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114- EL HIJO DEL SOMBRERERO. Por VALS DE MEFISTO

Nunca imaginé que la locura de mi padre se debiera única y exclusivamente a su empeño en fabricar sombreros. Algo que no llegué a creer cuando era niño a pesar de escucharlo constantemente entre la gente del barrio. Por el contrario, pensaba que se debía más bien a una regresión de su personalidad que, desde que enviudó se tornó acre y variable. En más de una ocasión le había descubierto en su más absoluta soledad sufriendo espasmos, algo que él intentaba ocultar a ojos ajenos por todos los medios, subestimando así mi espíritu inquieto y aventurero. Recuerdo la primera vez que me di cuenta de lo que sucedía. Escuché sonidos jadeantes que bajaban por las escaleras casi como un susurro y decidí subir los escalones con sumo cuidado, intentando no hacer crujir las escaleras, alertado por ese ruido no concreto que procedía de la planta alta. Mientras ascendía imaginaba el origen, esperando encontrar a un hombre apasionado, bajo el cuerpo de una mujer montada a horcajadas, tal y como había visto en algún cromo de los que guardaba Sixto en su cajón prohibido, y lo que encontré fue una persona que se movía de forma compulsiva y con los ojos perdidos en algún lugar de su más recóndito interior y que me gritaba que me marchara de allí. Fue en ese momento cuando yo más eché de menos la presencia de mi madre, quizás inconscientemente soñé que la mujer de mis pensamientos fuera ella y sentí que, de alguna forma la realidad era una punzada, la de la certidumbre de que los sueños no dejan jamás de ser sueños. Pensé en ella y casi la vi, la rocé con mi pensamiento, recordé sus cuentos que, mágicos, me transportaban a otros mundos inventados, vestidos de colores y la añoré. Y de nuevo la realidad me devolvió esa imagen, vi ante mi a ese hombre débil que era mi padre, pero que había dejado de ser él mismo en el preciso instante en que perdió a quien fue mi madre, una persona que le complementaba y que socarronamente solía decirle alborotándole el pelo a mayor cabeza, mayor sombrero, esposo mío, cada vez que le salía algo mal.

No recuerdo un solo momento de sosiego en nuestro taller. Era un lugar que constaba de dos plantas, la baja donde estaba yo atendiendo a la clientela y la alta, en donde mi padre, con ayuda de sus instrumentos, fabricaba con tesón y constancia los sombreros de fieltro más elegantes de la capital, de todos los estilos, de copa, de hongo, castoreños.

Yo, desde el interior de la tienda que ocupaba un lugar privilegiado en el barrio madrileño de Maravillas, observaba el paseo matinal de los hombres de negocios que se dirigían apresuradamente hacia su lugar de trabajo, con el periódico bajo el brazo y balanceando sus bastones que parecían así cobrar vida. Me fijaba en ellos, en sus sombreros y sabía a ciencia cierta si el sombrero que llevaban sobre, lo que parecían ser sus cabezas cuerdas, lo había fabricado mi padre o no. A media mañana, esperaba impacientemente la llegada de mi visita habitual, puesto que era esa hora a la que Clarita se asomaba, como era su costumbre, a ver los sombreros del escaparate y porqué no decirlo, a verme a mí. No los miraba con anhelo, sino que se podía apreciar cierta antipatía en su mirada, una especie de rebeldía innata afloraba en ella cada vez que los veía. Y es que Clarita revolucinaría el país; aunque ya se la veía venir, quién se iba a imaginar que aquella niña mofletuda con la que yo jugaba, cambiaría la política de este estado al conseguir la plena igualdad entre hombres y mujeres. Clarita pegaba su frente al cristal y me hacía muecas graciosas para entretenerme, inflaba sus carrillos, sacaba la lengua y yo me desternillaba de la risa. Después, cuando ella ya se había marchado, salía yo con un paño de algodón viejo a limpiar cuidadosamente esa marca grasienta que dejaba su frente estampada en el vidrio.

Nos juntábamos al caer la tarde, ella esperaba a que yo echara el ruidoso cierre de la tienda y jugábamos a espachurrar hormigas con un palito que arrancábamos de algún tierno rosal, a las que, de vez en cuando perdonábamos tal final y, creyéndonos compasivos, la arrojábamos a una perfecta y mullida tela de araña que prometía ser propia de una gran tejedora. Nos gustaba ver cómo asomaba sus dos patas delanteras, cerciorándose de que no existía ningún peligro y si la presa se revolvía, la araña salía rauda, la apresaba y la arrastraba hasta el interior de su escondrijo. Clarita y yo nos preguntábamos de qué forma actuaría la araña en el interior de su red y se nos pasaba el tiempo imaginando métodos mortales para esa hormiga desgraciada.

Clarita me contaba que a su madre no le gustaba nada que se juntara conmigo, ya que consideraba que nunca sería un buen partido para ella, cuyas pretensiones culturales estaban muy por encima de mis posibilidades, y la amonestaba advirtiéndola de que al final, yo también me volvería loco, como mi padre e irremediablemente, como todos los sombrereros de este mundo. Ese es nuestro sino, así estaba escrito. Así es que, Clarita y yo jugábamos a escondidas, para que nadie nos pudiera observar, detrás de una tapia que a veces servía de vertedero y en donde encontrábamos los tesoros más increíbles, trozos de cristal que bien servían como platos, huesos de restos de comida o metales y con todos ellos soñábamos que éramos un matrimonio bien avenido, pero libre. Otras veces nos quedábamos mudos pensando, sin ni si quiera mirarnos, hasta que algo nos devolvía de nuevo a la realidad. Nuestra realidad que era bien distinta a la de otros niños. Nuestra visión distorsionada de las cosas era lo que nos mantenía unidos.

Clarita no era guapa, pero había algo en ella que me atraía con la fuerza de un imán. Era morena y con exceso de bello y yo veía en ella a una muchacha, quizás algo andrógina. De hecho, creo que ahora, no podría concebir mi infancia, ni mi vida, sin ella. A pesar de esta sensación, la vida nos separó. Ella se dedicó intensamente a sus estudios de Derecho, mientras que yo, seguí respirando el mercurio del taller que se agarraba como una lapa a mi cerebro. Cuando estalló la guerra civil, Clara, que ya era una mujer, licenciada en Derecho y con un historial político importante, dejó de asomarse al escaparate de la sombrerería. Dicen que huyó al extranjero sin tan si quiera poder despedirse.

Ahora sé que mi padre no estaba loco, no había perdido la cabeza como todo el mundo creía, sino que estaba enfermo. Su enfermedad era consecuencia del envenenamiento al inhalar el mercurio con el que fabricábamos el paño, acumulaba sedimentos que dañaban su cerebro y le afectaban al sistema nervioso. Su organismo estaba lleno de esa dañina sustancia, como todos los sombrereros de este mundo.

Después supe, que yo sí estaba loco, además de enfermo como mi padre. Lo supe cuando, un día, Sixto vino a contarnos su experiencia amorosa y fugaz con una mujer enana. Formábamos un grupo de muchachos, todos en corro escuchando las palabras de ese chico más mayor que nos hablaba de esa experiencia como algo sobrenatural. Todos reían obscenamente menos yo, que sentía cierta compasión por esa breve mujer que tantas veces había visto pasar por delante de la sombrerería, alguien que me parecía especialmente dulce, amén de sus sonrisas que me dedicaba a través del vidrio, luciendo una coleta tan larga que casi la arrastraba por el suelo, una niña envejecida, una infantil vieja, con unas piernas casi imperceptibles, un cuerpo encogido, una cabeza desproporcionada. Y no podía entender cómo aquellos seres podían reír tan grotescamente mientras yo me hundía en la pena de la compasión. Todos pensaban que ese comportamiento era claramente consecuencia de los estragos que en mí provocaba mi oficio.

Y toda esta historia que aquí relato y todos los personajes que hay en ella, mi padre, mis miedos, Sixto, Clara, los muchachos, y también la enana, ¡toda! desfila de forma fugaz en mi mente, como una película, como imágenes móviles que me asaltan cuando mi propia alma sabe que es lo único que ahora puedo hacer, recordar a mis seres queridos, mientras no quito ojo a los soldados del pelotón de fusilamiento que me apuntan con sus armas mientras yo mantengo mis brazos en alto. No he querido vendarme los ojos. Prefiero llevarme esta imagen en mi retina. Quizás algún día pueda contárselo a alguno de ellos. Me han dicho que me fusilan por mis vínculos a ideas progresistas, por desear la república como forma de estado y por loco, ¡por loco! El Régimen cree que todos los sombrereros, terminan tarde o temprano, locos, que somos un peligro para la sociedad.

Y si lloro lágrimas que me nublan la vista no es por miedo, que no le temo a la muerte sino a la ignorancia, lloro por la tristeza que me causa pensar que no volveré a ver a Clarita para demostrarle que tampoco estoy tan loco.

Cuando sonaron los disparos que llegaron a mí como un recuerdo, caí al suelo, olí la pólvora y evoqué, por última vez, a Clara Campoamor.