88- Nicoletta Lorenzetti. Por Marcello Cavaliere
-Buenos días Marcello, ¿cómo esta hoy Nicoletta?
-Bien doctor Basaglia. Pasó la noche durmiendo tranquilamente. Esta mañana desayunó un tazón de leche y un bollo, y ahora está en su habitación junto a la ventana tomando el sol.
-¿Es hoy cuando viene el tenor?
-Si doctor, hoy.
-Bien, pues vayamos a ver a nuestra “diva”.
Nicoletta Lorenzetti es una de esas mujeres que pasan por la vida sin pretensión de dejar huella porque ya se encargó la vida de dejarla en ella. Trabajaba en el equipo de limpieza del teatro La Fenice en Venecia, lo que le permitía estar cerca de lo único en el mundo que era capaz de emocionarla: la ópera. Hace ya casi seis años que la trajeron aquí, al hospital psiquiátrico de Gorizia. Aquella noche un tropel de carabinieres entraron en el teatro y la encontraron sobre el escenario, matando al cruel Scarpia y depositando un crucifijo sobre su pecho. Habían dado con el “fantasma” cuya voz escapaba por las noches de entre los muros del teatro desde hacía meses.
-Buenos días Nicoletta, ¿cómo se encuentra esta mañana?
Nicoletta siguió impasible, recibiendo las caricias del tibio sol de febrero que entraba por la ventana. Los párpados cerrados y su mente, probablemente, en algún lugar de París a mediados del siglo pasado.
-Violetta, buenos días.
La mujer abrió los ojos y dirigió su mirada hacia el doctor.
-Cuanta bondad. Pronto habéis pensado en mí.
-¿Cómo se encuentra hoy?
-Mi cuerpo sufre, pero mi alma esta serena. Ayer por la tarde me consoló un buen sacerdote. La religión es un bálsamo para los que sufren.
El doctor Basaglia le dedicó una cariñosa sonrisa. Salió de la habitación y Nicoletta empezó a cantar:
Alfredo, Alfredo,
di questo core non puoi
comprendere tutto l’amore.
Tu non conocí che fino
a prezzo del tuo disprezzo
provato io l’ho
Nicoletta empezó a trabajar en La Fenice en el cincuenta y tres, a punto de cumplir los treinta. Los tres últimos años, sin ser los peores de su vida, habían estado llenos de adversidades y penurias intentando ganarse la vida de cualquier modo menos como lo había hecho hasta entonces. Trabajar en aquel teatro, aunque fuera limpiando suelos y retretes, le permitía penetrar en mundos de ensoñación en los que había estado ya de niña. Junto a su madre escuchaban aquellos discos cuya música las trasportaban junto a los personajes del drama con quienes reían y lloraban, amaban y odiaban, vivían y morían. Aquellos fueron los únicos momentos que vio a su madre rozar la felicidad. Recuerdos y sentimientos que afloraban en su alma. Mundos mágicos que estaban dentro de aquel teatro y ella, entonces, formaba parte también de la magia.
-Me preocupa Nicoletta, ¿sabes Marcello? Su enfermedad se ha agudizado. Ya no son episodios temporales en los que se creía un personaje de ópera; ya su vida es un puro delirio, una constante alucinación en la que ella es Violetta Valery en su mundo de La Traviata. El grado de paranoidismo y autismo que ha alcanzado esta esquizofrenia están fuera de todo lo conocido. Está incluso provocando los síntomas de una tisis que no padece, y no lo entiendo.
-Pero, ¿puede la mente llegar a provocar la enfermedad en órganos sanos?
-Quien lo sabe, Marcello. Al parecer la mente, o la demencia ya no lo sé, está engañando al organismo. Lo peor del caso es que no se como llegar hasta ella.
-¿Por eso quiere intentarlo con el tenor?
-Esa es la idea. Espero que introduciendo a Alfredo en escena consigamos que la fuerza del amor nos lleve hasta su mente y podamos ayudarla.
En el cuarenta y tres Nicoletta salió huyendo de la represión nazi contra los partisanos en la región del Véneto y que acabó con la quema de Caviola, su pueblito natal, en el que murieron docenas de civiles entre ellos su propia madre. Con diecinueve años, sin parientes y en plena ocupación alemana, pensó que en Venecia tendría menos posibilidades de perecer. Allí, para conseguir unas liras que le permitieran acallar los rugidos del estómago, pronto aprendió el modo de engatusar a aquellos que la veían como una muchacha ingenua con la que poder satisfacer sus apetitos y que acababan siendo el burlador burlado, sin liras y sin fornicio.
Cierto día, en la plaza de San Marcos, se le acercó una señora de porte elegante y maneras refinadas quien le propuso acogerla en su casa. La necesidad suplió con creces la desconfianza y Nicoletta, cogida del brazo de su protectora, se encaminó hacia el que iba a ser su nuevo hogar durante los próximos años. Era una casa de época en el barrio de San Cassiano, cerca del Ponte delle Tette. Un gran salón decorado en estilo romántico de mitad del XIX era presidido por una magnífica reproducción de Dama enseñando el pecho de El Tintoretto, retrato que la tradición atribuye a Verónica Franco y que pretendía ser un icono para aquellas mujeres que habitaban la casa, aunque estas no parecían estar en demasiada sintonía con la notable cortesana.
La madama de la casa tomó a Nicoletta para su servicio personal. Para esta fue un alivio no tener que ejercer como aquellas mujerzuelas. Acompañaba a la señora a donde tuviese que ir, realizaba cuantas tareas y encargos le mandase, y también debía asistir a aquellas tertulias, las dos a solas. Eran largas y tranquilas horas en las que fueron ganando en confianza, en las que fueron pasando de hablar de … trivialidades, a hablar de la vida, a hablar de sus vidas, a hablar de ellas. Pero llegó el día, y la astuta zorra le planteó unirse a las otras muchachas en sus quehaceres. Ante su negativa, en días sucesivos la madama le insistió reiteradamente al tiempo que veía como se iba endureciendo el trato de favor que recibía. Finalmente se la invitó a la fuerza a que asistiera al salón cuando acudían las visitas. Aquellas mujeres actuaban con aparente naturalidad, sin signos de desaprobación respecto de lo que estaban haciendo. Para ella eran unas desconocidas y quiso conocer sus historias, como habían llegado a aquel lugar, saber quienes eran. Al tratarlas comprobó como todas eran victimas de la vida, y como tales, antes o después, deberían cumplir su destino.
Nicoletta se diluyó en la actividad de aquella casa como la sal en el mar. La vida de aquellas mujeres durante los años anodinos de posguerra era una rutina día tras día, sin más aliciente. La grotesca alegría no tenía más veracidad que la ilusión que produce el exceso de licor y por toda esperanza se revivía una y otra vez la fábula del principie azul. La opera era la única evasión que conseguía trasportarla más allá de aquellos muros y hacerle sentir cuantas emociones llevadas al extremo un ser humano es capaz. Hasta que cierto día llegó Luigi Iacobelli: un joven adinerado que empezó por regalarle camelias, para después prometerle la luna y acabar despreciándola como al polvo de los zapatos. Pero estas historias, por bonitas que se pinten, siempre acaban ellos siendo Pinkerton y ellas Butterfly. Entonces, se miró en un charco y solo vio barro.
-Doctor Basaglia, ya está aquí el tenor.
-Ah, bien Marcello. Hazle pasar.
El psiquiatra acogió al cantante en su despacho y le explicó con detenimiento el caso de Nicoletta.
-Bien, pues vayamos a ver a nuestra Violetta, ¿le parece?
-Vayamos!
Salieron de aquella estancia y enfilaron el pasillo cuando por el otro extremo del mismo se escuchó una voz de soprano:
-Addio, del passato bei sogni ridenti,
Le rose del volto già son pallenti;
-Canta muy bien.
-No soy ningún entendido pero creo que si. El caso es que antes de que se manifestara la enfermedad nunca había mostrado dotes para el canto.
-Entonces, ¿es consecuencia de la esquizofrenia?
-Pudiera ser. Sus cuerdas vocales siempre han estado en perfectas condiciones pero digamos que su cerebro no sabía gobernarlas. La enfermedad mental provoca cambios en el funcionamiento del cerebro y puede llevar a desarrollar habilidades que antes estaban dormidas. Se suele atribuir buena parte de la fuerza expresiva de la pintura de van Gogh a su paranoia. ¿Qué hay de realidad en ello? Pues no lo sabemos, pero ahí están sus cuadros.
-L’amore d’Alfredo pur esso mi manca,
Conforto, sostegno dell’anima stanca
Ah, della traviata sorridi al desio;
A lei, deh, perdona; tu accoglila, o Dio,
Or tutto finì.
-Se despide de la vida.
-Si, lo se. Violetta se ve morir sin que Alfredo haya venido a verla.
-Es una música llena de fuerza y dramatismo; me llama la atención, doctor, ¿como puede cantar así sin música?
-¿Sin música? La música está, querido amigo, aunque ni usted ni yo la oigamos, pero está. Fluye en su cerebro de la misma manera que fluye de cada uno de los instrumentos de una orquesta. Entiéndame, no es que se la imagine, es que realmente la oye.
El doctor abrió la puerta de la habitación. Nicoletta se encontraba de pie, frente a un espejo, observando su aspecto cambiado. Se percató de la presencia de alguien detrás de ella, y se volvió. Su semblante se transfiguró en una explosión de júbilo.
-Amato Alfredo!
Se arrojó sobre los brazos de aquel Alfredo. Sus ojos vidriosos se cubrieron de lágrimas y sus brazos lo apretaron contra si con tanta fuerza como la debilidad le permitía.
-Mia Violetta!
Los dos enamorados, mirándose a los ojos, se cantaban su pasión, el dolor que habían sufrido a causa de la separación, la promesa de no volver a separarse y de partir de allí hacia un nuevo lugar en el que iniciar una nueva vida.
-Null’uomo o demone, angelo mio,
Mai più staccarti potrà da me.
El doctor estaba absorto contemplando a aquella paciente que lejos de padecer esquizofrenia, sufría y gozaba por el amor recuperado.
-La mia salute rifiorirà.
Sospiro e luce tu mi sarai,
Tutto il futuro ne ardiera
Un momento de debilidad dio con Nicoletta en el suelo.
-Doctor!
-È nulla, sai!
Gioia improvvisa non entra mai
Senza turbarlo in mesto core
El doctor la recogió del suelo y la depositó en la cama. El cantante miraba con perplejidad sin saber como reaccionar.
-Usted sigue siendo Alfredo Germont, ¿de acuerdo?
Asintió el tenor.
-Gran Dio! Violetta.
El doctor usó su estetoscopio para auscultar a Nicoletta. Me dirigió una mirada.
-Tiene el pulso muy débil y respira con dificultad.
-No puede ser. Se está cumpliendo, como si fuera una profecía.
-Digli che Alfredo
È ritornato all’amor mio
Digli che vivere ancor vogl’io
-¿Es esto justo?
-Marcello!
-Lo siento doctor.
-Señorita Valery, tranquilícese. Son muchas emociones y su pecho las acusa. Debe procurar relajarse; respire profundamente.
Las palabras del doctor fueron ignoradas por Nicoletta. Estaba sufriendo más allá del dolor físico viendo como el amor que nunca tuvo, ahora junto a su lado, le estaba siendo arrebatado sin remedio.
-No, non morrai, non dirmelo…
Dei viver, amor mio
A strazio sì terribile
Qui non mi trasse Iddio
-No ayuda nada que esté en este trance. Hay que lograr que se ubique en otro momento de la obra más propicio, por ejemplo en el brindis del primer acto.
El tenor rápidamente propuso:
-Libiam nè lieti calici …
Pero Nicoletta no se cogió y prosiguió con su papel al final del acto tercero:
-È strano!
-Oh, Dios mío! No!
El acto estaba concluyendo.
–Cessarono
Gli spasmi del dolore.
In me rinasce m’agita
Insolito vigore!
Ah! io ritorno a vivere
-Cielos, se muere!
Un renacer efímero a una vida que se va, que ha sido demasiado corta, que no ha vivido bastante, que no se ha llenado de amor. Un aferrarse a ese amor que llegó tarde pero que ahora posé y al que entrega lo único que le queda: el último aliento.
-Doctor!
El doctor se acercó a Nicoletta. Tomó su muñeca. Colocó el estetoscopio sobre su pecho. Auscultó con atención los sonidos de su pecho. Silencio.
-Ha muerto.
-Ha muerto feliz.