87- Entropía. Por Papini

Yo habría jurado que había dejado las llaves del coche encima de la mesa. Pero si no están ahí, es evidente que debo haberlas dejado en algún otro lugar. Antes de emprender la búsqueda respiro hondo, no sé donde mirar. Ya debería estar saliendo por la puerta de mi casa y la ira va aumentando a medida que se van sumando los lugares donde no hallo las llaves. Es una especie de sofocón que sube desde el estómago a la cabeza y me hace soltar por la boca blasfemias dignas de excomunión.
Siempre me ocurre igual, justo en los momentos en los que necesito hacer las cosas con más presteza, las circunstancias se me tuercen para obligarme a cambiar mi normal discurrir por un atolondrado ir y venir entre cajones, estanterías y demás lugares.
Las llaves acaban por aparecer en el cuarto de baño, ahora recuerdo, las solté justo al entrar a casa. Venía con unas ganas de mear tremendas y dejé las llaves en una repisa, junto al perfume y el desodorante. Ahora que ya ha pasado la rabieta me siento mejor y la quemazón de hace un momento ante la incertidumbre del “me dará tiempo a llegar o no”, me parece banal. Procuro recordar las palabras del maestro Séneca, sus admoniciones en torno a la inutilidad de la ira. También me viene a la mente cierta sentencia china que dice algo así como que si tu problema tiene solución, ¿de que te preocupas?, y si tu problema no tiene solución ¿de qué te preocupas? Lo malo de estas sabidurías es que siempre aparecen a posteriori, es decir, cuando el enfado ya ha pasado. Dime tú quien se pone a pensar en máximas reconfortantes cuando no aparecen las llaves del coche, uno ya va con retraso y una chica con minifalda está esperándote en la puerta de su casa para que tú la recojas. Sopesar el ingenio de frases tan certeras sólo es posible cuando se está sereno y tranquilo y uno no necesita de ellas.
Salgo de casa. Pongo en marcha el coche y meto primera para volver a poner el punto muerto y comenzar a palparme el bolsillo interior de la chaqueta. Las entradas. Ya se me olvidaban las entradas. Sé donde están. Mientras voy subiendo los cinco pisos en ascensor me consuelo pensando que podía haber sido peor, podría haberme percatado de la falta de los tiques en la puerta de la sala y entonces si que me hubieran dado ganas de golpearme la cabeza. Abro tranquilamente la puerta de mi casa y voy directamente al cajón correcto, me cercioro cuidadosamente de que son dos las entradas que me llevo y por fin, después de cerrar la puerta de mi casa, vuelvo a bajar en el ascensor.
Nosotros, los que somos desordenados y despistados, siempre creemos que nos falta algo, siempre estamos buscando algo, siempre hallamos la forma de sentirnos angustiados. Por esto, en el transcurso de las cinco plantas que tenía que bajar hasta la calle palpé dos veces el bolsillo interior de mi chaqueta, abrí mi cartera para cerciorarme de que llevaba dinero y revisé la fecha de caducidad del preservativo que tanto tiempo llevaba esperando entre carnés y tarjetas de crédito. Lo único que faltaba era que surgiera algo esta noche y tuviera que ir corriendo a alguna farmacia de guardia para explicarle a la farmacéutica que lo mío, después una prolongada sequía, era innegablemente urgente.
Por fin, de nuevo en el coche, arranco con rapidez y cuando entro en la calle donde debo recoger a mi pretendida aminoro la velocidad para disimular mi apuro. Ella está apoyada en la pared, con los brazos cruzados y la punta del pie derecho repiqueteando en el suelo. Cenamos antes de ir al teatro. La noche está siendo agradable, pero sería mucho mejor si estuviera seguro de si he dejado el gas cerrado o no. Las palabras que meticulosamente voy hilvanando para provocar alternativamente su risa y su admiración se mezclan con imágenes de explosiones y bomberos entrando por mi portal mientras los vecinos me echan en cara mi mala cabeza.
Vuelvo a casa justo después del teatro, el condón sigue en mi cartera, no se ha terciado una copa, tampoco la posibilidad de proponer un en tu casa o en la mía, que aunque rancio y arcaico, cuando la alineación de los astros es propicia, suele dar buenos resultados. Esto no quita que la velada haya sido estupenda y que me ilusione la cita que tenemos para merendar mañana en mi casa. La nevera está vacía. Sacó un bloc de notas del cajón de la cocina y hago una lista: leche, café, bollos, galletas, debí preguntarle sobre sus preferencias, mejor será que compre un poco de todo. Lo siguiente es colocar la nota en un lugar estratégico, de manera que mañana sea imposible no verla. No tengo imanes, un trozo de celo valdrá. Así se queda, pegada en la puerta, de manera que cuando vaya a desayunar la veré y la meteré en mi mochila. Imposible fallar.
Ni siquiera ha hecho falta mi paso por la cocina, despertar y recordar el recordatorio ha sido todo uno. He pasado mala noche. Una pesadilla se ha repetido toda la noche: el celo pierde su capacidad adhesiva y el papel con la lista de la compra cae al suelo. Yo me despierto y voy, como todas las mañanas, hacía la nevera para beber un trago de agua fría. La nota que debía recordarme aquello que debía comprar para agasajar a mi invitada es enviada por la punta de mi pie izquierdo a un lugar que sólo está habitado por ácaros y demás seres de reconocido desprestigio en nuestra sociedad.
Así que cuando he abierto los ojos y he descubierto que me dolía la espalda de la tensión sufrida durante la noche, me he levantado y me he acercado a la nevera con sigilo. La nota sigue allí, inamovible. La pongo en mi mochila, junto a un par de libros, un líquido para limpiar gafas y un par de bolígrafos (unos de ellos, no se cual, sin tinta).
Es sábado. Podría saberlo aunque me encerraran dos años sin recibir ni un solo estímulo exterior. Recién salido de mi cautiverio, me bastaría con mirar por la ventana y observar la disposición con la que los viandantes compran la prensa o las revistas. Se trata de una pose especial, como de “hoy no tengo nada que hacer, así que me leo el periódico y me veo el partido”.
Los supermercados están abiertos, entro en el que más cerca queda de mi casa y voy comprando lo que tengo apuntado en la lista. Me resulta raro esto de usar lista de la compra, yo no suelo utilizarla, cuando mi nevera está vacía y ya no queda en mis armarios ni una triste lata de atún voy al supermercado y compro comida, así de sencillo. Digamos que es una forma de rentabilizar mis salidas al supermercado, y es que odio hacer cola; me siento gilipollas, como se puede adjetivar si no al que espera por voluntad propia para pagar dinero. Yo prefiero guardar turno para que me paguen. Hoy me toca esperar, cuatro carros repletos van por delante de mí. Mi compra no es lo suficientemente escasa como para pasar por la caja rápida, pero sí lo suficientemente voluminosa como para no conseguir el indulto de mi espera por parte de los que me preceden. Siempre que me encuentro en estas circunstancias sacó un libro de mi mochila y me pongo a leer, la gente me mira raro, pero a mí se me pasa la sensación de pertenecer a una masa estúpida y manejable; hoy no puedo, estoy algo nervioso por la cita y no consigo aislarme de las miradas y las conversaciones ajenas. Busco otra opción: degusto, gratuitamente, las chocolatinas y caramelos que, cerca de las cajas, tientan a los clientes mientras aguardan su turno. Así, de esta manera, alivio la espera, a la vez que satisfago mi deseo de consumo sin caer en el consumismo.
Llega mi turno, he conseguido engullir dos chocolatinas y tres caramelos sin que la cajera me vea. Son 14,50 euros, pago y cuando me dispongo a salir por la puerta del establecimiento la cajera me llama a voces, volteo mi cabeza temiendo lo peor, pero no, la chica está blandiendo en su mano derecha el paquete de galletas de chocolate que he pagado. Le doy las gracias, y ella me mira con ojos y cabeceo de “cualquier día te dejas la cabeza por ahí”. Yo no digo nada, aunque bien podría haber encajado un intento de chiste del tipo “es que a veces la cabeza sólo me sirve para llevar el pelo” o un más simple “es que soy muy despistado”. Pero no, hace tiempo que no me justifico, yo no pretendo convertir mis defectos más incorregibles en las características más auténticas e innegociables de mi personalidad. Yo quiero cambiar. Aunque sé que es cruel, porque la cantidad de orden en el mundo es limitada y cuando unos lo alcanzan otros lo pierden.
Hay alguien que esta tarde, aún previendo lo contrario, no ha hecho el amor. Algún otro desconocido debe estar buscando, desesperadamente, un desenlace para su relato. Mientras tanto, yo observo la cama desecha por el deseo y pongo el punto y final.