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Relatos

Seudónimo: Dorna Blanca

Titulo: Salvador

 

Aquella gamela que está mas cerca del espigón, pintada de rojo y blanco, la que se llama “Neniña” es la de Salvador.

     Salvador vivía en la casa pequeña que hay al principio del camino viejo, ese tan estrechito que sube entre muros y ventanas. No le importaba la humedad salada que entraba a veces por las piedras de las paredes, cuando en inviernos malos las olas batían tan fuerte que llegaban casi a las ventanas; los días así, él se sentaba pegado a los cristales para ver cómo la mar se terminaba domando con su propia furia, y para vigilar que a su “Neniña” no le pasase nada, que era la mejor amiga que tenía. Cuando la calma volvía el aire y el agua a su mansedumbre los chiquillos esperábamos a Salvador en los escalones de su puerta para que nos contase hasta dónde había llegado la espuma aquella noche y, mientras, él reparada alguna de sus redes, cambiaba los anzuelos o fabricaba nasas. Luego, los cuentos; y entre cuento y cuento, sus silencios al vernos absortos en sus manos grandes, curtidas, arrugadas y sabias mimando sedales, nudos y aros.

     “A Salvador”, decía el abuelo Cándido, “lo respeta la mar, pero no la vida; no hay que envidiarlo”, y cambiaba de tema, porque el abuelo era hombre de tierra, de viñas, de huerta, de maíz, de chimenea, de muchos hijos.

     “...Pero dime, abuelo, ¿por qué Salvador no vive en una casa como tú?, ¿y los niños de Salvador, abuelo?...”

     El alma de Salvador aprendió en los primeros años de su vida a dividirse entre la tierra y el mar. La tierra de su madre le enseñaba cómo la semilla más pequeña, cómo la parra más retorcida, cambian un trozo de vida por pan y racimos, ....un trozo, solo un poco cada vez. El mar, la mar de su abuelo maestro de rivera, constructor paciente de dornas, de gamelas, en la pequeña casita que siempre estuvo al borde del mar, al principio del camino viejo, le enseñó el respeto, y a mirar el cielo de día y las estrellas de noche; a entender las mareas y las olas, a escuchar el silencio y las gaviotas. Aquella vez que su padre no regresó de madrugada al muelle, aquel día en que su madre le explicó que ya no volvería más, que se había quedado a dormir entre las algas, aprendió que la mar también cobra, a veces de una vez y por siempre.

     Aquel otoño, Salvador empezó a ir al colegio. Con sus pantalones cortos, descalzo cuando llovía para no mojar los zapatos, con el pizarrín bajo el brazo, recorría el camino para aprender ahora en los libros de la maestra y juntarse con otros niños, algunos de tierra, otros de mar. Mientras la chimenea los secaba, recitaban la tabla de multiplicar, los ríos, las capitales, y, al salir, el congrio tan grande que habían visto traer a Jesús, o que el aguardenteiro había estado esa noche en casa de José. Luego, a la casita del abuelo, a escucharle hablar de las Ons, de la pesca, de la madera para la siguiente dorna, a aprender que el olor a brea llega con el verano, y el sonido suave del cepillo de desbastar o de la sierra.

     Así hasta el invierno de los catorce años de Salvador: Así, viendo una arruga mas en la cara de su madre y una palabra menos en su boca, y recordando todos y cada uno de los pellizcos de vida que había dejado en aquella tierra, yendo cada vez menos al colegio para dejar sitio a los pequeños, y para que su madre no se doblase tanto. Así, hasta que su madre, una madrugada, no despertó.

     Salvador se quedó solo en aquella habitación llena de mujeres vestidas de negro, odiando la tierra ladrona que se había llevado a su madre ante sus ojos a pesar de haberla mimado tanto. Lloró por fuera hasta que el mar se secó en sus ojos; y por dentro hasta que su alma se cuarteó como el maizal este último verano tan seco. Solo un “adiós, mamaiña” en un susurro antes de que su abuelo lo cogiese en brazos y mamá Mercedes se fuese de aquella habitación.

     “¿Qué hacemos, Salvador?”, fue la pregunta que el abuelo le hizo al día siguiente mientras le apartaba el pelo de la frente. Y él pensó que no como su madre, que no así, que si tenía que ser que fuese, pero con nobleza; y que si era, que nadie llorase por él a los pies de una cama, ni siquiera en las escaleras de un muelle.

     Así, entre los dos, robándole horas a la luna, entre encargo y encargo, entre verano e invierno, hicieron nacer a la “Neniña” para Salvador, para respetar la mar como había respetado a su padre, para quererla como había querido a su madre.

     “¿No tienes niños, Salvador?”, le preguntábamos la chiquillada. Él nos sonreía, nos revolvía el pelo uno a uno repartiendo trocitos de algas, salitre y alguna escama por las cabezas, y nos decía “¡Tengo muchos!”.

     También un día de invierno, Salvador decidió marcharse una madrugada. Eran ya muchos años, los últimos sin ir al mar, jugando de vez en cuando la partida de tute con los compañeros en la tasca de Antonio, aún contándonos cuentos a los que alguna tarde de sábado podíamos ir a visitarlo, mirando aún las tormentas pero entre la bruma de sus ojos Se fue tranquilo, sonriendo. Dejó a la “Neniña” amarrada, recién pintada, y la llave de su casa puesta en la puerta. Fuimos todos a despedirlo, pero no había nadie de negro; y no lloramos por él sino por nosotros. Su gamela se llenó de flores, el cielo de nubes, la mar de espuma blanca, y nosotros volvimos a casa.


 

© Dorna Blanca

 

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