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42- EL RESTAURANTE. Por L’ENCOBERT

 Desde hacía algunos meses en la ciudad tan sólo se hablaba del nuevo estaurante. Incluso quienes no lo habían visitado, que eran la mayoría, se referían a él con una mezcla de misterio y respeto. Estaba ubicado en un callejón oscuro de la vieja judería, envuelto en piedras milenarias, rodeado de sombras y calles de viejos muros rezumantes de humedad. Si no se conocía de antemano su estricta situación era difícil dar con su entrada. En aquella zona de la ciudad las ordenanzas municipales prohibían toda muestra de reclamos y neones.

El río de la rumorología anegaba el mercado y las oficinas bancarias. Se decía que al frente del restaurante estaba una viuda, al parecer amante de un gerifalte de la capital, y, todavía, en edad de merecer, acompañada de tres hijas veinte añeras. Pero nadie las había visto excepto quienes eran clientes del lugar. Al mercado acudía a escoger el genero un hombre alto, con aspecto de extranjero, la cabeza como una bola de billar y una voz aflautada que no parecía salir de aquel corpachón de gimnasta. Los pedidos también los recibía él mismo por una puerta trasera de la casa acrecentando así las habladurías sobre aquellas cuatro mujeres.

Ni siquiera los pocos habitantes de la ciudad que, alguna vez, habían tenido la suerte de comer allí se atrevían a hablar de ello. Un manto de silencio se extendía sobre todo lo que no fueran los platos catados en aquel lugar. En este tema todo el mundo se hacía lenguas extendiéndose en panegíricos sobre las delicias de todo tipo que habían probado en el restaurante. Los mejores caldos, las carnes más tiernas, la caza mejor oreada y preparada en interminables guisos, los postres más exquisitos y vinos y licores desconocidos hasta entonces. Las mesas siempre estaban reservadas y era una norma de la casa no poder volver al restaurante en una plazo de nueve meses contados desde el día de la última visita.

La fama del restaurante se iba extendiendo como una mancha de aceite y hasta los repartidores de estrellas de una afamada guía gastronómica recalaron en aquella pequeña ciudad provinciana para probar y calificar los platos del local que, en el habla popular, ya era conocido con el mal nombre de “El Serrallo”. Por los edictos municipales se supo que habían adquirido la propiedad de toda la finca y hasta un prestigioso periódico de la capital publicó un reportaje a cuatro columnas y en página impar sin que su lectura aclarara el misterio.

A los pocos días recibí una llamada de la capital, Un compañero, al que no conocía personalmente, tenía que pasar cerca de la ciudad y le gustaría cenar en el restaurante. Busqué el número de teléfono en el listín sin poder dar con él y en información me indicaron que en Call 19 no existía ningún teléfono. Así que no tuve más remedio que acercarme a la judería para encargar una mesa. Eran las seis de la tarde y me recibió, en un pequeño saloncito, el gimnasta calvo, informándome que podríamos cenar el 20 de Junio. Estábamos a 10 de Abril y decidí que si para la fecha concertada el compañero de la capital no estaba disponible no faltaría alguien que quisiera venir conmigo a degustar los tan ensalzados manjares de la casa.

El compañero capitalino aplazó su visita y una noche calurosa y con la Luna en todo su esplendor atravesamos las puertas del restaurante. Era un hombre de unos treinta y cinco años, alto, moreno y atractivo. Sus ojos verdes taladraban el espacio y su porte era el de un hombre avezado a la vida y sus aventuras. Me llamó la atención el dedo meñique de su mano izquierda. Estaba encorvado como un gancho y lo adornaba un pequeño anillo con la bandera española en el sello.

El restaurante era pequeño, tan sólo cinco mesas. Se habían respetado los viejos muros de piedra y de ellos colgaban cortinajes exóticos y multitud de grabados eróticos japoneses. Una luz tenue transmitía una suave sensación de paz y tranquilidad. La dueña era una mujer guapa, una hembra madura, quizás cercana a los cincuenta años, con un porte elegante y unos ojos negros de mirada profunda.

Nos tomó la comanda que ella misma aconsejó ya que desconocíamos en que consistían aquellos platos de extraños nombres y, como aperitivo, dejó sobre la mesa dos copas anchas con un extraño liquido bicolor verde y rosa junto a unos platillos que contenían extraños pasteles y croquetas de sabor agridulce. Más tarde vendrían las ensaladas gelatinosas, los fiambres especiados hasta el límite, los pescados limpios y sin espinas con rellenos exóticos, aves de corral con sabores desconocidos, redondos de carne que sorprendían al abrirlos. Todo ello regado con blancos y tintos sin etiqueta en la botella y con un bouquet tan exquisito que me extrañó no conocerlos. Con el café y los habanos nos sirvió sendas copas de un aguardiente de elaboración casera que iba infundiendo vida mientras paseaba nuestras venas.

Me llamó la atención no ver mujeres entre los comensales. Las únicas mujeres eran la dueña y sus hijas. Estas eran tres bellezas, iguales en su belleza y diferentes en su figura. Una era morena como la madre, con ojos claros y pechos prominentes. La otra era una pelirroja con la cara alegrada por las pecas y una sonrisa alegre. Y la tercera era una rubia con aspecto de nórdica, de largas piernas y sonrisa de desdén. Durante la cena se colocaron en un rincón del comedor. La morena acariciando su cuello con un violín, la pelirroja con un chelo entre sus piernas y la rubia lamiendo una flauta travesera y comenzaron a desgranar melodías de Mozart, Vivaldi y Bach.

Entre la música, la bebida, la comida, los manteles de hilo, las copas tintineantes, los platos de lujosa porcelana y la visión de aquellas damas rodeadas de imágenes eróticas con los ojos rasgados ya comenzaba a estar mareado. Mi compañero hizo un intento de acercamiento a alguno de los cuatro ases de aquella rara baraja de la vida pero fueron en vano. Salimos con la intención de tomar el aire y acudimos para tomar la espuela al bar de la estación, el único que abría toda la noche. Cuando ya estábamos en la puerta del hotel mi compañero se dio cuenta que había olvidado el encendedor, un Dupont de oro, en el restaurante. Estábamos a una manzana de mi casa y al día siguiente yo tenía que madrugar así que nos despedimos allí mismo ya que él, en un par de días, tomaría posesión de su nuevo y lejano destino. Aquélla noche, a pesar del banquete y el exceso de alcohol, hice, hasta cuatro veces, el amor con mi pareja, cosa prácticamente imposible a mis cuarenta y cinco años.

Pasaron los meses y la fama del restaurante fue acrecentándose. Los estrictos comisarios gastronómicos le otorgaron dos de sus famosas estrellas y cantidad de lujosos automóviles, venidos de todo el país, aparcaban cada noche en el aparcamiento cercano a la judería. Mis ganas de volver a aquel lugar crecían con el paso del tiempo. No se si me empujaban allí los exquisitos manjares o el halo misterioso que rodeaba a aquellas cuatro bellezas. Un día, mientras tramitaba la hipoteca para adquirir una nueva vivienda, lo comenté con el director del banco, interesado como media ciudad en conocer aquel lugar, y le propuse acudir juntos a una cena puesto que mi plazo de nueve meses ya había prescrito. Así que, otra noche también de Luna llena, cuando ya el aire frío de la sierra comenzaba a desnudar los árboles, volví a verme, con nuevo acompañante, en aquel lugar.

La dueña no dio indicios de reconocerme y, una vez tomada la comanda, comenzó el ritual poniendo sobre la mesa un par de copas que parecían modeladas sobre sus pechos, esta vez con un liquido rojo y negro junto con los habituales entrantes. El señor Letona de García-López, director del banco, estaba extasiado ante lo que allí veía y ambos íbamos saboreando con verdadera gula todos aquellos manjares.

El plato estrella, uno de los más aconsejados por los expertos gastronómicos, era el soded y consistía en una perdiz gelatinosa rellena de carne y frutas exóticas. De súbito el tenedor de plata quedó paralizado entre el plato y mi boca mientras mis ojos, horrorizados, contemplaban el trozo de carne que iba a llevarme a la boca. Engarzado a las púas del tenedor tenía un trozo carnoso, como una pequeña salchicha ganchuda adornada con un anillo hecho con fresa y limón que simbolizaba la bandera española.

Las tres beldades interpretaban una pieza mozartiana mientras, tragándome las ganas de vomitar, todavía tuve fuerzas para sacar la placa con mi mano izquierda empuñando la pistola con la otra mano. Exigí al resto de comensales que dejaran de comer y rogué al Sr. Letona de García-López que llamara a mis compañeros a la Comisaría. Todo el mundo me miraba con ojos de incomprensión menos aquellas cuatro mujeres.

En el posterior registro de la casa quedó al descubierto el secreto de los buenos manjares de aquel restaurante. En sus cámaras frigoríficas aparecieron, debidamente troceados, infinidad de retos humanos. Cerebros, estómagos, corazones, manos, codos, rodillas, testículos, penes, dedos y un largo etcétera de piltrafas. Todo ello, convenientemente adobado y macerado, servía para confeccionar los exquisitos platos que allí se degustaban.

En uno de los pisos superiores una habitación con una descomunal cama bajo un rojo dosel aterciopelado y rodeada de espejos servía de banco de experimentos. Allí llevaban a los pobres incautos que caían en sus fauces y después de saciarse hasta el infinito los dormían con cualquier filtro y procedían a despedazarlos para obtener sus condimentos gastronómicos. En un pequeño armario congelador encontré algunos de sus secretos. Un recetario del horror donde anotaban como macerar orejas, la receta de las croquetas de testículos y gelatina de esperma o el ragout de cuello así como pequeños frascos rotulados como esperma, esponjas de flujo vaginal, pelos de pubis, sangre de diversas clases: en vivo, de degüello, menstrual…, pestañas, uñas, etc. Entendí todo cuando frente al espejo leí en uno de los platos de fina porcelana el nombre del restaurante : SITNAM AL, entonces pude ver el verdadero significado de aquel exquisito y renombrado restaurante.

Con este macabro hallazgo se aclararon un sinfín de desapariciones que habían sido denunciadas en todo el país. Pero por razones que desconozco todo aquello se silenció a la prensa y a la población. Al cabo de un tiempo los rumores desaparecieron y ahora en Call 19 hay una mercería.

Yo escribo todo esto desde una Casa de Reposo, que es como ahora llaman a los Manicomios, y donde nadie entiende que tan sólo coma las verduras que yo mismo cultivo en un pequeño huerto y no beba más agua que la que yo mismo vierto en mi vaso directamente del grifo.