Hace sol, un sol tibio que calienta los huesos de los viejos que acuden a la plaza cada día, buscando amortiguar sus soledades. Unos hablan de fútbol, otros leen la prensa, todos miran pasar la vida.
En el banco que queda justo frente a la estatua de no sé que poeta, se sienta Manuel; es ese que no deja de andarse en el pelo, tan pronto se lo enmaraña, hurgándolo con los cinco dedos, como se lo alisa con cuidado tratando de poner orden en su pelambrera blanca e hirsuta. Podría parecer que el hombre es victima de un doble tic nervioso. Quién lo conoce bien sabe que no puede dominar el impulso de rascarse la cabeza, pero que el movimiento siguiente, el de alisar la melena que acaba de desordenar, obedece a una voz de mando –Manolo, agáchate esos pelos de loco-.
Mariana se fue, pero su voz quedó grabada en la mente del hombre, que la obedece porque sabe que ella lo dice por su bien.
Estaban predestinados a encontrarse; él buscaba afanosamente cuidados, ella necesitaba con urgencia alguien a quien cuidar.
Manuel la conoció vestida de negro, con los ojos enlutados y la sonrisa a media asta: la madre inválida que vampirizó su juventud había muerto, quizás no fuera oportuno sonreír. Salieron juntos varias veces; la llevó a pasear, la invitó a chocolate y bollos en una cafetería del puerto. No pudieron ir al cine, estaba todavía de luto. Todo le gustaba a la chica, todo lo agradecía, miraba con curiosidad y asombro un mundo que acababa de descubrir. Antes aún de que fuera su marido empezó a ocuparse de él: le sujetaba un botón flojo, le borraba una mancha de la chaqueta y le reconvenía cariñosa –Manolo, alísate ese pelo, que pareces loco-.
Ahora se ve, en el porte del hombre sentado frente a la estatua del poeta, que nadie le cuida ya. Mariana lo hizo durante años y él se abandonó en sus brazos; ahora no es capaz de ajustar los botones flojos, que se sueltan dejando un rastro de hilos pegados a la tela, ni de sacudir la ceniza que cae sobre la pechera de la camisa, tampoco se ocupa de las manchas, ni se lustra los zapatos…Vive hacia dentro, en los días felices y en los desdichados que vinieron después, siempre acompañado del dulce reproche de su Mariana –Manolo, esos pelos-.
Se casaron, con la novia de medio luto, pero se casaron. La muchacha revivió apenas tuvo una casa que arreglar y un hombre, tan astroso, tan desordenado, a quien dirigir sus cuidados. Se vistió de colores, rió abiertamente, canturreaba limpiando. El recuerdo más bello de Manuel es el momento de volver a su casa, que olía a limpio y oír a su mujer tarareando bajito las coplas de la Piquer.
Vinieron los hijos y con ellos entraron mil temores en la casa. Mariana se quedaba sentada junto a la cuna, los ojos ahondados en presagios, obsesionada por los males que podrían venirle a su niño. Le llamaron Pedro, como el abuelo paterno y a la niña, que vino enseguida, Nieves, como la madre enferma a la que Mariana dedicó su juventud.
Manuel recrea siempre la instantánea de esos años en que iban al parque y a la feria con los críos cogidos de la mano, limpios y felices dentro de sus ropas de domingo. Nunca antes había sido tan rico.
Duró poco el encanto, hay personas predestinadas al duelo y la aflicción las persigue allá donde estén. Así, todos aquellos miedos infundados de cuando los niños estaban aún entre pañales, se sustanciaron luego. Pedrito, diez años, empezó a palidecer y a sufrir desvanecimientos; médicos, análisis, visitas al hospital y un cuerpecillo endeble de ojos entristecidos que partían el alma a Manuel. Ya hubiera querido el padre estar enfermo y enflaquecer con tal de devolver a ese niño la salud perdida. Y los médicos no daban con la dolencia, cambios continuos de diagnostico y de terapia, y también de doctor…para nada.
Un día la casa toda se vistió de aflicción y hubo que ir de entierro. Manuel recriminó a Dios no haberle escogido a él, que ya estaba cansado, para la paz eterna que el cura auguraba al hijo, y le pedía cuentas por no dejar al chiquillo gozar de la vida.
Mariana no se preguntaba nada, enflaqueció y dejó de cantar coplas. Volcó en la niña todo su cuidado. Y también en Manuel. Sus ojos angustiados estudiaban el menor gesto, la más pequeña queja de cualquiera de ellos. Vivía sumida en el mal agüero.
Aunque a todos los que conocían a la familia les pareciera imposible tanta desgracia, Nieves también enfermó y con los mismos síntomas de su hermano. Manuel creyó enloquecer y retó a ese dios de entrañas negras a que lo llevara a él al mismo infierno, si ese era su gusto, con tal de que su niña recobrara la salud. Mariana le reñía –no digas eso, Dios te va a castigar-.
Y Dios le castigó, o eso tuvo que pensar el pobre hombre cuando se sintió débil, acometido por mareos que le hacían perder la consciencia; él también…
En una de las visitas al hospital, recabando datos de la familia de la enferma, los doctores estudiaron el historial de Pedro y comprobaron que el síndrome que lo llevó a la tumba era muy similar al que presentaba la niña y el mismo Manuel. Por fin alguien acertaba a buscar en la dirección adecuada, algún gen extraviado y malévolo que el padre había trasladado a los hijos y que, una vez conocido, podría combatirse. El hombre se instaló a gusto en el hospital para someterse a cuantas pruebas fueran precisas.
Y entonces ocurrió algo que alteró para siempre su corazón debilitado. Detrás del médico, que tenía cara de buenas noticias, llegaron dos policías diciendo de seguido una palabras incomprensibles para él; esposaron a su Mariana, que lloraba y suplicaba, y se la llevaron de allí.
Manuel se levanta trabajosamente del banco; en uno de los mareos que le acometieron en el tiempo de su enfermedad, cayó al suelo a plomo y se partió el fémur. Desde entonces su pierna izquierda es un apoyo débil, que compensa con un balanceo en sus pasos. Más que caminar, anadea. Va ya para casa, allí le espera la comida que Nieves le lleva todos los días. Su niña. Ella fue la que le convenció de que no mentían los policías, ni el médico…No sólo sus razones infantiles, sino la salud que recobró de golpe cuando dejó de cuidarla Mariana.
—Papá, todo me lo ha explicado el doctor. Mamá está muy mala, tiene una enfermedad rara, le han puesto el nombre del médico extranjero que la descubrió. Es un nombre que suena Mum…, da miedo sólo de oírlo. Cree que estamos enfermos y nos da medicinas que no nos hacen falta, pero ella, pobre, lo hace por nuestro bien. Sufre mucho y es muy buena, papá, pero tiene que curarse, por eso la han llevado a un sanatorio. Cuando se ponga bien volverá con nosotros.
Después de que los guardias se llevaran a su mujer, Manuel golpeó las paredes, insultó y pidió justicia…luego lo durmieron. Despertó para ir a declarar y contestó siempre la verdad –que su Mariana era sacrificada y buena que los cuidó noche y día sin cansarse- , pero las preguntas que le hicieron iban en tal sentido que todo lo que decía parecía volverse contra ella. No quiso entender la explicación de los médicos, tan enrevesada, se encerró en su dolor, y se quedó quieto esperando la muerte que se lo llevaría igual que se había llevado a Pedrito.
Pero la vida se impuso en contra de sus deseos y las pastillas y el tiempo lo fueron devolviendo despacio a los afanes de cada día. Para su mal, Manuel recobró la lucidez y conoció los detalles más sórdidos del asunto. A su propio ritmo, fue relacionando la información que le daban con situaciones archivadas en su memoria: como su hijo murió a los dos días de llegar a casa, después de darlo de alta en el hospital; como él mismo recayó en su dolencia después de que Mariana se instalara a su lado en la clínica, como Nieves crecía alegre y sana una vez que ella no estaba…Y destrozado por la evidencia hubo de creer al fin lo que todos sabían hacía mucho. Entonces se sintió avergonzado ante Dios por haberlo insultado sin fundamento, pero no quiso pedirle disculpas, porque consentir que semejante monstruo habitara el mundo que Él había creado, tampoco tenía perdón.
Cuando todo ese horror se asentó en su mente sintió miedo, un miedo cerval de la mujer con la que tanta vida había compartido. No fue a verla a la cárcel, ni al sanatorio en que la internaron luego. Y sólo de recordarla se le pasma el maltrecho corazón. Sin embargo, sigue obediente a ese cariñoso reproche que resuena en su interior: –Manolo, agáchate esos pelos de loco-.
Después de asolearse en la plaza, vuelve a casa como cada día; calienta la comida que Nieves le deja preparada y pone la tele, luego se adormece arrullado por noticias y comentarios que no escucha, es sólo una costumbre, una rutina. A falta de otras razones para vivir, la repetición de los gestos acostumbrados le proporciona un cierto bienestar.
De pronto abre los ojos sobresaltado, le ha parecido escuchar el nombre de la institución donde recluyeron a su mujer; despierta del todo, -un incendio ha obligado a desalojar el edificio, algunos de los enfermos…-
Un ruido en la cerradura le detiene los pulsos, los pasos en el vestíbulo lo paralizan, Mariana entra en la salita, contenta, casi jovial
—Manolo, Manolo de mi alma, ¿cómo estás? Menos mal que conservo las llaves en el bolso, qué ganas tenía de verte…
El hombre se encoge en el sillón, un puño de hierro le golpea el pecho, quiere huir, quiere gritar pero la mano helada se cierra sin piedad sobre su corazón, ahogando sus latidos.
Se escuchan sirenas, golpes, pasos acelerados, los guardias arrastran de allí a la mujer que llora sumisa, acariciando la pelambrera blanca del marido.
Sin embargo, de nada se puede acusar a Mariana; el informe del forense indica que la muerte se ha producido por un fallo cardiaco. El cadáver, imagen del espanto, está bañado en sudor, tiene las pupilas dilatadas y los dedos engarfiados.
Manuel ha muerto de miedo.