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66- A lo lejos. Por M. J. Baltasar

Estoy solo. Las hojas de los árboles pestañean indiferentes a mi paso. La vereda es estrecha, oscura, sinuosa. Hay nubes moviéndose que tratan de decir algo, gesticulan. Tal vez llueva- pienso. Las golondrinas sin rumbo, desorientadas, representan inocentemente al olvido. Algunas caen ingrávidas tras Vilador. Conozco esta zona desde niño, pero por momentos, reparo en la estupidez de qué puede haber tras esa colina para que las golondrinas desaparezcan. Por unos instantes cedo terreno y me preocupo, doy rienda a las simplezas con las que el temor suele abordarnos, pienso en detenerme, en no acercarme a ese punto maldito que sin darme cuenta me hace apretar los puños. Mi cuello gira cobarde y resignado invitándome a dar la vuelta. Inesperadamente, una que intuyo de aquellas desaparecidas, asciende caprichosa y altiva.
Camino, sigo caminando. Mis pies, livianos por la edad, no dejan huella. La naturaleza es sabia y calcula severa hasta dónde ha de llegar nuestro protagonismo. En el suelo solamente quedan las intermitencias del bastón y mi sombra fugaz. Ahora me entrego al paso, evito pensar. El pueblo ha quedado atrás.
– ¡No vayas muy lejos!- exclamó alguien a destiempo.
En casa no les gusta que salga a pasear. Yo en cambio no soporto la sensación de sentirme cada vez más solo entre los míos. Prefiero la compasión del paisaje, la hermosa soledad que invoca un atardecer. Me siento libre, justo conmigo mismo. Este bosque está lleno de leyendas que me remontan a mi infancia. Los viejos contaban grandes hazañas de todo lo que hoy me rodea. En especial, las que más oídos atentos suscitaban, las de lobos ¡Cuantas historias he oído de ese animal tan amado como temido! Por aquel entonces me sobrecogían los aullidos nocturnos, las noches de penumbra por la llena, el aliento fatigado de los reyes del bosque tras su presa…
Yo poco puedo contar. He olvidado todo aquello. Hoy los niños se tapan los oídos y dan puntapiés a la altura de la tibia. Una gota. Una gota por mi mejilla. Acudo raudo con la mano al ojo para soslayar mi emotividad anciana. Cuando el dedo ya ha recorrido el párpado me doy cuenta de que de algún modo aún soy un niño; un infante vergonzoso y estúpido ante la inesperada aparición de una lágrima. Me han engañado. Me siento inútil y desconcertado. Insensible. Cuando reparo y salgo de mi letargo personal descubro que la lluvia ya ha empezado a ablandar el suelo. Mi ropa está mojada, pegada al cuerpo. Al mirarme repaso mi figura huesuda y destartalada. El hombre sabe que ha de ir siempre disfrazado, que el tiempo nos convierte, nos hace ser nada.
En casa estarán preocupados. Hoy han dicho verme cara de triste; luego restando importancia rieron y trataron de convencerme de todo lo que habría de agradecer a ese nosequién por estar tan bien a mi edad. No hay consuelo. No reparan en que una cara triste sale de dentro. Me importan poco los años y las empresas místicas. Soy un viejo egoísta. En este momento tan solo me importo yo y mi andar extenuado. Tomo asiento para reposar la memoria. He apoyado mi espalda y me he dejado caer a los pies de un roble. Vilador queda lejos. Las golondrinas no se ven en el cielo cubierto, hierático. Ahora las nubes ya no gesticulan; no se sabe lo que puede pasar. Un nimbo de ceniza se burla del infranqueable madero en que me apoyo; el árbol como respuesta parece incorporarse sobre la tierra blanda ya, removida. Las hojas se despuntan e intentan decirme algo. Yo me entrego, agacho la cabeza entre ellas tratando de resguardarme del aguacero. Huele a barro, me agazapo. La naturaleza de nuevo, eternamente sabia, se confabula para llevar a cabo sus dictámenes. En la casa, atentos y vigilantes desde el balcón, se preguntarán qué habrá tras Vilador para que mi figura haya desaparecido del camino. En mi familia son poco perspicaces. De unos años para aquí me tratan mejor, pero como insinuaba, han dejado de escucharme. La noche se vuelca y afana a mi capricho: estoy muy solo. Aquí nunca nadie lograría encontrarme. Sería tierra, olvido.

Recuerdo a un niño que se muerde la uñas con atención e incredulidad ante un viejo. Nunca se ha creído la fábula. No se creyó que el lobo, llegada su hora, se entregue a una caminata hacia la lejanía; y allí, con pasos cansados, lejos de todo, de su prole, se sienta morir.