17- Hibernia. Por Bouvard
Los espejos son abominables porque multiplican en un esfuerzo perverso la imagen del hombre, ya lo supuso Borges. Y hay que evitarlos en la soledad del estudio. Más aún cuando uno amanece con un golpe en la cabeza y con los cajones revueltos, la cama volcada, el audiolibro en latín perforado.
Los últimos textos analizados relacionan el reflejo y la mecánica cuántica con todo lo que sucede en esta época, con Hibernia, con el tiempo detenido, con ese desasosiego que preocupa a los científicos de permanecer estáticos, de no marchar hacia delante y descubrir algo nuevo. De un momento acá todo eso (el carácter lineal del tiempo, dicen) se acabó: el mundo está sumido en una pausa. Apartar un poco la cortina y ver en la calle al hombre de negro, en la esquina, con su paraguas de siempre. Entonces agarrar el polar, abrir la puerta cerrada con dos vueltas de llave y salir al invierno, esperar a que el vigilante se canse de su propósito y hacer de perseguidor.
No son pocos los que creen que en los escritos en clave del filósofo Roger Bacon, o en los propios textos que nos dejó el Abad Tritemius, se encuentra la respuesta a la clave del tiempo, una máquina imparable que gira sin un aparente propósito. Un análisis serio, consagrar la vida al estudio exclusivo de las obras clásicas, le hace a uno conocedor de secretos, adivinador del mecanismo que puede hacer que el tiempo se atrase y contraiga al antojo. Los escritos apócrifos del propio Borges hablan de un testamento redactado por un árabe loco, por Abdelesar, donde con las guías precisas el hombre puede retornar a la vida con apariencia de otro, un nuevo avatar. Y esa guía, que puede parecer fantástica y atrasada a los propósitos de la ciencia moderna, ha constituido el inicio de mi estudio. Lo demás son un cúmulo de operaciones rigurosas ocultas tras los textos de Tritemius y Bacon, derivaciones del Corpus Hermeticum de Hermes Trismegisto, las nuevas averiguaciones sobre la matemática de motivos, la mecánica cuántica, el estudio permanente del que hablábamos. Pero si se da el fallo, si uno no acierta con la combinación precisa, el caos se dispara y es inabarcable, y en medio del caos la espiral del eterno retorno amenaza…
El hombre de negro se mueve con sigilo entre la gente, resbala su cuerpo entre los otros cuerpos en un juego elástico. La historia está plagada de esos enviados, aparecían para quemar libros, desparecían con secretos inauditos. Su objetivo era evitar que alguien pudiese conocer lo innombrable: la biblioteca de Alejandría ardió a sus pies. La pregunta que puede hacer que uno se apiade de él, del censor en el sentido estricto: ¿acaso yo sería uno de esos hombres de negro si no confiara en el individuo? ¿Si tuviese la certeza de que todo está corrompido y que esta sabiduría sólo perjudicará el devenir no intentaría destruir mi propia obra? ¿En el conocimiento duerme la destrucción?
Hibernia es una ciudad despiadada, ya hará varios años que estamos sumergidos en su invierno cruel. Pocos recuerdan cómo se desvanecieron las otras estaciones, lo que nadie creería es que esta Hibernia es causa de ciertas invocaciones salmodiadas dentro de un Pentagrama, que es un primer intento, que fue mi primer intento, por manejar la vida… Sube al tranvía. Cierra el paraguas. Va al fondo del vagón, la intención es vigilarle sin que sospeche, ocultarse entre los pasajeros. Antes de subir ha examinado con escrúpulo a todos y cada uno de sus integrantes, porque si de algo huyen esos hombres de negro es del investigador antiguo, de aquéllos que saben de su existencia por la lectura inevitable de sus idas y venidas a lo largo de los siglos. Y ellos saben de todos aquéllos que conocen el secreto, sus fuentes son inabarcables, nadie puede adivinarlas.
El Abad Tritemius creó un código, la esteganografía, jamás nadie dio con su verdadero significado. Acaso John Dee, un criptógrafo y cabalista del siglo XVI estuvo cerca de conseguirlo, pero sus delirios y las conversaciones que (presuntamente) tenía con otros seres a través de un espejo de antracita, acabaron con él. Con su fama. Con su mente. Tras el código se oculta el principio de la verdad. Y lo que ahora importa es terminar con la única persona que puede dar al traste con el gran secreto, con ese hombre de negro que vigila día tras día desde la calle, que probablemente habrá revuelto la habitación haciendo su trabajo después de golpearme, no recuerdo más. Él es lo único que amenaza al proyecto. Es cierto que las cátedras universitarias, duchas en todo lo conocido, son también un escollo. Galileo, todos los genios, sufrieron la incomprensión hasta que les llegó el momento del juicio universal; en el pesaje de su sabiduría, con los siglos, se les consideró grandes sabios. Lo que eran Y eso es lo que importa: el futuro. Aunque si uno puede dominar a su arbitrariedad el tiempo…
“La ciudad es un bloque de hielo”, este es uno de los titulares con los que abre hoy el periódico. El principal. Siempre se exageró sobre el cambio climático, y esta época recuerda a los científicos la era glaciar. Si ellos supieran que está provocada desde la invocación, desde las cuatro paredes de mi estudio, desde ese Pentagrama sagrado que el gran Eliphas Lévi más o menos adivinó en su tiempo… Pero el hombre de negro baja del tranvía y camina a grandes pasos, atraviesa un par de calles y mi caminar se funde con la cadencia de su caminar. La paradoja. El gran problema del manejo de las estaciones es el bucle: que se repita infinitamente la misma situación. Esa variable ha dado quebraderos de cabeza a no pocos autores especializados en eso que llaman “ciencia-ficción”. Una palabra despectiva en cuanto que supone que es algo que sólo puede ficcionarse mediante personajes y adivinanzas literarias. Un solo error en el proceso y el presente será infinito, se fundirá en un eterno retorno, y la ficción que tantos autores han supuesto sería una espantosa realidad.
Se detiene en una portería, saluda a una pareja que sale del edificio, llama al ascensor. Hasta que no se mete dentro de él permanezco a la espera, vigilando. Luego le pregunto al portero. Deja el crucigrama que está rellenando. Se extraña cuando le describo ése hombre que ando buscando, de espaldas anchas, botas y vestimenta negra, bigote y manos nerviosas, y más cuando le digo que vive allí, pero me da la respuesta que busco, y subo las escaleras de dos en dos. Una puerta se cierra. Pensar que toda la sabiduría ya se encontraba velada en los textos herméticos que conocemos, ya el siglo V con toda su evidencia, le hace a uno desviarse y ensimismar el objetivo. Pero las ganas por destruir todo lo que puede impedir el conocimiento regresan.
Uno llama a la puerta y baja la cabeza para no ser reconocido, espera a que le abran, ese hombre lo hace. Y entonces el cuchillo que uno guarda debajo del abrigo salta de la mano al cuerpo del desconocido. Es no acertar y perder el equilibrio, reponerse y golpear brutalmente en su cabeza con los puños, enzarzarse en una pelea y rodar por el suelo enmoquetado, hasta que llega el golpe definitivo y se apagan los gruñidos, luego hay que arrastrar el cuerpo a una de las habitaciones, y cerrar con dos vueltas de llave la puerta de la calle para poder examinar ese piso que huele a guarida antigua. Entonces uno cree que el mundo se cae, que esa Hibernia fría será permanente y se repetirá como castigo divino hasta el infinito.
Esa es la misma habitación, son los mismos documentos que uno ha estado revisando durante años… Allí, están allí, con ese orden personal próximo al caos. Apuñalar de rabia el audiolibro en latín, remover los cajones, volcar la cama para ver si allí está guardado el por qué, renunciar a la lucha, ver antes de caer desmayado la cara de ese hombre de negro, tu propio rostro en ella, desfallecer al adivinar de soslayo el rizo perpetuo que uno ha creado. Uno es el hombre de negro porque uno es todas las posibilidades, jardín de senderos que se bifurcan. Saber que el futuro no recibirá bien la obra fundamental y que la única opción que quedará es destruir la génesis de ese conocimiento. Y mirarse en el espejo abominable antes de sucumbir. En él queda reflejado el perfil del aquél que yace en el suelo y que pronto recuperará la conciencia. El hombre de negro aguarda en la calle. Nieva.