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11- Irreemplazable. Por Graciela Moreno

Cuando murió nuestra perra, mi hermano Orlando sugirió que enseñáramos a la lora a ladrar. En realidad hubiéramos querido recibir la cachorra pequinés que nos ofrecían los vecinos, (tenía una mancha nevada en el pecho, igual que nuestra Puka), pero mamá lo prohibió con un argumento irrefutable:
-Luego se muere y todos vamos a sufrir mucho.
Puka murió un miércoles de ceniza, el día que comenzaban las vacaciones de semana santa. Esa noche en la mesa fuimos incapaces de tocar los platos y con mucho pesar arrojamos a la basura el arroz, las papas fritas y el pollo asado con todo y los pellejos que tanto le gustaban a Puka.

El jueves por la mañana me despertaron unos aullidos tan falsos que parecían de lobo de dibujos animados. Bajé al patio cubierto y encontré a Orlando sentado frente a la jaula de la lora. Ahí estuvo el día entero aullando y ladrando. A ratos sacaba a la lora, la sostenía sobre su dedo índice y ladraba con sus labios muy pegados al pico de ella, luego la volvía a guardar. Como el colegio estaba cerrado, durante esos días Orlando no hizo nada distinto que dar lecciones de ladridos y aullidos. Mamá, papá y yo nos encerrábamos en la alcoba principal y le subíamos el volumen al televisor para no escucharlo. Sólo cuando papá bajaba al comedor por las noches
-Si no dejas de ladrar, Orlando, no te llevaré al circo.
Mi hermano suspendía las lecciones y gracias a eso podíamos dormir. Porque amaba el circo más que cualquier otra cosa en el mundo. Dos años antes mi padre nos había llevado y en aquella ocasión le compró a mi hermano un sombrero de bufón. Era de terciopelo basto, tenía cinco puntas, cada una de un color distinto y con campanillas cosidas en los extremos. Mi hermano se lo ponía, daba brincos
(tilín, tilín, tilín)
y luego se inclinaba para agradecer los aplausos de un público imaginario. A veces lo llevaba puesto cuando mi madre nos mandaba a comprar la leche y el pan aunque los otros niños del barrio cada vez que
tilín, tilín, tilín
comenzaban a gritar detrás de nosotros
-¡Tooooonto, tooooonto!
Mi hermano se volvía más sordo cuanto más gritaban ellos. Yo apretaba el pan bajo el brazo, cruzaba un mechón de pelo sobre mi cara y lo mordía con la boca hasta que el grito colectivo comenzaba a apagarse.
-Tooo…nto… tooon….
En cuanto entrábamos a la casa, suspiraba de alivio. Orlando se daba cuenta y a veces se ponía triste porque no entendía mi vergüenza y pensaba que había dejado de quererlo. Si no le decía nada de inmediato, terminaba enrollándose sobre sí mismo como un gato pequeño, en un rincón de la sala, hasta que yo le acariaba la espalda y le entregaba una de sus revistas favoritas.

Las que más le gustaban eran las de National Geographic, por los mapas a todo color desplegados en páginas dobles y las fotos de animales que parecían sacados de una imaginación tan desmesurada como la suya. Pero su favorita, la que guardaba como un tesoro, era una edición especial sobre Mongolia. Había fotos de hombres, mujeres y niños con las caras blancas y redondas como arepas, y ojeras pronunciadas bajo miradas perplejas, iguales a la suya. Por causa de aquella expresión algunas personas dicen que los mongoles
(y mi hermano)
son idiotas.

Orlando estuvo días enteros ladrando y aullándole a la lora sin que ella diera el más leve indicio de querer aprender. Un domingo, en la mesa, papá sugirió que aceptáramos la cachorra que nos ofrecían los vecinos, pero mamá volvió a decir:
-Luego se muere y todos vamos a sufrir mucho.

Aquella noche fue la última vez que se habló de reemplazar a Puka. Lo recuerdo porque a media noche se desató una tormenta eléctrica y nos despertamos asustados cuando un relámpago estalló en nuestra ventana. Orlando se levantó porque creía haber olvidado cerrar la puerta de la jaula e incluso la puerta del patio interior. Desde la cama gemela le advertí que no se le fuera a ocurrir bajar porque podía resfriarse, pero él se levantó de la cama descalzo
(mamá nos tiene prohibido andar descalzos)
y salió corriendo. Yo salí detrás de él, pero para evitar que le diera alcance, corrió aún más rápido, tropezó y cayó por la escalera dando botes como si estuviera jugando.

El médico dice que a Orlando se le ha partido el cuello. No volverá a caminar, ni a reir, ni a cantar, pero se da cuenta de todo. Lo único que puede mover son sus ojos, aquellos ojazos en los que cabe el mundo y que sonríen cuando le pongo el sombrero y con el índice hago sonar una a una las campanitas
(tilín, tilín, tilín)
o le enseño su revista favorita de la National Geographic. Pero cuando más sonríen es cuando llueve porque la lora, con las plumas ensopadas, suelta su repertorio entero de palabrotas y canciones, y al final se pone a ladrar y a aullar como mi hermano le había enseñado. Es sobrecogedora la forma como deja escapar unos aullidos de loba bajo la luna llena.

A lo mejor la lora cuando ladra piensa en la perra. A lo mejor Orlando cuando la escucha también piensa en la perra. Estoy segura de que mis padres, al igual que yo, en lo único que piensan en esos momentos es en la columna rota de mi hermano que no le deja levantarse y vivir. Preferimos tenerlo así, inmóvil pero entre nosotros, y creo que incluso mamá lo prefiere, aunque el médico le ha dicho que muy pronto Orlando se va a morir y entonces sí es verdad, ahí sí es verdad que todos vamos a sufrir mucho.

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