IV Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

2 abril - 2007

89- Esta noche, indiscutible primavera. Por Inuk
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Don Rafael dispuso la mesa de caoba con sobriedad. Un sencillo mantel amarillo sin adornos, la enhiesta vela por estrenar y aquella vajilla antigua, elegante y sólida, hace años oculta en el primer cajón del aparador. Dos servicios. Todo en su lugar exacto. Fue a comprobar el estado del pollo en el horno. Destapó el papel plateado y, con la mano cubierta por una gruesa manopla antitérmica, jaló la pata del animal que se resistió a la desgarradura y exhaló una humareda compacta. Falta un poco, pensó. Regresó al salón. Prendió la mecha de la vela y bajó la luz principal hasta casi extinguirla. La noche borbotaba tras los ventanales del balcón. Levantó la persiana y salió a probar el aire fresco. Indiscutiblemente, era primavera. Fuera la estación que fuera, así se sentía Don Rafael esperando la llegada de Araceli cada dos miércoles, como en una primavera sin doblez.

A las ocho en punto, los frágiles nudillos de la mujer golpearon la puerta. Don Rafael se apresuró a abrir, recibiéndola con la pregunta de rigor: ¿cuándo fue la última vez que fabricaste amor? Ella sonrió como siempre, magnificando cada una de las arrugas de su accidentado rostro. La respuesta es idéntica a la de hace quince días –contestó Araceli; simplemente, no me acuerdo, Rafael. ¡Vaya!; tampoco hay novedades en este frente, reconoció el hombre exagerando su pesadumbre; ¡adelante!, invitó; la cena está casi a punto. ¡Huele rico desde el portal!, afirmó la mujer. Tras abrazarse en el vestíbulo, Don Rafael tomó el bolso de aguayo, el Canto General de Neruda y la chaquetilla mojada que ella le tendía. ¿Acaso llueve?, dijo extrañado; en toda la tarde he visto una sola nube en el cielo. No sé; yo me he empapado, pero no me preguntes cómo; de pronto, la humedad me alcanzaba los huesos y sentí un frío impropio. ¡Un frío impropio!, repitió Don Rafael burlón; lo que tienes, más bien, es una cabeza impropia de ochenta y tantos años; ni más ni menos; ¿te das cuenta, Araceli?; ya se nos olvida hasta la lluvia. ¡Corta el rollo, viejo!; a ese paso me vas a deprimir. ¡Nada de eso!; ¡mira!, si hasta me ha dado por regalarme una botella de vino. ¡Por favor!; ¿qué celebramos?; hace añadas que no te veo probar ni una gota de alcohol; ¿a qué se debe semejante relajo?; ¿no te pasará recibo tu tensión? ¡A la mierda mi tensión y sus alrededores!…; ¡por cierto!; espero que me acompañes; no la he comprado para degustarla solo; ¿resistirán tus achaques una trasgresión así?, ironizó el hombre mientras llenaba las dos copas sobre la mesa. Hoy me encuentro a tono para eso y mucho más, aseguró Araceli mirándole a los ojos, acudiendo al silencioso brindis. He preparado pollo asado, anunció Don Rafael después; hoy nada de verduritas a la plancha, frutas, jamón cocido y queso fresco; ¡vamos a difrutar una bacanal! Si piensas que me voy a achantar, ¡ni hablar!; estoy lista para darle una tregua a mi vejez. ¡Estupendo!; voy a ver como anda el animal.

Don Rafael, protegido con el mullido guante de cocina, extrajo la bandeja del horno. El olor de las especias le embadurnó el olfato presagiando el sabor. Tiró del extremo de una pata con suavidad y ésta se soltó sin oposición, como un brazo de plastilina unido a un muñeco de metal. ¡Perfecto!, exclamó satisfecho el hombre. Despresó el manjar, sirviendo las alas y dos generosos trozos de pechuga en sendos platos. Roció la carne con granos de maíz y diminutos pedazos de brécol y manzana al vapor, regando ampliamente el conjunto con la salsa desprendida en la cocción del pollo. Sobre una tabla de madera dispuso los rectángulos de queso variado y paté, con las rodajas de pan tostado y el recipiente con la mantequilla al centro. Colocó todo en una gran charola que sostuvo sin dudar sobre la palma de su mano derecha abierta, manteniendo libre la izquierda para abrir la puerta y regresar al salón. Araceli había prendido una música con ritmo árabe que Don Rafael no reconoció. Bailaba descalza frente al balcón proyectando primavera desde el exterior. El hombre la observó mientras depositaba la comida en la mesa. Luego, se aproximó a ella sigiloso, añadiendo su cuerpo a la danza, sin tocar a la mujer, moldeando su figura con un roce de yemas de dedo que les electrizó. ¿Has traído tu propia música?, susurró Don Rafael. ¡No!; encontré el disco ahí encima, contestó Araceli; es hermoso abandonarse así, ¿verdad?; como fabricar amor. Él asintió con los ojos cerrados, absorviendo el olor sin aderezos de su piel, recordando la primera vez que vio esa espalda, sesenta y tantos años atrás…

… Funambulista, murmuró Don Rafael; me gustaba cuando me llamabas así. Fu-nam-bu-lis-ta, repitió ella separando bien las sílabas; lo había olvidado; la danza me abrió el apetito, funambulista; ¿cenamos? ¡Adelante!, invitó él. Tomaron asiento lado a lado. Mientras conversaban, intercalaron los aperitivos y el pollo. La vela permanecía como recién estrenada, sin consumirse apenas. ¡Hoy te has esmerado, funámbulo!; todos estos sabores son nuevos para mí; realmente, como si jamás los hubiese catado. ¿A qué hora vendrá a buscarte tu hijo?, interrogó el hombre sonrojado. No deberías cambiar de tema cuando te adulo; ¿a qué tanta vergüenza?, dijo ella tomándole una mano por encima de la mesa; pero, ya que lo preguntas, te contaré que esta noche soy libre; nadie acudirá a recogerme; ¡tanta preocupación porque estoy chocha!; ¡cómo si no pudiera valerme por mí misma!; ¿qué se habrán creído?; somos mayores, no trastos viejos; trastos, sí; viejos, también; mas no las dos cosas juntas; ¡eso sí que no!; estoy cansada de que me impidan vivir lo que me resta; ¿no te pasa a ti? – Don Rafael asintió – ¡fíjate en esta cena, por ejemplo!, continuó la mujer; ¿por qué nos hacen sentir culpables si nos desfasamos con la comida?; al final lo que consiguen es que una termine por detestar la salud…

¡Eso es¡ – se entusiasmó Don Rafael; ¿preparo café o bajo a comprar más vino? Las dos cosas, dijo Araceli; hoy no quiero privarme de nada. El hombre se abrigó antes de salir. Una vez en la calle, saludó a la frescura extendida en la noche. Indiscutiblemente era primavera. La calle aparecía como un espacio despojado de aliento. Puro silencio. Pura soledad. De regreso a casa, con una botella en cada mano, se sintió bien despierto a pesar de la hora. Sin embargo, no recordaba la cara del dependiente que le acababa de atender. Era extraño. Desde hacía meses había comprobado que olvidaba los acontecimientos más recientes con suma facilidad. Por contra, el pasado surgía con un tesón impropio, invadiendo un espacio que no le correspondía. Cuando se lo comentó a Araceli, en su última cita dos semanas atrás, ella confesó que le sucedía igual. Pero Don Rafael sabía que no se trataba de lo mismo. Una cosa es sufrir lógicas pérdidas de memoria, pensó el hombre; otra muy distinta, sentir como el ayer te va enredando en su empalagosa telaraña, te va reduciendo a un tiempo inexistente, sazonando todo presente con un aliño de imposibilidad; ¡y las alucinaciones!; ¡eso me asusta de veras!; ni siquiera a Araceli se lo he contado; ¿qué diría ella?; ¿qué me estoy volviendo loco?; quizá sea cierto; siempre fui propenso a la demencia; lo seguro es que tengo pánico; esta noche no; los miedos se esfuman en presencia de Araceli; me sostiene como nadie, me insufla realidad… Don Rafael subió los dos tramos de escaleras con inusitada agilidad. Frente a la puerta de la casa se detuvo en seco, buscando las llaves en los bolsillos de abrigo y pantalón. Sin embargo, no las necesitó. La puerta estaba entornada. Entró, hallando a la mujer sentada en el suelo del salón iluminado por una docena de velas. El hombre no recordaba contar con tal suministro de parafina en su haber. Tampoco recordaba tener las pinturas de teatro con las que Araceli jugueteaba sobre sus brazos y piernas desnudos. ¡Quítate la ropa, funambulista!; ¡verás que es divertido!, aseguró. Don Rafael obedeció. ¡Túmbate!, indicó ella. Él fundió la calidez de su espalda con la tibieza del suelo. Cerró los ojos y se dejó hacer. Araceli memoró aquel cuerpo-lienzo en cada trazo de negro y color, sabiendo que armaba una obra, consciente de cerrar el círculo de una historia que les pertenecía únicamente a ellos dos. Tras varias horas trabajando, la mujer dio por finalizado el cuadro. ¡Mira que bello estás, funámbulo! El hombre se incorporó entonces, escrutó la pintura sobre él y dijo: ahora ven tú. Los dos sabían que se trataba de una invitación para fabricar amor.

¿Cuándo fue la última vez que fabricaste amor?, preguntó Don Rafael a la mujer al otro lado de la puerta. Esta misma noche, contestó Araceli, entrando medio cuerpo en la casa para besarle en los labios una vez más; hasta la próxima, funambulista. ¡Adiós! Don Rafael persiguió la figura de Araceli mientras desaparecía al final de la escalera. Después regresó al salón. Contempló a través de la cristalera. Amanecía. La habitación iba incorporando, con cautela, los primeros hilos de luz. El hombre los acogió inmóvil, atendiendo a la transformación del cuadro impreso en su piel. Los surcos se remarcaban con la claridad matinal, los contornos se dulcificaban, los contrastes ganaban en pureza y pulcritud, los colores en intensidad, el negro en hondura. De pronto, descubrió la chaquetilla de lana verde lechuga colgada en la percha. Nunca antes la había olvidado, pensó; ¿se habrá dejado también el Canto General y el bolso de aguayo? Fue a comprobar al vestíbulo. Efectivamente, así era. Midió el cansancio que la vigilia proporcionaba a su cuerpo y decidió acostarse de inmediato. Sin embargo, el parpadeo rojo en el contestador automático desvió su atención del sueño. ¡Pero, si no ha sonado el teléfono!, reflexionó; apenas salí en todo el día… Descolgó. La esperada voz le anució que tenía un mensaje. ¿Hola?…; bueno, en fin; espero no haberle sobresaltado con esta llamada a deshora; es media noche y…; el caso es que no me coge el teléfono; quizá le desperté pero no llegó a tiempo; en fin…; no quería dejarle esta noticia grabada…; sin embargo…; llevo todo el día tratando de comunicar con unos y otros; me eternizaría si insistiera hasta hablar personalmente con cada uno; ¿entiende?…; estoy nervioso, agotado, deshecho; no me convence lo que voy a hacer…; ¡en fin!; ¡adelante!; ¡oh!, lo siento; debí haberme identificado primero; probablemente me haya reconocido; soy Gabriel, el hijo mayor de Araceli; espero que diculpe que se lo diga así; ¡sé cuánto quería a mi madre!; ella falleció esta tarde; hacia las tres; un infarto en la calle; no ha sufrido en absoluto; es un consuelo; el entierro será mañana a las, bla, bla, bla. Don Rafael devolvió el auricular a su sitio. Sacudió su cabeza. Abrió la puerta del balcón, permitiendo la entrada a la indiscutible primavera. Desnudo como estaba, se sentó en el suelo, ocupando el lugar en el que hacía un rato había fabricado amor con Araceli. Volvió a sentir sus tactos, sus fluidos, sus presentes y sus besos. Escuchó de nuevo sus susurros, sus jadeos, sus no promesas. Se transportó una vez más a su interior, sabiéndose seguro entre su protectora piel. Todo aquello acababa de suceder y él, Don Rafael, podía recordarlo. Se sonrió. ¿Qué otra prueba necesitaba? Además, la chaqueta, el libro, el bolso… El hombre se dirigió al dormitorio, previendo lo que allí encontraría. Sin sobresaltarse, anegado de paz, se acercó a la cama donde él mismo yacía. Tapó su cuerpo rígido con la sábana, dejando al descubierto el relajado rostro. Yo tampoco he sufrido, pensó satisfecho; seguramente, un paro cardiaco también; como ella; nos hemos seguido los pasos hasta el final. Se dio media vuelta, abandonando tras de sí ochenta y tantos años de vida propia. Debo apurarme, se dijo; pronto llegarán todos y no deseo ver como me dan por muerto.

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