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132- Bloque 123 de la calle 4ª. Por Rodriguez

Y la vecina de arriba no dejaba de llorar. Nunca dejaba de llorar, llego un momento en que todos los vecinos del bloque 123 de la calle 4ª pensaron que llorar era su estado
Natural. Siempre llorando. Se quejaba de que su hija hacía años que no venía a verla,
de que tal vez, se había olvidado de ella, de que desde que no venía, sus flores estaban marchitas. De que ya no entendía nada y por más que gritaba desde su ventana a los viandantes que pasaban por ahí, nunca nadie le saludaba le contestaba, ni si quiera se dignaban a mirarla directamente. Se quejaba de que las pocas pertenencias que tenía, tenían ese polvo adherido que adhiere el olvido, se quejaba porque ya no recordaba cuándo dio un abrazo a alguien por última vez, se quejaba porque sentía que le faltaba el aire. Se quejaba.
La señora de arriba lloraba y se quejaba. Y nada más.

El nuevo, el del tercero parecía que no se hacía a la idea de su nueva independencia, como si le hubiera llegado por sorpresa. Cosa curiosa: Por sorpresa la independencia, a los cincuenta. Se le veía inquieto, no paraba mucho en casa, iba y venía, como quien no quiere la cosa. No se relacionaba demasiado con los vecinos, pasaba horas sentado al lado de una niña que vestía de colegiala, en un banco del parque de abajo. La niña le hablaba y le contaba cosas. Solía visitarle dos veces por semana de cinco a seis y media. Él se sentaba al lado y le escuchaba, sólo le escuchaba y siempre le acompañaba a casa, y a veces iba a verla a la salida de la escuela y le arropaba antes de dormir, se llamaba Elisa.

El estudiante era un caso aparte, vivía en el segundo. Le gustaba el silencio, consideraba el sitio como el más adecuado que había podido encontrar para dedicarse a su estudio. No piensen, al decirles yo que era un estudiante, que era un muchacho. Era un estudiante perpetuo. Siempre deseando aprender más. Siempre deseando enseñar a los que le rodeaban, siempre teorizando sobre todo y no poniendo nada en práctica, era simplemente eso, un estudiante.

El músico era la alegría del bloque, solía estar con su acordeón, en la ventana, tocando canciones francesas de cuando estuvo en París. Era un bohemio. Se hacía llamar Francois y llevaba un jersey a rayas, y aunque todos sabían que en realidad era Paco de Teruel.
Le respetaban por sus historias, su melancolía y su música, que hacía soñar a los vecinos que se acercaban de vez en cuando a la ventana del primero a escucharle. Tan bellas eran sus canciones y sus historias, que a los pocos que dejaban algo en su gorra, les pareció mejor cambiar las monedas por flores.

Un martes por la tarde, hace años surgió un baile improvisado, cuando no eran tan viejos todos. Francois tocó valses y polcas. Todos reían y los vi cantar. Cantaron y cantaron y bailaron sin parar, hasta que el amanecer dejó su rastro de color en los alrededores y el cansancio, su rastro de silencio en la fiesta. A Francois le dolían las manos de tocar, pero también le dolía la mandíbula de tanto reír. Pensó que hubiera sido bonito continuar con las reuniones, los bailes y las cenas con sus vecinos, por mucho que el reuma y los años pretendieran impedirlo, pero sólo se quedo en eso, en un pensamiento, luego volvió a la ventana, a sus historias de París y a su melancolía, cantada para el aire, y nunca hubo nada igual en el bloque.

Pero hoy iba a ser un día diferente en el bloque, hoy iba a llegar un nuevo inquilino. Un inquilino anunciado. Esto hacía ilusión a todos, pero especialmente al del tercero, al nuevo, porque por fin, después de quince años, iba a dejar de ser el nuevo y todos aprenderían su nombre: Aquilino. Todos tendrían a alguien desconocido a quien criticar.
Como la esencia de su ser, la razón de su alegría era muy simple: por fin iban a dejarle en paz.

Era costumbre en el bloque que cada vez que alguien nuevo llegara, la vecina de arriba preparase un almuerzo de bienvenida, que nunca resultaba ser una fiesta, debido a que ésta señora sólo sabía llorar y quejarse, pero era una gran cocinera, y todos estaban dispuestos a soportar media mañana con ella, con tal de poder saborear uno de sus platos: su especialidad: “Pato a la naranja salteado con cebolla”. Siempre preparaba pato a la naranja, lo preparaba con mimo y dedicación y nadie en el mundo lo preparaba mejor que ella, por eso los vecinos celebraban siempre ahí las bienvenidas de inquilinos nuevos, por el pato a la naranja, no por la vecina de arriba, “al fin y al cabo no es tan buena cocinera, sólo sabe preparar pato a la naranja y llorar y quejarse” comentaban cuando salían de la fiesta de bienvenida, con el buche bien lleno, los demás habitantes del bloque dejando más triste y más sola a la señora de arriba. Eso sí la dejaban más entretenida, con una montaña de platos que fregar y una queja más que añadir a su lista interminable de quejas.

De camino abajo imaginaban como sería el nuevo “¡será alto y guapo!” soñaban unas. “Será sobrio y trabajador – pensaba su futuro casero- por la cuenta que le tiene…” Y poco a poco iban colocándose todos cual batallón dispuesto para un ataque frontal contra un enemigo desprevenido, eso sí, sin armas de fuego, sólo su afilada lengua, sus malos pensamientos y sus ganas de vivir la vida de otro, sobre todo mucho de eso: ganas de vivir la vida del otro.

Esperaron y esperaron y siguieron esperando y cuando a media tarde empezó a caer la luz y a hacer más frío, decidieron regresar a casa porque allí no llegaba nadie. Quizá mañana tengan más suerte y venga alguien, o quizá no. -Quizá su entierro sea mañana, hemos debido de equivocarnos de día- dijo el Casero. Quizá mañana sólo llegue el invierno al bloque. – Quizá no vuelvan a enterrar aquí a nadie.- Sentenció Aquilino, después de todo, no está tan mal ser el nuevo.-
Nunca más salieron a recibir a nadie.
Aquilino poco a poco dejó de visitar a Elisa que se hizo mujer y dejó de hablar con él.
Todas las flores se marchitaron y el suelo se llenó de hojas secas y ramas. Pero en el bloque 123 de la calle 4ª, si escuchas con atención, puedes escuchar un vals del acordeón de Francois y las risas del resto.