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Relatos

Seudónimo: Hekêbolos

Titulo: Implacable (¿con quién has estado hablando, Marcos?)
 

 

Sin embargo hoy, todo era sangre. En un entorno, el de Marcos, donde la palabra solía dirimir cualquier conflicto, hoy, todo era sangre.

                            Marcos Freile era de ese tipo de personas que, a fuerza de conocer los recovecos donde habita gran parte de la potencialidad de las palabras, solía causar admiración a causa de su elocuencia hasta el punto de carecer de enemigos o, al menos, de enemigos declarados, tal y como suele suceder con aquellos quienes, antes de ser envidiados por los afectos generados, son temidos, y más que temidos por sus actos, temidos mucho más por sus palabras. No en vano, un acto, por mayor violencia u odio que concurran en su génesis, puede, a lo sumo, quitar la vida; mientras que tan sólo unas palabras, y en ocasiones una única palabra, pueden hacer de la vida, que no quitan, un suplicio menos deseable que la propia muerte. Sin embargo, Marcos Freile, conocedor como quien más de ese poder que confería el uso de las palabras ajustadas, de las palabras más apropiadas a cada ocasión, temía, por su parte, y despreciaba aún en mayor medida, a aquellos que utilizaban en su propio beneficio todo ese poder aludido, considerando abominable, injusto y amoral que en cualquier confrontación de ideas, tuviera ésta la trascendencia que tuviera, a menudo resultaran vencedoras aquellas que mejor o de manera más convincente fueran presentadas independientemente de su idoneidad. ¿Cuántas verdades se habrían perdido vencidas por mentiras mejor aderezadas? ¿Cuántas falacias habrían obtenido carta de naturaleza cierta en virtud de la seducción de las palabras? Muchas, a buen seguro muchas, muchas de ellas, y como Marcos sabía esto, dado que conocía como el que más esta realidad,  con el fin de minimizar su efecto, al menos en lo que a él concernía, no hubo ocasión en la que no se hubiera dejado vencer en la contienda dialéctica una vez reconocido que las ideas opuestas a las propias resultaban más adecuadas en el contexto respectivo, aunque, de haberlo querido, sus postulados habrían sido, con toda probabilidad, los elegidos por casi todos. En definitiva, para Marcos Freile, lo prioritario siempre fueron las ideas, en cuya bondad deberían apoyarse todas las decisiones a tomar; mientras que las palabras, si bien generadoras de belleza, de una, para él, sublime belleza, habrían de estar siempre al servicio de la conveniencia de aquellas. Tanto es así que, incluso, en una corta etapa de su vida en la que se sintió interesado por la actividad política, no tardó en abandonarla una vez hubo descubierto por sí mismo lo vano que resulta la búsqueda de la razón pretendidamente deseada, como lo descubrió aquel día, el mismo día en que decidió abandonar esa ocupación, en el que, a fin de medir, a fin de poner a prueba la consistencia del sistema, había forzado la aprobación de una alternativa y de su antagónica, ambas propuestas por él, con tan sólo unas cuantas horas de diferencia.

                   Marcos, en definitiva, no odiaba, no, la dialéctica, a la que amaba, aunque era sí era muy reticente con la salubridad de la retórica, tomando ambos conceptos bajo la acepción “más griega” de los mismos. Simplemente, temía a las palabras y al poder con que se investía todo aquel que las sometiera; mientras que amaba el arte de modelar las palabras de la misma forma que un alfarero modela la arcilla y conseguir, como éste, aunque esta vez con material etéreo, un objeto en forma de bella frase que fuera, asimismo, casi tangible. Amaba la dialéctica, pues, como arte, como disciplina, como ejercicio intelectual, como generadora de belleza por sí misma y como facilitadota de un “atrezzo” con el que presentar vestida de gala una buena idea, eso sí, siempre una buena idea; y disfrutaba como con nada sometiendo a las ideas y a la razón a la disciplina de un texto, al mismo tiempo que se preocupaba especialmente de no caer en la tentación del lenguaje hipertrófico, ampuloso. Lo que temía, y en cierta forma odiaba, del arte de dominar las palabras, no era su esencia, a la que amaba, sino su uso perverso, interesado y ocultador de una realidad distinta.

                            En realidad, Marcos nunca llegó a saber con certeza si se temía a sí mismo, temía a las palabras o temía a quienes se muestran más indefensos ante ellas. Quizás, si tuviera que decidir, y a fin de que estos temores no llegaran a condicionarle, hubiera preferido temerse a sí mismo; así, al menos, siempre dispondría de una rienda maestra, su propia voluntad, con la que evitar o, al menos, atemperar, cualquier colateralidad perversa de algo que, en último término, acabaría por no pertenecerle: la palabra ya dicha.

                            Marcos era, pues,  un sujeto íntegro, y esa integridad, no ya por saber presentarla sino porque trascendía, era en general reconocida por los demás. Se guiaba por un número escaso de normas pero todas ellas muy sólidas y que jamás conculcaba, lo cual le granjeaba una aceptación y una admiración prácticamente general, lo cual, sin embargo, no lo hacía disiparse en la autocomplacencia sino que, al contrario, este hecho no dejaba de ser, asimismo, motivo de preocupación y de análisis. A menudo se preguntaba,  en aras de lo mismo, si esa aceptación de la que solía gozar era merecedor de ella o, más bien, suponía una consecuencia más de su habilidad en el manejo certero de las palabras. En definitiva, su duda, su gran duda, era si ese reconocimiento y hasta esa admiración que en muchos despertaba tras los siempre presentes juicios ajenos, coincidiría con los resultados de un juicio pausado hecho por sí mismo sobre sí mismo.

                            Sin embargo hoy, alrededor de Marcos Freile, donde siempre solía haber palabras, todo era sangre. Marcos yacía sin tono en una postura desmayada, con la cabeza apoyada sobre la mesa por una de sus mejillas, una expresión en sus ojos que parecía haber congelado los instantes de intenso sufrimiento previo y un torrente de sangre ya coagulada partiendo de una de sus sienes para inundar en una bacanal de rojo oscuro gran parte de su despacho. Mientras, una pistola permanecía colgando del dedo índice de su mano derecha en un casi imposible equilibrio y, en la pantalla del ordenador, el anagrama del sistema operativo describía un cadencioso y claustrofóbico recorrido jalonado por abruptos cambios de dirección.

                            Cuando el teniente Valvidares, de la Sección de Delitos Informáticos, que había sido llamado a la escena al percatarse los primeros agentes comparecientes de que Marcos había estado participando en un canal de chat momentos antes de su muerte, rescató al ordenador del marasmo de la situación de espera, la sangre le zumbó en los oídos ante la dificultad de saber las causas que habían llevado a Marcos a tomar aquella decisión, si aquellas causas tenían que ver con el chat en el que participaba y, en último término, si había algún inductor en él que pudiera ser identificado. Ante semejante incertidumbre, el teniente dejó que una pregunta se deslizara entre sus dientes, una pregunta que, más que esperando una respuesta, era una súplica de ayuda, pedida no sabía a quién, ante las dificultades a las que presentía habría de enfrentarse: ¿Con quién has estado hablando, Marcos? Sin embargo, de inmediato se dio cuenta de que, quien hasta hacía poco tiempo yacía sin vida en el mismo lugar en el que él se encontraba ahora, había mantenido una charla privada con otro usuario del chat, como así lo atestiguaba una ventana, todavía abierta, y distinta a la que, con mayor tamaño, mostraba la charla que simultáneamente llevaban a cabo los otros usuarios del canal. El primer impulso del teniente fue el de recorrer la lista de seudónimos de los contertulios a fin de saber si el interlocutor de Marcos continuaba allí y, en efecto, así era. Anotó su seudónimo y su dirección virtual identificativa, todo lo que podía conocer por el momento de él en espera de posteriores investigaciones y, una vez hecho eso, comenzó a leer la charla que Marcos había tenido instantes antes de su muerte con la intención de encontrar en ella alguna clave que explicara, en todo o en parte, su suicidio. Y a buen seguro que la encontró.

                            La charla, prácticamente en su totalidad, y dicho de manera sintética, se desarrollaba en términos de sucesivos reproches en los que el interlocutor de Marcos hacía gala de un especial ensañamiento y con los que, aparentemente, pretendía desenmascarar la verdadera naturaleza de la víctima dejando al descubierto lo que se deseaba mostrar como mísero en ella; mientras que ésta, negando una y otra vez cada nueva imputación, llegó a suplicar en más de una ocasión que cesara semejante suplicio.

                            Una vez leída la charla mantenida por Marcos, el teniente Valvidares, notando como el sudor le inundaba la frente, utilizando la misma ventana decidió hacer un intento de ponerse en contacto con quien parecía estar en el origen de lo sucedido, pero no obtuvo respuesta. Lo intentó de nuevo pero esta vez tiñendo de amenaza sus palabras, intentando hacer ver a su posible destinatario cual había sido el desenlace de la charla con Marcos, que estaba conocimiento del contenido de la misma, que podía llegar a identificarlo con los datos de qué disponía y que, en el caso de mostrar colaboración, podría obtener una reducción de pena en un más que probable juicio por inducción al suicidio. Sin embargo, tampoco esta vez obtuvo respuesta y, en cierta forma, tampoco la esperaba. Algo le decía que algo extraño estaba sucediendo. A buen seguro, el interlocutor de Marcos tenía que ser alguien muy cercano a él pues conocía muchos datos de su vida y, por otro lado, la víctima había acusado con excesivo dolor todos sus reproches, mucho más de lo que suelen acusarse los reproches de los poco conocidos y, sin embargo, pese a ese supuesta cercanía y pese a la charla tan intensa que habían mantenido, su violenta interrupción a causa del suicidio de Marcos  no encontró extrañeza alguna en su contertulio, sino que éste, a esa detención súbita de la charla, había respondido con el más absoluto silencio. Se fijó y anotó su tiempo de inactividad y pudo ver que coincidía, grosso modo, con el tiempo que Marcos llevaba muerto, por lo que dedujo que el misterioso, aún cuando continuaba con su seudónimo en el canal, probablemente hubiera abandonado el chat tras la charla, -¿Intuiría su desenlace?-, se preguntó, y se decidió a tomar los últimos datos con los que proseguir con posterioridad las investigaciones.

                            Cuando el teniente Valvidares se disponía a apagar el ordenador como paso previo a abandonar la estancia, se dio cuenta que, al cerrar la ventana del programa de chat, bajo ella, apareció otra ventana igual, con el mismo canal de chat, los mismos usuarios, con Marcos y su interlocutor allí también presentes. Cuando ya había bajado la guardia, cuando la alerta ya se había relajado una vez había decidido abandonar la estancia del drama, este nuevo hallazgo le volvía a causar extrañeza. Intentó poner en actividad otra vez su mente y, en un intento inconsciente de buscar un punto de referencia para el ensimismamiento, fijó su vista, sin ver, en los papeles en los que había anotado los escasos datos que había podido obtener en la inspección. Transcurrido un tiempo, cuando los pensamientos fueron abandonados por falta de respuestas y la mente del teniente volvió a conectar con el entorno, la vista se hizo consciente al mismo tiempo que su corazón pareció dar un sobresaltado brinco en el tórax. Entornando los párpados, como si quisiera que sus ojos se comportaran como una lente que enfocaba, el teniente Valvidares parecía no dar crédito lo que veía: La dirección virtual identificativa de Marcos y su enigmático interlocutor eran la misma. -Gracias por haberme contestado, Marcos; ahora sé con quien has estado hablando-, musitó, mientras, ahora sí, se disponía a abandonar el lugar.

 

 

© Hekêbolos

 

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