- III Certamen Narrativa - https://www.canal-literatura.com/3certamen -

28- Quiero contárselo a mi madre. Por René Irasaqui

A nadie le parecerá mal que quiera contárselo a mi madre. Al revés. Una relación materno filial tan estrecha sólo puede inspirar admiración, complacencia y hasta ternura en quienes tengan buenos sentimientos.
Lo que sucede es que me resulta difícil contárselo a mi madre. No por mi edad, por supuesto. A los sesenta años uno puede contar cualquier cosa sin que se le suban los colores. O sea, que no es cuestión de edad. Ni de timidez. ¡Cómo voy a ser tímido a estas alturas! Menos aun con mi madre. Faltaría más.
El asunto, digo, es complicado. Sobre todo, porque hace años que mi madre y yo no nos hablamos cara a cara, mirándonos a los ojos. No porque estemos enfadados. En absoluto. Jamás hemos tenido un enfrentamiento, ni siquiera la desavenencia más ligera. Por eso quiero contar a mi madre lo que me ha pasado.
Pero resulta difícil. Mejor dicho, imposible. No puedo contárselo a mi madre, simplemente, porque hace años que está muerta. Así que no puedo decirle lo ocurrido. No puedo pedirle consejo, beneficiarme de su experiencia, notar su comprensión y escuchar sus dulces palabras de consuelo, como sucedía cuando era niño.
Tengo que hacer algo para remediarlo. No soy capaz de aguantar yo sólo lo que me ha pasado. Debo encontrar la manera de ponerme en comunicación con mi difunta madre…
Ya sé. Buscaré un experto en estas cosas. Hoy día hay expertos para todo, profesionales competentes que incluso han realizado cursos de especialización. Lo malo es que ignoro quién puede ser experto en estas cosas. ¿Un escritor, acaso? Los escritores son gente imaginativa, que seguro han pasado por trances más complicados que éste, al menos en teoría. Claro que una cosa es la teoría y otra la práctica. Entre la ficción y la realidad, dicen, suele haber un buen trecho. Así que es dudoso que un escritor pueda resolver mi problema. Además, ¿qué tipo de escritor? ¿Un poeta? ¿Un autor de novelas de misterio? ¿Uno de ciencia-ficción? Ron Hubbard inventó la Iglesia de la Cienciología, la de John Travolta y Tom Cruise, pero el hombre también está muerto, con lo que vuelvo otra vez al origen mismo de mi problema.
Así que no sé, no sé… ¿Un ilusionista? Eso es peor, aunque esté vivo. Precisamente todos los ilusionistas son unos vivos de tomo y lomo, unos embaucadores, unos engañabobos que se dedican a practicar trucos, falsedades, artificios ingeniosos con los que confunden al personal. Sería, pues, peor el remedio que la enfermedad. No me sirve un ilusionista para resolver mi problema.
Veamos. ¿Un profesor? Pero, ¿profesor de qué? No, no… ¿Un antropólogo? ¿Un sociólogo? ¿Un comunicólogo? ¿Un enólogo? ¿Un psicólogo? ¿Un…? ¡Un psicólogo! ¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Los psicólogos, ya lo dice su propio nombre, son unos expertos en el alma humana, en lo profundo de uno mismo, en esa frontera interior entre la vida y la muerte que todos llevamos dentro. ¡Un psicólogo! ¡Por fin he dado con la clave de mi cuestión!
—A ver si le he entendido —me dice el hombre, mientras se atusa una barba rala y tiesa, de una semana—. Usted quiere hablar con su madre.
—Eso mismo —le digo, aliviado por su capacidad de comprensión.
—Pero su madre está muerta…
—Ha captado el problema a la primera —respondo con admiración al psicólogo que he encontrado en las páginas amarillas del listín telefónico.
—Ya… ¿Y no le parece raro querer hablar con un muerto?
—¡Hombre…! —contesto, con un matiz de suspicacia que acaba de penetrarme inopinadamente por algún sitio— Si estuviese viva no habría venido a verle; habría hablado con ella directamente.
—Bueno, bueno… El suyo no va a resultar un caso fácil.
—Eso mismo creo yo.
—Sepa, amigo mío, que los complejos de Edipo no se resuelven en una semana. Esto nos va a llevar meses de terapia; quién sabe si años.
Me quedo estupefacto:
—¿Años? ¡Pero si yo sólo quiero contar a mi madre una cosa muy breve!
—Además está el asunto de los honorarios. Estas sesiones no son lo que se dice baratas.
Estoy a punto de pegar a semejante farsante. ¡Para eso he venido a verle! ¡Para eso me ha hecho perder el tiempo! O sea, que hablar con mi madre me va a costar años de tratamiento, amén de toda una pasta, cuando siempre he hablado con ella en cuestión de minutos, sin mayor problema.
Obviamente, el psicólogo no era el profesional que iba a resolver mi caso, así que tengo que seguir buscando. ¡Cavila, Anselmo, cavila!, me digo.
Debería haber previsto que un psicólogo no era la solución porque, en el fondo, todos ellos son unos escépticos, gente sin fe y sin creencias. ¿Cómo va a hacerme hablar con un muerto alguien que no cree en la otra vida, en el Juicio Final, la resurrección de la carne y esas cosas? ¡Claro! ¡Eso es! ¡Un cura! Ellos sí que creen en la inmortalidad del alma, en el más allá. Lo que yo estaba buscando, sin saberlo, era un sacerdote. Un sacerdote como Dios manda, nunca mejor dicho.
No estoy muy ducho en estas cosas, sin embargo. No he hablado con un cura desde que fui a la mili, hace treinta y nueve años. Ignoro, incluso cómo abordarle. Tampoco estoy muy seguro, así a simple vista, de quién es cura y quién no. Hace treinta y nueve años las cosas eran más fáciles o, al menos, estaban más claras que ahora. ¡La iglesia! ¡Allí sí que no hay pérdida! Voy a la iglesia y… Y… ¡Y me acerco al confesionario!
Me dirijo de frente, como hice cuando preparaba la Primera Comunión, y retiro las jambas que protegen el habitáculo. El cura me mira espantado, como si fuese a contagiarle alguna enfermedad:
—Pe… pero, ¿qué haces, hijo mío?
—Confesarme, ¿no lo ve? —contesto, más desabrido de lo que sería menester.
—Por el otro lado, hombre, por el otro lado… —me responde, más sosegado, el siervo del Señor.
Hablar a través de una celosía, a un hombre que está de costado, qué quieren que les diga, no me parece lo más apropiado para abordar un tema tan delicado como el mío. Claro que si no hay otro remedio…
—Mire, yo…
—Ave María Purísima —me interrumpe—. ¿Cuánto tiempo hace que te has confesado?
Al pronto, me quedo helado, ante lo directo de la pregunta. No me la esperaba, la verdad. Calculo deprisa, todo lo deprisa que puedo. Hice la Primera Comunión poco antes de cumplir los siete años; ahora voy casi para los sesenta y uno. Respuesta correcta:
–Casi cincuenta y cuatro años.
El silencio subsiguiente es casi tan espeso como el algodón. Cuando empiezo a temer que le haya sucedido algo al buen hombre, oigo un suspiro:
—Mucho tiempo, me parece mucho tiempo.
—Tampoco he tenido la oportunidad —me excuso.
—Cuéntame tus pecados, hijo mío.
—Yo no he venido a eso —le contesto, con toda sinceridad.
Otro silencio del cura. Pero esta vez lo aprovecho para seguir hablando y no perder nuevamente el hilo:
—La verdad es que lo que yo quiero es hablar con mi madre muerta. Y como usted es una persona santa, pues eso, que quién mejor que usted para ponerme en contacto con los difuntos.
—¿Hablas en serio, hijo mío?
—No he hablado más en serio en mi vida. Y, la verdad, si usted no me ayuda a entrar en contacto con mi madre, no sé como hacerlo.
—Ésa no es labor de la Iglesia. Busca dentro de tu corazón y encontrarás las palabras adecuadas para hablar con tu madre.
Antes de que pueda replicarle, añade:
—Reza tres Padrenuestros y una Salve y eso te ayudará.
Musita algo más y, sin tiempo para darme cuenta, el hombre cierra el otro lado de la celosía.
Ahora entiendo la expresión de quedarse con un palmo de narices. O sea, que vuelta a empezar. Ya no tengo muchas más opciones. A ver: si la magia blanca, es decir, la religión, no me sirve, quizá probando con la magia negra… Pero eso es muy fuerte. Además, a mi madre no le gustará. Es capaz de negarme la palabra si ve que llego a ella mediante malas artes. Habrá que buscar algo no tan tremendista, más light, como se dice ahora. Quizás, quizás, una simple médium servirá.
—Bien, bien… —me dice la mujer, más rubia, más joven y más atractiva de lo que hubiese imaginado— ¿Y cómo se llama su madre?
—Sara.
—Pues vamos a hablar con Sara.
Echa unos polvos raros en un vaso con agua y tras remover la mezcla entorna los ojos y deja pasar un buen rato.
—Anselmo, soy tu madre —me suelta al cabo—. ¿Qué quieres contarme?
Desconfío un poco, la verdad. El escenario, el ritual, el procedimiento, todo, lo veo algo prosaico para los quinientos euros que me ha pedido por la sesión “con resultados garantizados”, según afirmó cuando le expliqué mi caso. Así que tiendo una pequeña celada a la médium, no sea que me esté engañando.
—¿Qué hora es? —le digo.
Mi madre nunca supo en vida qué hora era: la mujer jamás usó reloj alguno. Así que es improbable que después de muerta esté pendiente de la hora.
Observo un mínimo tic en un párpado de la rubia, un movimiento apenas perceptible, como un ligero desconcierto o falta de concentración. Lo cierto es que yo tampoco puedo fijarme mucho en ello ni sacar alguna consecuencia fiable porque otras voces me están molestando.
Las voces van subiendo de tono o, al menos, a mí me lo parece.
Dos hombres hablan y hay un murmullo de comentarios al fondo, como las hojas otoñales de los árboles deslizándose sobre el empedrado de un parque.
Intento concentrarme en la médium pero no puedo.
—Ha sido de repente —está explicando una de las voces masculinas a la otra.
—¿Y cuándo dice que ha sucedido?
—Ahora mismo. Estaba sentado aquí, en este taburete, a mi lado, tomándose un pincho de tortilla, y zas.
La voz que está hablando me suena. Si hablase un poco más hasta sería capaz de identificarla.
—Pues no hay nada que hacer —dice el otro hombre—. Ha debido ser un aneurisma.
—¡Dios mío! ¡Si hace unos minutos estábamos aquí los dos, charlando tan tranquilos antes de volver al trabajo…! Y ahora, ya ve, él está muerto —y el hombre se pone a sollozar.
Ahora lo reconozco. ¡Luis! ¡Pero si resulta que una de las voces pertenece a Luis, mi compañero de oficina! A ver si me entero de lo que ha pasado.
—Venga por aquí —le dice el otro—. Ahora llegan ya los del SAMU y podrán retirar el cadáver, si es que el juzgado no decide otra cosa.
Mi compañero Luis parece desconsolado. Sigue sollozando:
—¡Pobre Anselmo! ¡Tan sano como se le veía hace cinco minutos y ahora así, muerto!
¿De qué Anselmo hablan? ¿No será…? ¡Cielos! ¡Sí! Ahora me acuerdo perfectamente de por qué quería hablar con mi madre y de lo que pretendía contarle. Quería decirle que me he muerto y que me espere, que ahora mismo voy a verla. Pero, claro, seguramente no hará falta decírselo porque, como siempre, ella se habrá enterado de todo antes que yo. ¡Qué vida ésta!