, sí. Pero se me traba la lengua. Soy patán y se me suben los colores…
Supe que Don Pablo no transigía con las dudas. Me había mirado bien tieso y había dicho, cómo sólo él sabía decir, que si quería conseguir algo, no debía quedarme sentado sino mover el culo. Eso sí que era propio de su carácter.
Don Pablo, el revolucionario, el que no tenía pelos en la lengua, el que el día menos pensado tendría que fugarse al anochecer antes de que le atravesase el corazón una bala que llevaba escrito su nombre.
A Don Pablo le gustaba frecuentar el café Morgana. Allí se reunía con los intelectuales, recitaban poesía y hablaban de la situación política cada vez más insostenible. Los patrones explotando a los obreros, los pobres cada vez más pobres. Y las luchas de clases.
— ¿Sabes muchacho? El corazón no entiende más que de amor. ¿Esa chica es mucho para vos, decís? Ya veremos…
Estábamos aún platicando cuando llegó el cartero por el camino.
— ¡Don Pablo, Don Pablo! Hoy tiene carta. Un certificado.
Dio un salto, salió corriendo, echó un garabato en el cuaderno y rasgó el sobre. ¿Y saben lo que pensé? Qué si a mí me hubiesen traído a Viviana Margarita habría hecho lo mismo.
— ¿Buenas noticias, Don Pablo?
— Ya lo creo. Mis versos del capitán. Han dado vueltas por más de una veintena de periódicos, hasta que al fin, publican.
Vi la resolución en su sonrisa. El cartero se despidió contento mientras Don Pablo sacaba unos folios amarillos y leía algunos versos.
— ¿Qué te parecen? —preguntó.
— Tristes.
— Sí, muchacho. En el amor también hay tristeza.
Entendí a ese hombre que había perdido a su esposa, que tenía la comida encima de los sillones y que protestaba cuando debía callar. Pensé cuan distinta era mi vida. Y resolví que pasara lo que pasara con Viviana Margarita, debía seguir adelante.
— No os olvideis de contarme como le fue.— me dijo.
Planeé un encuentro casual con la chica. Sus costumbres era tan ordenadas como las mías. Primero le hablé con los versos prestados hasta que se detuvo. Supe que apenas me prestaría atención unos minutos. Entonces le abrí mi corazón de verdad. Con desorden. Desde el revoltijo que me provocaba ella. Me miró tan aturdida que no insistí más. Aunque me alejé de ella con la pena de no ser correspondido, me fui satisfecho por haberme atrevido a hablarle. Sin Don Pablo, eso no habría sucedido.
Volví a visitarlo a los quince días para manifestarle mi gratitud. La chica me había rechazado y yo era un superviviente.
No me extrañó nada ver el tocino en el mismo sitio, con los calcetines encima y las tazas de mate, recicladas de nuevo.
— Y bien, ¿cómo fue?
— Mal. — le confesé sin reparo.
— ¿Y estas triste?
— No más que los versos tristes escritos en noches estrelladas y sacados del fondo del mar.— traté de repetir lo que me había enseñado para decirle a Viviana Margarita.
“Puedo escribirte los versos más tristes esta noche. Escribir por ejemplo, la noche está estrellada y titilan las estrellas a lo lejos”.
Don Pablo tenía una voz recia al recitar. Señaló con los dedos la Osa Mayor, la estrella Polar, Casiopea.
— Me voy a España, muchacho. Aquí no me quieren. Pero ellas — dijo señalando las estrellas con los dedos— están en todas partes. Las mismas.
— Sí, Don Pablo. Pero prométame una cosa.
Fue él quien dudó un segundo antes de decir:
— Está bien.
— Qué éstos no sean los últimos versos que usted me escriba.
Desde entonces, era yo quien esperaba al cartero con ansia, daba gritos al recibir carta y la leía abandonando el huevo frito en el sillón.