4- En honor a la verdad. Por Artemisa

 Una maraña de hormigas cruzaba la puerta del edificio gubernamental. Hormigas apresuradas, hormigas de uniforme, hormigas en pos de una oficina, hombres de mirada penetrante, hombres que se sabían hombres, mujeres de ciudad, mujeres recién ascendidas, mujeres con poder, jefes, técnicos, funcionarios…
La imagen de la puerta del hormiguero bastaba para manifestar el orden de los asuntos públicos y su impoluta laboriosidad.
Nadie reparaba en el centinela.
Y Marcel Briand aguardaba cerca del coche oficial, leyendo con precisión las miradas, revisando cada movimiento con escrúpulo, calculando la falsedad que habita en la gente normal. Él parecía ser el único que observaba con pulcritud, a razón de incertidumbre por hormiga, con la mirada quieta frente al edificio.
La discusión de una pareja alertó de inmediato los sentidos de Marcel. En las inmediaciones de su vigilancia, una mujer negaba y lloraba a voz en grito, un hombre pedía perdón; el hombre trataba de marcharse, la mujer se lo impedía. La pelea de enamorados sucedía a pocos pasos de la puerta principal.
Aconteció lo irremediable.
La gente que iba a entrar, o que se disponía a salir, permaneció quieta, y el corro de personas curiosas que se formó ante la puerta hizo comprender al centinela la gravedad del momento. En un soplo, la calma da paso a la furia, la lluvia torna en diluvio, el viento apacible en huracán, un nudo de catástrofes que de pronto descargan estentóreas, peligros desnudos a la intemperie y nervios a flor de piel. Por eso Marcel supo lo que tenía que hacer, porque él ya no estaba solo.
El segundo hombre era joven, con ojos de anciano.
Apostado tras un coche de mudanzas, no muy lejos del edificio gubernamental, se ocultaba otro cazador haciéndose irreconocible en la distancia. De cerca tampoco un mal gesto lo delataba. Un virtuoso de la caza mayor que no sólo llevaba puesto su temple felino, sino también un mono de trabajo en el que estaba seguro de pasar inadvertido y, a juzgar por los resultados, atraía el aburrimiento. Cualquiera hubiera creído, al verle, que trabajaba para una empresa de transportes, como uno más, inmerso en sus quehaceres. Cada vez que se envolvía en un disfraz, en vez de cubrirse, mayor era el destape de sus necios modales y de esas mil tareas insignificantes en las que parecía afanarse sin hacer realmente nada, embozado en la piel de un cargador. Era guapo, por juventud. Su cabello largo, castaño, lo recogía en una pequeña coleta. Vestía al dictado de la moda del transportista, la misma de sus compañeros, dos hombres rudos a los que había conocido esa mañana. Cuando empiezas en un trabajo todo son gestos medidos en los que procuras ganarte la confianza ajena. Él ya había procurado ocultar el desdén sincero que sentía por ellos. Quedaban apenas unos minutos para terminar la jornada, así que iluminó su rostro con una sonrisa para parecer menos serio ante sus nuevos compañeros, se secó el sudor de las manos con un trapo que hacía las veces de pañuelo y buscó al centinela en el horizonte.
Al final de la calle, la trifulca de enamorados parecía ir apagándose poco a poco. De allí venían dos policías a paso rápido.
El cazador les vio acercarse y ocultó el revolver en el falso bolsillo de su chaqueta, sólo un poco más. Aunque lo ideal es sentirlo como una prolongación del cuerpo. No es un objeto provisional, no resulta fácil cogerle el truco, ni siquiera tras muchos intentos, porque no hay dos revólveres iguales. Para un pistolero, el arma no es suficiente. En realidad, existe un problema de templanza que cada cual resuelve a su manera. Para este cazador, palpar el bulto de su revolver era siempre energía pura.
Uno de aquellos policías pasó de largo; el otro se detuvo delante del camión.
Estaba muy cerca e irradiaba mando, tan cabreado que examinaba la escena con sorpresa total por el desorden que formaban las carretillas y las cajas embaladas sobre la carretera. Sin embargo escuchó cómo le apremiaban por radio. Cuando la vida marcial te reclama todo son obediencias y disciplinas abiertas. Por eso no impartió la orden de desalojo que empezaba a nacer en su boca y echó a caminar calle arriba esfumándose entre la gente.
El cazador le vio alejarse sin pestañear.
A escasos metros, Marcel Briand no daba crédito al cementerio de besos en que se había convertido la otrora discusión de la pareja. En las inmediaciones de su vigilancia, la mujer besaba y abrazaba con pasión, el hombre sonreía tranquilo; la mujer le llenaba de caricias, él no se lo impedía.
Aquel dramatismo de amor…
Amores de una angustia suprema y una alegría insondable. La relación más dinámica del universo. Una fuerza de naturaleza abrasadora que lo quiere todo, que a menudo jalona la realidad o navega en la fábula, implorando para sí una entrega nada menos que absoluta. Y entonces Marcel, el descubridor de los signos ocultos, se quedó frío, y entornó sus ojos ante esos díscolos amantes porque carecía de credibilidad todo aquel sentimiento. Por lo menos allí, en aquella puerta del edificio gubernamental, en pleno Bilbao.
Cuarenta y nueve años de andar por el mundo eran más que suficientes para desengañarlo. Bastante había hecho Marcel con detenerse a observar cómo la gente franqueaba un sinfín de puertas o atravesaba grandes muros de citas previas y frías correspondencias. Por su puerta, al menos, buena paga y pocas discusiones de pareja. Algo así eran sus asuntos privados. Un incesante ir y venir de personas atareadas que le recordaba al centinela su propia existencia, alzada bajo témpanos de hielo. Quizá por eso no había contado a nadie que él ya no tenía futuro, que había perdido la salud por sucumbir hasta el fondo en el placer de fumar. Con su cáncer de pulmón probablemente no fuese necesario esperar más aventuras. Por ahora disimulaba las crisis respiratorias haciéndolas pasar por gripes eternas. Tan tranquilo. E ignoraba si la propuesta médica que había rechazado, aquella jodida medicación en un caro hospital, servía para algo. Con suerte se echaría a dormir y no despertaría jamás. Un regalo. Pero alguien más intentaba por todos los medios entregarle otro presente envenenado.
En ese momento, sonaron tres disparos, no, cuatro.
Luchaba contra el dolor de su brazo tratando de no perder el conocimiento. Se dejó caer al suelo, agarrándose el hombro izquierdo. Estaba seguro de que podían venir a rematarlo y entonces Marcel haría lo que fuese, golpear, disparar, ir hacia la puerta o lo que tuviese que hacer para llevarse al tirador por delante, pero, si le llegaba su hora, por nada del mundo, ni llegando en camilla medio muerto, sería carne de hospital.
Tenía una cita con su destino, tal vez un encuentro amargo…
Unos meses atrás, después de inmunizarse contra los encuentros metálicos de los bares, conoció unos besos embriagadores que hicieron perder la cabeza a Marcel. Ella era una estudiante de medicina que besaba sin mesura. Su novio de toda la vida la había respetado y tratado con dulzura, en vano. Los besos crecían en entusiasmo, cargados de una sexualidad que la muchacha evidentemente se obligaba en entregar a todo hombre viviente, noche tras noche. Abrazaba con devoción, motivo por el cual dedujo lo que debía pasar entre sus piernas: el novio le revisaba poco la cueva. Lo corroboró cuando la estudiante puso la mano en su sexo y la oyó decir: “Te prometo que no existe el mañana”. Ella misma le dijo después, cuando le reprochó la mentira, que cuerpo y mente viajan en vagones diferentes, porque los amantes no pueden conocer de antemano dónde queda la parada. Marcel no intentó averiguar qué demonios pasaba por su cabeza al verla tan desorientada; quizás la habían reverenciado en exceso o la habían acariciado de un modo displicente; después de todo, las preciosas estudiantes de medicina tienen cara de gozar pocos orgasmos.
Fuese como fuese, Marcel se metió en un lío de faldas maravilloso, aun a costa de sacar billete sólo de ida, apeándose del tren en marcha sin decir adiós un mes más tarde.
Aquel dramatismo de amor…
Aquella misma estudiante de medicina, a la que Marcel no extrañaba y que tan buenos viajes le había proporcionado, yacía ahora muerta en la puerta del edificio junto a su novio, que todavía sonreía. Dos balas habían viajado hacia la pareja de enamorados para dejarlos callados. Reconciliados y acribillados en el corazón. Nada que objetar. Quién sabe qué tipo de felicidad que se negaron en vida les esperaba legítimamente en la eternidad.
Habían sonado tres disparos, no, cuatro. El cuarto también había hecho blanco. Otro blanco.
El cazador sangraba por el feo boquete abierto en su pierna. Una herida que lo tenía todo para hacer retroceder incluso a un soldado de los tercios de Flandes. Pero la bizarría vale la pena. Y hacer el esfuerzo de olvidar las dolientes punzadas equivalía a salvar el pellejo. Eso era precisamente lo que hizo a la muchedumbre correr presa de los nervios, despavorida, calle abajo. Fue sólo entonces cuando los dos revólveres terminaron de sellar el contrato.
Se oyó un definitivo disparo.
La muerte de Marcel Briand no fue lamentada por muchos.
Y un político lo celebraba, sacando fuerzas ante la prensa, persuadiendo a los que opinaban que pronto abandonaría el país, manifestándose sofrenado en sus declaraciones y sin despertar excesiva simpatía aunque sí curiosidad por el atentado. Pero de vez en cuando, era rotundo al afirmar que lo único que de verdad deseaba era continuar trabajando en la administración de los asuntos públicos, echando así el cerrojo a futuras especulaciones. Y a las obras de los locos. La simple idea de verse rodeado de alas benefactoras tal vez le infundía valor. Valor y algo más.
Una entereza semejante a la que demostraron tener los familiares de los caídos aquel día, en acto de servicio: Francisco Mateos, sin amigos en el Cuerpo de Policía; y Rosa Mainar, estudiante de medicina sólo cuando frecuentaba bares de sospechosos. Dos almas llenas de decencia, como cebos que descubren asesinos sacándolos de su escondite. Y de renuncia, si les cuesta la vida.
El cazador conocía bien aquellas sombras.
Su providencia le hizo pasar dos semanas en el hospital, después ocho meses de rehabilitación, y finalmente repararon su maltrecha pierna. Pero no todo puede repararse. A pesar de matar al enemigo público más temido desde los tiempos de Franco y salvar la vida de aquel político, el cazador no estaba satisfecho. Y en honor a la verdad, parecía preocupado. Lo que acontecía en los mentideros, la singular manera que tenían de recordar al centinela, era algo que le dejaba atónito. Desde que una pléyade de periodistas se explayaba a diario, no existía otra conversación que las relevancias y minucias que había fanatizado a Marcel Briand, a lo largo de su vida, hasta dotarle de un aire tan intelectual que ni siquiera mencionaban a las personas que había liquidado. Luego evocaban al mandatario, felicitándose por la acción policial del cazador, sin dejar de sonreír.
Porque para el mundo del día a día, todo se desvanece en la memoria creyendo que el tiempo avanza libre de porquería si lo sepultas bajo grandes mentiras. Y sin atisbo de conciencia. La mayor de las desidias.
Desde entonces, el cazador que escolta entre las sombras sigue protegiendo vidas, camuflado de cualquiera. Por lo menos allí, en aquella puerta del edificio gubernamental, en Bilbao.