Con sentido Critico


Años destilando vida.

Inmaculada Sánchez Ramos

 
Este verano he estado participando en un interesantísimo curso de Paleontología en Teruel, provincia, por cierto, privilegiada en esta cuestión. Es poco conocido el hecho que el mayor dinosaurio encontrado en Europa y, probablemente, el mayor del mundo, haya sido escavado en dicha provincia. Sus restos están expuestos en un espléndido museo del complejo Dinópolis.

Durante estos días, nos pasearon por rincones bellísimos de la geografía turolense; nos mostraron yacimientos de fósiles marinos; nos revelaron los secretos de la conservación de seres vivos en ámbar; nos expusieron las diferentes técnicas de restauración y conservación de fósiles; nos explicaron, en el mismo yacimiento que se había encontrado, cómo se excava un dinosaurio; nos expusieron los nombres y características de las diferentes eras geológicas -Paleozoico, Mesozoico y el Cenozoico-; nos ilustraron en la división del Mesozoico en sus tres periodos bien diferenciados: Triásico, Jurásico y Cretáceo. Vimos cómo se corresponden cada uno de estos periodos con los diferentes estratos y fallas del terreno agreste y escarpado de Teruel. Nos indicaban esta falla es del Jurásico y ésta otra del Cretácico. Aprendimos la correspondencia entre los fósiles y el periodo que estábamos  considerando. Nos presentaron un yacimiento de ignitas.  Observamos una acumulación procedente de corales, a la que días antes hubiéramos nombrado como montaña sin más miramientos. Como verán, vimos y nos enseñaron muchas cosas de los principios de la paleontología. Sin embargo, dentro de todo lo atrayente que iba resultando esa adquisición, pausada y rigurosa, de los conocimientos, con mucho no fue lo más placentero. Realmente, lo más placentero no fue lo que nos enseñaRON sino lo que nos enseñaMOS.

Ahí, en el ámbito donde la vida se cifra en millones de años, como dominado la eternidad, fuimos testigos de la inexorable marca del paso del tiempo sobre los seres vivos, petrificándolos casi sin piedad; fuimos testigos de las arrugas que el tiempo deja en la piel de la tierra; fuimos testigos de lo que oculta las entrañas de nuestro planeta.

Ahí, cuando consideramos nuestra extremadamente cercana aparición en el mundo, fuimos conscientes de nuestra pequeñez. Ahí, cuando consideramos el inmenso número de especies que existen y sobre todo que existieron, fuimos conscientes de nuestra exigüidad.

Ahí, cuando descubrimos con ojos inocentes, como el de los niños, que podemos leer en el libro de la tierra, nos damos cuenta de nuestra grandeza. Ahí, cuando descubrimos con ojos inocentes, como el de los niños, que podemos interpretar las claves de la vida, nos damos cuenta de nuestra superioridad sobre todo lo creado.

Ahí, con un calor sofocante, con la garganta seca y árida, en la compañía y en la soledad del ser, ahí cuando el tiempo va sedimentando vida, descubrimos con el alma humilde que nuestra superioridad sobre todo lo creado es una superioridad delegada.  

  

 

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