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109- PESADILLA EN EL «SÚPER». Por LUCAS DEL MONTE

Salí de mi ensimismamiento de golpe, el que se dio mi carrito del supermercado contra el que conducía una chica rubia de larga melena y corta falda con unos ojos de querubín y una sonrisa llena de simpatía. A duras penas fui capaz de balbucear unas palabras de disculpa mientras trataba de solucionar el tremendo enredo producido por el choque de carritos. El suyo había caído al suelo y la mayor parte de la compra se encontraba esparcida por el pasillo de la tienda mientras ella me lanzaba una mirada furibunda llena de reproches por mi torpeza.
Me agaché a recoger los artículos que alfombraban el suelo mientras clavaba mis ojos llenos de culpabilidad en los de mi compañera de incidente, y caí en la profundidad azul de los suyos, lo que hizo que no reparase en la presencia de una señora entrada en años y en kilos que observaba la escena desde mi lado izquierdo, y a la que arrollé en el trascurso de mi burda maniobra en busca de la compra desparramada. La pobre mujer cayó pesadamente en medio de un estruendo de latas de conserva y botes de mermelada, al tiempo que yo notaba cómo mi rostro se cubría de un rubor intenso debido a mi comportamiento patoso, dejando un sabor amargo en mi garganta.
Traté de ayudarla a ponerse en pie, pero el asunto no era cosa baladí, pues izar semejante peso muerto no estaba al alcance de mis posibilidades. Mis esfuerzos no conseguían el resultado apetecido debido en parte al formidable volumen a mover y en parte a la enclenque constitución de mi persona, y la faena se me complicó sobremanera al pisar una pequeña lata de guisantes, a consecuencia de lo cual di un tremendo traspié con el que mi cuerpo inició una pirueta digna de una exhibición aérea acrobática que me lanzó en caída libre sobre el abultado abdomen de la sorprendida señora; la desdichada observaba con los ojos a punto de salirse de sus órbitas desde la posición que ocupaba en el centro del pasillo mi maniobra de vuelo que me acercaba de manera inexorable hacia ella.
La mujer trató de rodar sobre sí misma para alejarse de mi trayectoria, pero la mala suerte hizo que chocase contra una pila inmensa de botellas de aceite en promoción. El contenido grasiento de las botellas comenzó a deslizarse por el cuerpo de la infortunada señora mientras yo aterrizaba en medio de una terrible confusión de guisantes, mermelada de varios sabores y espárragos de calibre extragrueso. Al poco, todo esto quedó perfectamente aliñado con los chorros de aceite que empezaban a impregnar el suelo de la sección de conservas vegetales. A duras penas, y con la inestimable ayuda de un colegial que acompañaba a su madre, conseguí levantar a la resbaladiza víctima del vertido oleoso, quien de inmediato se alejó en busca de la salida salvadora bajo el peligro más que evidente de patinar por el camino debido a la untuosidad que empapaba toda su ropa.
Al tiempo que yo me sacudía los restos de alimentos adheridos a mi cuerpo, la mujer encargada de la limpieza apareció por el fondo del pasillo pertrechada con los útiles necesarios para solucionar el desaguisado, pero al ver la magnitud del desastre, a punto estuvo de sufrir un ataque cardiaco. Se armó de paciencia, de cubo y fregona y se aplicó con esmero a la faena de recogida de líquidos y sólidos que poblaban el suelo de la tienda hasta conseguir devolverlo a su estado de limpieza habitual. Mientras tanto, la chica rubia origen de todo el percance, y yo, procedimos de la mejor manera posible a cargar nuestras respectivas compras en los carros con el fin de alejarnos con la mayor celeridad de la zona catastrófica. Aquellos fueron unos momentos de caos total, pues teníamos serias dificultades para repartirnos los artículos envueltos en aceite y rebozados en harina y fideos. Por fin logramos el objetivo deseado y enfilamos el camino de las cajas. A pesar de la tremenda vergüenza que sentía por el desaguisado, intenté con evidente poco éxito entablar algún tipo de conversación con ella, mas daba la impresión de que mis requerimientos caían en saco roto. Por fin conseguí arrancar algunas palabras de sus bien perfilados labios; me confió que era nueva en el barrio, que todavía no conocía a nadie. Haciendo gala de la mejor de mis sonrisas, hice el ofrecimiento de invitarla a tomar un café con el fin de desagraviarla por las molestias causadas por mi torpeza innata en el manejo de los carros de compra. Vi el cielo abrirse sobre mi cabeza cuando una sonrisa angelical iluminó su rostro, y ya estaba relamiéndome con la idea de pasar una agradable velada con ella en la cafetería del centro comercial, cuando alcanzamos la línea de cajas.
Comencé a depositar los artículos en la cinta, mientras de reojo lanzaba una mirada a la rubia que hacía lo propio en la caja de al lado. Ella terminó enseguida y emprendió el camino de salida con sus bolsas de compra, mientras yo la observaba con un gesto de lástima. Metí prisa mentalmente a la cajera al ver que la rubia desaparecía en las escaleras mecánicas camino del aparcamiento. No podía dejar que se esfumara sin oír la respuesta a mi oferta de tomar algo juntos, aunque su precipitada huida hacía presagiar un resultado de lo más negativo para mis intereses.
Tiré la compra dentro de las bolsas sin ningún tipo de miramiento y me lancé con grandes zancadas en pos del objeto de mis desvelos a través del vestíbulo del centro comercial al tiempo que los artículos iban saliendo despedidos de sus envases. Cualquiera hubiera podido encontrar mi rastro solamente con seguir el reguero que iba dejando tras de mí: latas de sardinas, cartón de huevos, palitos de merluza… etc. Al pisar el primer tramo de las escaleras tropecé torpemente y mi cuerpo rodó hacia abajo, y rodó, y rodó… hasta aterrizar sobre el duro suelo de mi dormitorio.
Me desperté sobresaltado a los pies de la cama, dolorido por el golpe y envuelto en sudores fríos causados por la pesadilla tan agitada que acababa de tener.