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25- Salida. Por Asmodeo

Toda puerta de salida es, a su vez, una puerta de entrada…
Entro y salgo de mí… en ti.
Abro una ventana: es de noche (quiero que sea de noche), un vaho de soledad asciende hacia mi. La lejana y leve luz de una farola permite que mis ojos diferencien algunos objetos de entre las sombras de mi escritorio. El ordenador, enfrente, aparece silencioso y metálico, destila una luz muerta. Arrastro los pies hacia la cama; de camino, se me derrama un poco de agua del vaso que tiembla entre mis dedos: “Las camas deberían ser, principalmente, para dormir (a no ser que sean inmensas), habría que utilizar grandes espacios para joder”, pienso. Cuando estoy ante la puerta de mi dormitorio, oigo expirar a alguien.
Lo que más te gusta de esta vida es dormir, más que follar, que ya es mucho decir… mientras duermes no perteneces a nadie, aunque estés soñando que eres un esclavo. Son una orgía de libertad los sueños. El hombre debería tener derecho a dormir cuanto quisiera y en el momento que le apeteciera, sueles decir. Pero lo que te colma de placer, cuando consumas esa necesidad fisiológica, es el despertar: abrir los ojos y morir como durmiente; sentir esa prosaica sensación física, entre afligida y sana, que hormiguea en todas tus células, hasta endurecerte la polla: justamente a la inversa que en el sexo.
El umbral de un sencillo y amplio dormitorio, una música que se parece al silencio y un dulce olor a manzana. La persona que idealizas, que deseas, te dice: “entra”. Por la ventana abierta pasa la luz blanca y fresca de la mañana. Te miras al espejo y crees que eres yo; pero tú te sabes uno y abres los ojos.
Suena el despertador, despiertas, despiertas de verdad; la habitación, en semipenumbra; quietud, luz filtrada y viento lastimoso que se cuela por entre las rendijas de la persiana: densidad de la vida que también se consume mientras duermes. Ha amanecido, principio de primavera. Llueve. Hace un día para que te quieran como si hubieras vuelto de un coma profundo, como si hubieras revivido. Un día para no salir de la cama, para que te susurren, a un tiempo, en ambos oídos; un día (risa lacerante, dolor suave) para atrapar la belleza entre las sábanas.
En la calle esperas a la furgoneta que te llevará hasta la obra. Sientes frío (todas las mañanas, cuando te levantas para trabajar, sientes frío incluso en verano). El sol es un pedazo de hielo amarillo-azulado. Caminas en dirección a la esquina más próxima pasando a través de la gente, a la que no ves. Oyes el aullido de la alarma de un coche de policía (distingues su sonido, del de otras alarmas, a la perfección), mas no sabes si se aleja o se acerca; nunca, en primera instancia, lo tienes claro, hasta que el transcurso de los segundos te certifica una cosa u otra.
Un mar de hormigón y un bosque de puntales: de mala gana te incorporas al trabajo.
-Oye, quita los puntales más próximos que tengas a tu derecha ¡Estás alelado, he dicho los de la derecha, no los de la izquierda! ¿En qué piensas? ¡Cada vez estás menos en lo que tienes que estar!, te reprende el encargado.
-No le hagas caso, tío, hoy se ha levantado de mala leche, te cuchichea un compañero.
“La tapadera de una lata de sardinas, abierta descuidadamente, te puede segar un dedo”; la obviedad se manifiesta espontáneamente, con voz propia, mientras te preparas tu bocadillo de la mañana con rebanadas de realidad y de rutina.

Abres la puerta de tu casa, tu chucho se arroja a tus pies, llorando y diciéndote que tiene alma. Hace frío esta noche, el invierno está siendo demasiado largo. Deberías de estar contento al volver a la redondez del hogar, aunque aristada de microscópicos reproches, tras la agotadora jornada de trabajo…; pero, a pesar de que no puedes hacerte una idea de cómo será la no existencia, dejar de ser es lo que quieres…
El Windows de tu ordenador se abre lento y cansado como el amanecer de un domingo. Son las once cuando comienzas a limpiar tu PC. Tu mujer te dice desde el dormitorio:
-¿Por qué no te vienes a la cama? ¡Ya no eres cariñoso conmigo!
-Vale, ya no soy cariñoso contigo, respondes con humor amargo.
Te cuesta tres desesperantes horas activar el detector de spyware y el antivirus, y eliminar un sin fin de programas espías y varios archivos sospechosos. Vas a la cocina y llenas un vaso de agua. Recorres el pasillo, en semipenumbra, iluminado tan sólo por un haz de luz, proveniente de una farola, que penetra a través de la ventana abierta de tu escritorio.
-¿Por qué te acuestas tan tarde? Estás helado. ¡Ya no eres cariñoso conmigo!, vuelve a protestar tu compañera, mientras se refugia entre las sábanas, y te burlas con una sorna que te hiere a ti mismo:
-Vale, ya no soy cariñoso contigo.
Por la mañana, te despierta entre besos y caricias, soltándote la misma cantinela:
-¿Por qué no me abrazas? ¡Ya no eres cariñoso conmigo!
-Vale, ya no soy cariñoso contigo, repites, una vez más, la sombría guasa.
-Ah, ¿a qué hora tenías la cita con el dentista?, te pregunta antes de irse a trabajar.

Al principio, una de las cosas que más te gustaba de tu compañera era que no te tomara en serio, que se burlara de ti, incluso en público; sobre todo cuando adoptabas un aire reflexivo y serio; pero te cansaste de eso (supongo que siempre acabamos por cansarnos de todo), pues hace ya mucho tiempo que dejaste de reírte de ti mismo hasta el ensañamiento.
“Desolación y tormento pugnan por brotar de tus ojos; sólo siendo generosa con mi amor puedo entreverlo”, te dice ella con la mirada, mientras os calentáis en el brasero de la mesa camilla. (Te invade la misma rara ansiedad que cuando columpiabas a tu hija pequeña, un domingo, en un parque [al día siguiente no tenías que trabajar; no era esa la desazón]: Hiciste la digestión bajo un sol dulce y aburrido. Aparentemente, en esas atmósferas suaves no suele suceder nada. Ofuscación del intelecto. Nos confiamos, ya ves. Anhelabas huir [después de matizarse el aire, bruscamente, de un tono más opaco] tras un papelillo que era arrastrado por un repentino soplo. Entretanto tu hija gritaba, agudamente, por enésima vez: Una vez más papá, colúmpiame una vez más, te prometo que será la última…)
El sonido de la lluvia, unas veces plácido y otras enérgico, era vuestro único vínculo desde hacía algunos días. Parecía que todos los realismos estéticos se habían materializado para siempre, encima del tejado de enfrente, con aspecto de ángel abatido (la belleza del rayo y del trueno; del olor a tierra mojada; del frescor y del ángel rebelde, que se empapa, encaramado en el tejado de enfrente; es una realidad más auténtica que la de lo que no existe).
Decidisteis alejaros, probar a vivir el uno sin el otro. Así que se marchó y se llevó con ella a vuestras dos hijas y al perro. Sin embargo, hoy, a la hora de comer, su ausencia ha sido una mano helada en tu garganta.

La separación te ayudó a reflexionar, y has llegado a tener la certeza de que, en la relación de pareja, saber amar es, en ocasiones, saber dejarse dominar por el otro, y que, encima, parezca que le estas dando las gracias. Así que, le rogaste a tu mujer que volviera, y ella ha vuelto. Lo mismo ocurre en la relación con los hijos: hay que saber dejarse someter; por eso te sientes liberado para expresar tus ideas, ante tu clan familiar, diciéndoles cosas como éstas: “¿Por qué tener una mujer, un trabajo, hijos, una casa…? ¿No sería mejor no tener mujer, ni trabajo, ni hijos, ni casa…? O, lo que es lo mismo, ¿no sería mejor tener todas las mujeres, todos los trabajos, todos los hijos y todas las casas…?” (Tus hijas no te entienden, piensan que estás algo chiflado, sobre todo la grande.) Pero tienes una mujer, y dos hijas: una de 16 años y otra de 7, y un perro enorme y peludo; y una casa… Y hoy están todos rondando por la casa, llenándola, respirando (el perro está acostado en el pasillo, tu hija mayor y tu mujer charlan en el porche, la chica viste al Kent con las ropas de la Barbie y tú friegas los platos). Eso es todo. Rutina. Cotidianeidad. Un hombre acompañado que se siente muy solo.

Mientras tiendes la ropa en la azotea, miras absorto el pequeño puerto, que está enfrente de tu casa. Tú no sabes hablar, ni hacer (no podrías dar recitales de poesía ni ir a la cárcel, integrarte), aunque tus cantos sean delfines que habitan las aguas del viejo océano; o ¿quizás no te has esforzado por puro miedo? (ya me entiendes, miedo al miedo). Ella no sabe de poesía porque está dentro de la poesía; no teoriza la vida: vive; no es brillante: brilla; es tu mujer (aunque a veces parece otra), y nosotros la abrazamos.
Ella se levanta por las mañanas animada y contenta, pese a que madruga para hacer las faenas de la casa antes de irse a trabajar de cajera. Es su vida; no tiene otra… Se conformaría con que todo siguiese igual… Ahora, a tu compañera y a ti, ya no os une el amor (ya no os pertenecéis), sino que sentís una recíproca dependencia: tú dependes de ella porque ella depende de ti y viceversa. Un lazo más puro y auténtico que el amor, más bello.

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“EXIT”, leo desde la cama el cartel verde luminoso (hurtado de un restaurante, en el que estuve trabajando en cierta ocasión) que he colocado sobre la puerta de mi dormitorio. “¿Agonía de quién?”, me pregunto, con el edredón de plumas cubriéndome hasta la cabeza. “Pero, ¿por qué estoy ahora sólo? ¿Por qué duermo solo? ¿Dónde está ella…? ¿Dónde están todos? Estoy seguro de que he oído expirar a alguien, ¿o tal vez eran sollozos?” No quiero mirar en el interior del armario, de repente me siento un niño que está teniendo una pesadilla (un niño que desea llamar a su madre, pero que teme a que su padre le riña, y le llame maricón: “¡Paco, por el amor de Dios, no le digas eso al niño!”, decía mi madre; “¡mariconazo!”, gritaba por toda respuesta mi padre). Y hablo solo: “¿Hay alguien ahí dentro, o se trata de mi propia deformidad…?” Miedo al miedo. Un olor dulce y nauseabundo, mezcla de heces y animal en descomposición, va corrompiendo la atmósfera lentamente. Pero no me muevo, permanezco encogido, en posición fetal, entumecido de espanto, sin asomar ni un pelo fuera del cobertor. Por fin saco fuerzas de flaqueza para abandonar la cama. Busco, nervioso, un arma en el cajón de la mesita de noche, pero no la encuentro. Frente al armario empotrado, vacilo: “Si no siento piedad por el que está fuera, ¿por qué voy a sentir clemencia por el que está ahí adentro?… Y si no me horroriza el monstruo que se para ante el armario, ¿porqué me ha de dar pánico el que imagino dentro del mueble?” Abro la puerta del armario con celeridad. Aparto la ropa que hay colgada. De soslayo, veo el reflejo opaco de un bulto arrinconado. Un gemido. Cierro la puerta sudoroso. La alarma de un coche de policía aúlla en la calle; distingo, perfectamente, su sonido del de otras sirenas, pero nunca sé si se acerca o se aleja, hasta que el paso de los segundos evidencian una cosa u otra.