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Relatos

Seudónimo: Pedro Bilbao

Titulo: Perfidia

 

Me confundió con una puta. No me lo dijo, pero me confundió con una puta. Yo me sentí halagada. Si el tipo supiera el perfil de mi vida sexual (barbecho puro), se largaría corriendo a un club de alterne en busca de una profesional. Sin embargo, yo aquella noche había salido de casa, aburrida de mi existencia monocorde (sin alcohol, sin hombres, sin sexo), decidida a empaparme de sudores ajenos, a ser, preferentemente, una voyeur y a cogerle el gustillo al JB.

            Arrebatos de esta índole hacía mucho que no me daban. El día había sido muy penoso para mí. Había descubierto el cuarto trastero de un amigo virtual y tal hallazgo me había dejado en estado de shock, echando por tierra el almíbar que ese supuesto amigo me había dado a degustar hasta que me asestó la puñalada rastrera en aquella tarde sabatina.

            El amigo atento, gentil, cómplice y seductor tenía tetas como yo, menstruaba como servidora. Que ella había disfrutado en su rol de hombre sensible y tierno. Que no podía seguir adelante con su farsa y que la verdad, aunque duela. A buenas horas, mangas verdes. A cuadros me dejó. Debí haber sospechado que los hombres no doran así la píldora. Qué ingenua fui.

            Dejé que siguiera tecleando, aunque no la contesté ni para echar espumarajos por la boca. La indiferencia resulta mucho más cruel.

            Dije, en voz alta, mierda, mierda, un montón de veces. Me desconecté de internet. Me puse las canciones más corrosivas que tenía en mi haber. Me duché frotándome con un estropajo de esparto hasta dejarme la piel enrojecida y luego rematé faena con un baño de gratificante espuma durante el cual me masturbé compulsivamente.

            Salí de la bañera transmutada en un ser frío y calculador y no me desagradó, al contrario, me satisfizo.

            Tomé la decisión, mientras me secaba con mi amplia toalla, de no chatear en una buena temporada y de salir sola de copas y contactar con gente en vivo y en directo, que también te pueden engañar, pero mucho menos.

            Hice revisión de mi vestuario. El negro siempre me ha sentado bien. Al final opté por una camisa de gasa negra y transparente. Una minifalda explosiva, negra también. Lencería fina en negro, unas medias negras y unos viejos zapatos de tacón de aguja, negros, por supuesto. Humedecí los zapatos con agua para soportar una larga noche de pie sin cansarme.

            Engominé mi pelo negro. Me maquillé con esmero: párpados en gris oscuro, malva y, cerca de las cejas, gris claro y  brillante. Raya negra. Rímel. Un poquito de colorete. Perfilé mis labios y usé una barra labial de color rojo intenso, que hacía juego con el esmalte de mis uñas gatunas. Me perfumé con Chanel nº 5 hasta en mi monte de Venus.

            Al vuelo me puse mi chaquetón de cuero negro y salí a la jungla en un taxi.

            En mi bolso negro había todo lo imprescindible: tabaco en grandes dosis, pañuelos de papel, el billetero, chicles, la barra de labios y una frase, en mayúsculas, en mi agenda que rezaba: “A POR ELLOS, QUE SON POCOS Y COBARDES.” (Loquillo dixit).

            Ya en el taxi me miraba a mí misma con disimulo en el espejo del vehículo y me gustaba lo que veía. Vestida para matar, que traducido al cristiano viene a significar: vestida para follar.

            El taxista me recomendó un pub muy en boga y allí entré con desparpajo. Odio las barras de los pubs, pero antes morir que perder la vida. Le pedí al camarero un JB con mucho hielo con una sonrisa. Entonces un tipo se me acercó y me hizo una radiografía exhaustiva con su mirada obscena. Yo le traspasé con una mía, la mar de provocativa.

            Diálogo, lo que se dice diálogo, no hubo mucho. El tío era monosilábico, pero me in-

vitó al whisky. Le di las gracias con un beso al aire. Yo riéndome para mis adentros porque parecer puta a muchos hombres les pone muy cachondos. Se iba caldeando el asunto. Él, encantado de estar pillando hembra casi, casi sin esfuerzo.

            Le proporcioné golosa información: vivía sola. Y me esforcé por ser explícitamente sexual en mis gestos y mis hablares. Yo le veía babear y babear; me excusé un momento para ir al lavabo –ya no podía más de aguantarme el ataque de risa que me estaba dando.

            A mi vuelta de haber satisfecho mi necesidad fisiológica de reírme a placer, y de haber aprovechado para hacer un pis, ahí estaba mi hombre, relamiéndose de gusto y poniendo cara de cordero degollado.

            Una de cal, otra de arena. Un JB iba y otro venía (pagaba el caballero). Dejé que se hiciera ilusiones de que me iba a echar un polvo en mi propia casita y luego le confesé que mi morada era sagrada y que las fornicaciones en casa del galán o en un hotel. Qué carita de pasmao se le quedó a mi pobre. Era más joven que yo y vivía con sus progenitores. El temita se complicaba un tanto para el latin lover.

            Insistió en yacer conmigo en mi casa. Pese a lo cual me mantuve en mis trece.  En mi piso no se folla, salvo que sea por prescripción facultativa y no es el caso –le dije-. Y en un coche como que no: estoy muy mayor para hacer acrobacias sexuales en un auto.

            Ejercí de calientapollas como si fuera mi oficio habitual. Me puse seductora, vampiresa total; cuando le tuve a punto de caramelo le susurré al oído que mi fantasía erótica era hacer el amor en el “Hotel Real” (en ese punto fui absolutamente sincera, ya que así lo exigía mi guión).

            El fulano me dijo que tenía unos gustos muy caros. Yo no se lo discutí. Sin embargo, yo sabía que lo tenía a mi merced, que había sabido seducirle sin tener que usar   demasiadas 

palabras para ello, lo que me hizo descubrir una nueva faceta en mí, ya que tiendo a ser locuaz, y pensaba que mis armas de mujer me las había robado cualquier otra congénere con mucha alevosía y malas artes.

            Yo me sentía absolutamente divertida ante la escena, ante la noche y casi agradecía a la mala pécora, que me había engañado por el chat, su perfidia y de haberme obligado a salir a la puta calle y a demostrarme a mí misma lo que puedo llegar a hacer si tengo suficiente motivación. Y estaba sobradamente motivada para ejercer de mujer fatal y otras hierbas.

            Me puse muy procaz con el tipo. Le hablé de felaciones divinas, de cubanas que quitan el sentío, de lluvias doradas... (le entró un calentón monumental y se le notaba, se le notaba mucho a través de su abultada entrepierna). Tensé la cuerda lo justo: no quería que la pieza se me fuera de las manos. Paladeé el culín del whisky. Retoqué con el carmín mis labios de gata salvaje. El trato estaba hecho. Íbamos rumbo al “Hotel Real”. Me moría de curiosidad por ver cómo era una de sus habitaciones.

            Obviamente, iba a pagar él: pena negra no ser todo lo desalmada que ambiciono ser o le habría exigido una suite en vez de una habitación doble (eso sí, tenía vistas al mar).

            Se me antojó pedir champán (para celebrar nuestro encuentro, le dije), y a esas alturas pues no se opuso: su cerebro habitaba en la punta de su polla.

            Fui mala, más que mala: retorcidamente perversa. Sin embargo, no estoy hablando de que me echara encima de él como una fiera y que lo desgarrase con mis uñas. No, no estoy hablando de nada de eso.

            También llevaba somníferos en mi bolso. Siempre los llevo, pero ésa es otra historia y no viene a cuento ahora.                 

            Diluí unos cuantos en su copa de champán mientras él vaciaba su vejiga.

            Luego brindamos por los polvos que habíamos de consumar en tan inigualable escenario.

            Allí le dejé, bebiendo en la cama, tras comunicarle que me iba a duchar para aliviar mi dolor de pies.

            Ducha que me había ganado a pulso y además necesitaba disfrutar algo de aquel lujo. Me demoré lo bastante. Quería quitarme todo el maquillaje y eso lleva su tiempo, sobre todo cuando no tienes los elementos adecuados a tu alcance para tal empeño.

            Cuando salí del baño sus ronquidos sonaron en mis oídos como la exquisita melodía de mi triunfo.

            Me vestí sin hacer ruido mientras me fumaba un pitillo como premio a mi travesura felizmente ejecutada.

            Ya sé, ya sé, aquel desgraciado no tenía la culpa de que una zorra me la hubiera dado con queso en el chat. La vida es dura, muy dura.

            Recordé que su nombre era Hipólito y como el cine de intriga me estimula la creatividad, le dejé escrito en el espejo del cuarto de baño con mi barra de labios:

            “TODOS LOS HOMBRES SON TONTOS,

            HIPÓLITO ES HOMBRE,

            LUEGO HIPÓLITO ES TONTO.”

            Mis silogismos y yo.

            Finalmente, abandoné el hotel como una gran dama; el recepcionista chateaba con fruición y ni se percató de que yo me tomaba las de Villadiego.

 

 

   © Pedro Bilbao

 

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