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87- JUEGO DE MÁSCARAS. Por LUMIÈRE

I
Las pasiones, aún siendo las mismas en todos nosotros, se pueden manifestar de muy distintas maneras. La ira, por ejemplo, a algunos se les desata fácilmente y les desfigura el semblante hasta convertirlo en una máscara grotesca a la que va tiñendo, según oscila la fiereza del voceo mediante el que se desfoga, de un rojo progresivamente amoratado, como le sucede a nuestro primer personaje: un hombre ya cincuentón, de evidente complexión recia cubierta por un elegante indumento. En cambio, hay a quien la ira, firmemente contenida, en lugar de congestionarle el rostro se lo desangra, como una experta taxidermista, y para agredir no se sirve, porque no la precisa, de la voz; le basta con armar al rictus con la daga del reproche y a la mirada con el rejón de la inquina. Éste último es el caso de nuestro segundo personaje: una mujer que también anda por la quinta década de su vida y que viste no menos elegantemente que el hombre unas formas bastantes más estilizadas.
Pero a todas y cada una de las expresiones pasionales, el cinematógrafo les saca un gran provecho, sobre todo en los primeros planos, pues le sirven a la perfección para transmitir el ambiente de la historia que se cuenta; y el que se respira en la estancia donde empieza la nuestra está cargado de veneno.
El hombre y la mujer son matrimonio, y tienen un único hijo, nuestro protagonista, que está con ellos en la habitación y no sabe adónde mirar, ni qué hacer, ni qué decir. Sus padres le parecen dos extraños acusadores sin ninguna relación con las personas prudentes, serenas y cariñosas que suelen ser: una pareja a la que en sus círculos familiar y social se coincide en calificar de encantadora. A sus veinticuatro años –recién terminada la carrera de Empresariales, en proyecto un magisterio en Yale, capitán del equipo de jockey sobre hierba más relevante del país–, Alberto Filustre se siente indefenso ante las arremetidas del discurso de un padre que repasa, sin un asomo de piedad, la letanía de las maldades, en absoluto veniales, de su hijo: con el dinero obtenido al vender el anillo que robó a su abuela materna, pagó a un mafioso para que hiciese drogar a un caballo participante en una famosa carrera en la que había apostado buscando, con las ganancias, pagar las deudas contraídas al quebrar una productora de películas pornográficas, creada y dirigida por él mismo, y perder el juicio en el que se enfrentó a la compañía aseguradora que le denunció por incendiario cuando la productora se quemó. Alberto, aunque reconoce que todo eso ha estado mal hecho, trata de argumentar una atenuante de su culpabilidad: “¿Quién, durante la juventud, no comete algunas locuras, algunas insensateces?… Lo que pasa es que cada cual lo hace según sus posibilidades”. Pero, desafortunadamente para el acusado, el padre convertido en fiscal y juez no se deja influir por un razonamiento tan indulgente, y su sentencia es catoniana. Primero, llega el apóstrofe cargado de mal agüero: “Tu bisabuelo, banquero; tu abuelo, banquero; yo, banquero… y tú, ladrón y estafador. ¿Cómo ha podido salir tal astilla de tal palo?”; y, después, la condena: “Ya no eres hijo nuestro. Márchate. No queremos volver a verte”. Entonces, la madre, como las grandes clásicas del melodrama, se tapa la cara con las manos y llora.

II
Le sienta bien el vestuario. Siempre ha sido un tipo elegante, y se le nota acostumbrado a lucir el negro de la chaqueta y el corbatín sobre el blanco inmaculado de la camisa. Unas incipientes entradas y algún que otro cabello gris tempranero le añaden apostura y categoría, y le hacen todavía más interesante. A los treinta y cuatro años es un hombre menos esbelto que a los veinticuatro y no tan arrogante como entonces, pero al que las mujeres siguen encontrando muy atractivo, según se puede deducir de las miradas que le lanzan, las sonrisas más o menos disimuladas que le dedican y lo solicitado que está por ellas.
El bullicio, en el suntuoso salón, es considerable. Se celebra el cumpleaños de un destacado personaje de muy alta esfera, una mezcla de magnate de las finanzas y promotor de la intelectualidad, y se ha reunido allí buena parte de la flor y nata de la ciudad aderezada con algunos distinguidos forasteros. Una fiesta de ésas a las que el llamado séptimo arte ha sabido sacar tanto partido en cualquier ámbito y época –en “Il Gattopardo”, “Gone whit the wind” o “La notte” se encuentran magníficos ejemplos de ello–. Alberto se mueve en esos ambientes con una comodidad impropia de su actual rango, porque tuvo ocasiones de sobra para conocerlos antes de ser expulsado de su familia; y sabe que es precisamente su entronque con la élite social lo que, sin poderlo precisar, las mujeres perciben bajo su uniforme de camarero y le hace ser tan lisonjeado, acosado incluso, por damas otoñales tensadas quirúrgicamente, treintañeras de sexualidad voraz e insatisfecha y jovencitas casquivanas. La bandeja que pasea con su porte señorial es siempre la primera en quedar huérfana de copas o canapés.
Los diez años transcurridos desde aquel lamentable incidente que cambió su vida no son obstáculo para que ella le reconozca de inmediato. Mariola, que ha viajado hasta allí para presenciar la actuación del equipo nacional de hípica, del que su marido forma parte, sabe que aquel camarero es Alberto nada más verle, y lo primero que le acude a la memoria es la expresión de la madre de él cuando le anunció que su hijo se había marchado y ni ella ni su marido sabían adónde ni lo querían saber: “No te merecía, Mariola”, concluyó entonces la de Filustre. Después lloraron juntas, apoyada la cabeza de la joven en el pecho de la señora; la novia abandonada lo hizo librándose al desconsuelo, con abundancia de fluidos; la madre, elegantemente contenida, solo se permitió un par de lágrimas exiguas, de las que nunca llegan a descolgarse del párpado. No volvieron a verle ni a saber de él, y al cabo de dos años Mariola se casó con el jinete. Y, de pronto, una década después, le descubre al otro lado del salón, transportando con donosura una bandeja llena de copas sobre la palma de una mano, y se le hiela la sangre. “¿Qué te ocurre, querida”, le pregunta alguien del grupo. “¿Te encuentras bien?”, se interesa, al percibir el tono pálido amarfilado que ha tomado el rostro de Mariola, su marido, y al ver que ella se lleva una mano a la frente, insiste: “¿Te mareas?”. “No… No es nada, no”, responde Mariola, y hace un leve movimiento de cabeza que se interpreta como una confirmación de sus palabras aunque quizá no sea sino un temblor. El camarero, exhibiendo la bandeja, ignorante de lo que le espera, se aproxima al grupo; Mariola se da cuenta de que la hermosa sonrisa de conquistador que antaño luciera quien fue su novio ha cambiado el toque de soberbia por un aire servil que le ha robado el encanto, y mientras se le mezcla la pena con el temor y la nostalgia, Alberto llega con su oferta de bebidas: “Señoras…, señores…”, dice, al tiempo que recorre con la vista a los componentes del corro. Y cuando su mirada coincide con la de ella siente como si una descarga eléctrica le sacudiese el cerebro. Todo sucede en un instante: la propuesta aperitiva tiembla, él descompone la figura, los que están a su lado intentan apartarse, cae una primera copa sobre la bandeja, un par al suelo, otra derrama su contenido en el escote de una dama, se oye un chillido… y un grito colérico: “!Coooorten! ¡Corten! ¡No! ¡No es así como lo quiero!”. El director está enfurecido.

III
Alberto llega agotado al hotel. El rodaje de aquella película está resultando muy duro, aunque eso no representa para él una sorpresa, porque a pesar de no haber trabajado nunca antes con aquel director ya sabía de su soberbia y su enfermizo afán perfeccionista que le hacen enfrentarse a actores, productores y guionistas. Pero cuando le ofrecieron el papel en lo único que pensó fue en que era su gran oportunidad.
En las películas, en momentos así, echan una mirada atrás a la que llaman flash back y nos cuentan el pasado: el primer elegido para encarnar aquel personaje no fue Alberto, sino un italoamericano de ojos negros como el azabache y cabello engominado a quien muchos consideran el número uno entre los galanes; pero, tras unos días de rodaje, el director declaró públicamente que, si de él dependiera, el único puesto que aquel envanecido pimpollo podría ocupar en el mundo del cine sería el de acomodador. Y tras un espectacular escándalo, avivado por la prensa especializada, que acabó con el descarte del italoamericano, pensaron en Alberto, le hicieron una propuesta, unas pruebas y le contrataron. Aquel podía ser un gran salto adelante en una carrera de actor que empezó casi por casualidad, cuando andaba medio perdido por el mundo tras decidir abandonar su ciudad, y hasta su país, rechazado por su gente, por su propia familia. Le resultó difícil abrirse paso, sobre todo porque no estaba acostumbrado a según qué tipo de luchas, pero, teniendo en cuenta que cualquier otro, en un caso como el suyo, muy probablemente hubiera ido a parar a la cárcel, no puede quejarse de su suerte, y menos aún cuando lo que llegó de una manera inesperada y con apariencia de quimera se va convirtiendo en una realidad sólida y prometedora, quizá tanto como para permitirle enterrar definitivamente el pasado. Es un estupendo recurso, ése del flash back.
De nuevo en la actualidad, nuestro protagonista está ya casi desnudo, preparándose para un baño, cuando llaman a la puerta. Se pone el albornoz y abre. La visita es de un compañero de reparto en la película que se hospeda en la habitación de al lado, un actor veterano con quien se lleva muy bien. “Escucha esto, Alberto –le pide el visitante, con expresión maliciosa–: ¡Creo que mañana le voy a mejorar una escena al maestro!”. “!Qué dices! ¿Mejorarle algo a él? ¿Pero eso no es imposible?”, ironiza Alberto. “Juzga tú mismo, camarada –sigue el veterano–: ¿Qué te parece la posibilidad de que después de decirte: Ya no eres hijo nuestro. Márchate. No queremos volver a verte, yo refuerce la crudeza de la situación pegándote una buena bofetada?”. “!Cooorten! ¡Corten! –brama el director–. ¡Se supone que estás encantado con tu idea, sobre todo porque crees que con ella vas a acuchillar en el orgullo al sabelotodo! ¿Por qué me lo recitas como si le dictaras una carta de negocios a una secretaria? ¡Has de mostrarte entusiasmado!… ¿Y ustedes qué quieren? ¿Quién les ha dejado entrar aquí?”, interpela a dos individuos que se han colocado junto a él. El más alto saca una mano de un bolsillo de la gabardina y muestra una cartera abierta, al tiempo que dice: “Interpol. Venimos a detener a Alberto Filustre. Se le acusa de robo, fraude, estafa…”.

Bajo una lluvia fina, los dos agentes meten a Alberto, esposado, en un coche oficial; uno se sienta al volante y el otro detrás, junto al detenido. El vehículo se pone en marcha y a los pocos segundos ya no es más que un punto oscuro alejándose en la pantalla mientras aparece la palabra FIN.