12- Don Enrique. Por Berta

 No fue afortunada la idea de colocar en el baño un espejo de cuerpo entero. La vanidad de Carola, hombre, hay que ver. Pero colocarlo justo enfrente de la ducha ya constituyó delito: no encuentra manera de desviar la mirada, aunque se esfuerza. Siendo consciente del problema, hace firme propósito de no despegar los ojos de los pies, pero el cristal, malévolo, medio empañado, le atrae con tal intensidad que sospecha que en el fondo de su naturaleza se agazapa una hebra masoquista. E inevitablemente, reaparece el cuadro de cada mañana, más esperpéntico hoy, tal vez. Lee en el espejo, de izquierda a derecha y vuelve a percibir, como cada día, la grafía inequívoca de los signos de interrogación: el pecho plano, enclenque, pulido, sin la más mínima protuberancia ni vello, se continúa, casi abriéndose en ángulo recto, con el semiesférico abdomen. No ve don Enrique figuras geométricas, sino la apertura indiscutible de una pregunta, seguida por su gemela invertida, sin apenas espacio intermedio entre las dos. La cabeza, demasiado redonda, también desprovista de pelo, llega al endeble y largo cuello tan en perpendicular que ambos contornos, cráneo y pescuezo, dibujan nítidamente el descendente símbolo inquisitorial.

 Don Enrique reconoce en esa imagen su esencia, resignado. Una pregunta sobre nada, silenciosa, deslizándose en el vacío sin consciencia del tiempo. Un signo de interrogación torpemente bermejeado por algún preescolar poco hábil.

 Carola, sin la suficiente imaginación para percibir ni signos de puntuación ni geometrías en el perfil de don Enrique, ve un pollo desplumado, recién escaldado y raquítico, al que procura no contemplar.

 No comprende don Enrique por dónde se le han pasado las horas. No recuerda haberse afeitado, ni haberse colocado meticulosamente el nudo de la corbata. Tampoco lleva en el paladar el regusto amargo y delicioso del café. Y sin embargo camina hacia la secretaría del colegio. Nota la falta de ruido en sus pasos y se congratula, no deben verle. Aunque lo importante no es la presencia de alguien, él es el director, va y viene cuando y por dónde necesita, busca y rebusca, siempre lleva papeles en la mano, carpetas, cierra la puerta de su despacho…

 Lo único que debe habitar entre los rubicundos signos ortográficos de su figura es un amago de conciencia que le importuna. No debió ceder nunca a las pretensiones de su prima para que el chico entrara en su colegio, y menos con el compromiso de aprobar.

– Es su última oportunidad, Enrique, para sacarse el título de bachiller. Así que tú verás.
– Pero si él no quiere estudiar…
– Eso ya me lo han dicho en los colegios anteriores. Pero no vamos a dejar al niño sin un bachiller. Por lo menos un bachiller.
– No tan niño, Eulalia.
– Por eso. Ya va siendo hora de que termine. Así que en tus manos lo dejo.
– No sé que puedo hacer yo…
– Para algo servirá ser el director, digo yo.
– Yo no puedo presionar a los profesores. No voy a perder mi autoridad, se entiende… La ética…
– Valiente autoridad que no te sirve ni para ayudar a la familia… porque recordarás que nosotros somos la única familia que tienes.

 Revestido de director, no echó a su prima Eulalia a cajas destempladas, no se lo permite la dignidad del cargo. Como pariente lejano, tampoco, se le ablanda el corazón y le tiemblan las piernas. El problema surgirá si se descubre que fotocopia a tiempo las propuestas de examen y se las envía al profesor particular del “niño”, pero todas las precauciones se tomaron, ni siquiera el angelito conoce el truco, porque además de vago, es un bocazas.

 ¿Y por qué he de tener yo escrúpulos, vamos a ver? ¿No sería más productiva una memora más fiable, por ejemplo?

 El malestar de cada vez, hoy se acentúa. Ni siquiera un repaso mental a la prensa calma su ansiedad. En otras ocasiones, constatar la pléyade de iniquidades que abarrotan diariamente el periódico, le servía de lenitivo.

 La vio antes de doblar la esquina, o esa fue su impresión. ¿La inspectora hoy aquí? El otro día prometió que volveríamos a verla, pero tan pronto… Claro que se le notaban las aviesas intenciones… ¿Qué bicho le habrá picado hoy a esa arpía?

 Son las programaciones, seguro… las miraba con lupa. Sobre todo las de primaria… si no consigo que esas tres brujas del primer ciclo me entreguen unas programaciones decentes… Que no sirven para nada ya se sabe, pero los requisitos se cumplen, hombre. A lo mejor son los horarios, que tampoco le quitaba ojo al cuadro y no hacía más que menear las melenas sobre el dichoso horario sin acabar de convencerse.

 Una punzada le atravesó el estómago: ¡El sustituto nuevo no tiene cursado el CAP! Eso, eso es, que se ha enterado. Naturalmente. ¡Qué va a ser si no!

 Don Enrique camina con pasos menudos, quiere aparentar calma. Compara el corte elegante del traje de chaquete de la detestable mujer con el suyo, deformado por los sinsabores de tantos cursos académicos. Siente el miedo aletear en la cara interna de sus bracitos, de sus muslos. Y de pronto la ve alejarse. La ve cada vez más al fondo del pasillo, pero ella no camina y él no deja de avanzar, aún con pisada queda.

 El peso de la responsabilidad, que dice Carola, pero que él sabe que no es cierto. Nunca el trabajo ni las obligaciones le dieron dolor de cabeza. Hace relativamente poco que ha descubierto la causa de sus pánicos: es la intolerancia feroz al ridículo, la excesiva importancia a la opinión ajena.

 Toda una vida construyendo una imagen que debe cuidar… No son remordimientos lo que le dificulta la innoble sustracción de preguntas de examen, sino el temor a dañar la frágil estructura de su credibilidad pública. Cuida su comportamiento con exageración por la misma razón que se viste cuidadosamente: para disimular el interior.

 No es temor a que sancionen al centro por tales menudencias. Por férreas que sean las exigencias del ministerio, por mucho que presione la inspección a los pequeños colegios como el suyo, no podrán saltarse la ley, nada grave va a pasar… Pero si la inspectora protesta por algo, se hablará de la falta de rigor de la dirección, o de sus yerros, o de su incompetencia… o de cosas peores con peores fines… ¡Eso no! ¡Eso nunca! ¡La muerte antes que el entredicho!

 El escándalo vino del gimnasio. Don Enrique duda de cuanto le está pasando. La terrible amenaza de la inspectora, repentinamente, no está. Es imposible, pero no la ve. Es cierto que la sensación parecía provenir del pasado, ilusión fácilmente interpretable ante el deseo de no verla, pero estaba. ¿Se ha ido? ¿Cómo? ¿A dónde?

 Los gritos aumentan y ascienden. ¿Qué pasa en los vestuarios? Corre rellano abajo, los dos tramos de escalera se alargan, crecen, se multiplican. No termina de llegar don Enrique y las voces no cesan. Intenta calmarse, teme pisar mal un escalón y caerse. Son los chicos que aprovechan cualquier circunstancia para desfogarse, adolescentes en perpetuo estado de ebullición, desmedidos, desbocados…

 Hace mucho que no baja a los gimnasios, que no curiosea por los vestuarios. Conoce el motivo: las excusas se agotaban y el riesgo de dañar su reputación no le permitió volver. Ante todo, discreción, corrección, rectitud, seriedad, prestigio.

 La puerta está cerrada. Justificadísima su presencia, ante el griterío, lo sospechosos habría sido no acudir. Empuja la hoja practicable y entonces desaparece el ruido, contra todo pronóstico. Se encara con uno de los alumnos de último curso de bachiller, precisamente ese que no se quita de la cabeza en las últimas semanas. El silencio inesperado le invita a levantar la voz y recubrir su azoramiento de autoridad.

– ¡Haga el favor de recogerse esos pelos!
– Pero don Enrique…
– ¿Alguna objeción? ¡Que se ponga el coletero!
– Si ayer me obligó usted a quitármelo…
– ¡En la clase! ¡En el aula no, pero aquí se lo pone!

 La carcajada estalla. No ve al resto de los chicos, pero los oye. Echa una ojeada y descubre allá al fondo, agarrados a la barra para no caerse, al profesor de matemáticas y a la profesora de música, doblándose de risa.

 No le falta más, a don Enrique, que darse la vuelta y encontrarse con la inspectora. Y ese hombre que la acompaña le resulta familiar…¡el padre del chico! Si ahora los padres llegan a la insolencia de enfrentarse hasta con el director y decirle lo que debe o no debe hacer…O percatarse de que lleva puestas las pantuflas de fieltro. Ya le parecía que iba muy cómodo.

 ¡Sí! ¡Ese dolor oportuno! ¡La muerte súbita soluciona tanto…! ¡Bienvenida al óbito salvador, al liberador colapso! ¡Salve, muerte rescatadora!

 El aliento no le alcanzó para más que un leve suspiro. El dolor en el pecho le impidió moverse. Abrió los ojos y reconoció su cama. Notó la proximidad del cuerpo de Carola, ajena a su padecimiento y se recogió cuanto pudo para no tocarla. Sigue sin comprender cómo pudo casarse, no le sirve de disculpa la excesiva juventud de entonces cuando no discernía con claridad entre atracciones y repulsiones. Trata de compensar su mayor error procurando una mansa convivencia.

 Reconoce su situación, va espabilándose. Siente alivio anta la evidente ausencia de la reteñida inspectora, se tranquiliza comprobando que las zapatillas azules descansan en la alfombra, pero no se despega de la cabeza el torso desnudo del muchacho, visión onírica que le desasosiega, y aún más, sus brazos poderosos alzándose para recogerse la coleta.

 Acaba de vislumbrar la salida, tuvo la dulzura de la libertad tan deseada al alcance de la mano y considera injusto que haya sido un engaño. Ha paladeado la solución a tanto desvarío y tan solo fue una falacia. No, no es justa la vida de don Enrique.

 El despertador irrumpe con violencia en la incipiente mañana y su corazón redobla tal que si recibiera una descarga eléctrica. El dolor del pecho sólo es la consecuencia de una mala postura, se le desvanece la posibilidad del infarto. Carola gruñe y se despereza durante unos segundos, los mínimos para decidirse a salir de la cama. Don Enrique se acurruca.

– ¿No te levantas?
– Déjame.
– ¿Estás malo?
– Puede.
– ¿Qué tienes? ¿Llamo al médico? Estás sudando.
– No.

 No podría explicarle al doctor que su resistencia está agotada, que le resulta imposible enfrentarse otra vez con la incisiva inspectora, que prometió volver y lo hará, con el claustro de profesores que ni siquiera por costumbre le respeta, con las hordas de niños y jovenzuelos que han perdido la vergüenza porque en las casas ya no se educa a los hijos, con las órdenes de Carola, cuya proximidad ya llega a producirle asco. No podrá mirar a esos chavales mayores que le provocan… sobre todo a ese que se empeña en no cortarse las guedejas… El doctor no entenderá que ya no es efectivo el disfraz de dictador, él mismo ha dejado de creérselo.

 Oye desde lejos, como un eco, la voz cascante de su mujer que habla sola en la cocina y se tapa la cabeza con la almohada.

 – Si esto ya lo veía yo venir… si además lo dice todo el mundo, que la depresión es la enfermedad profesional del docente… Pues buena me espera…

 Las lágrimas brotan, amargas, de entre los párpados cerrados. Empapan el almohadón y el embozo de la sábana. Silenciosas, prudentes, manan ordenadas, regulares, sin intención de agotarse.