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Relatos

Seudónimo: Sargo Breado

Titulo: La echo mucho de menos
 

No hace ni un día que se ha ido mi Laura y mi mundo se viene abajo, como si se tratase de un castillo de naipes.

La imagino camino a Nantes, sentada en el tren con su ritmo adormecedor, la mirada en el paisaje, en el infinito, pensando en mí, recordando miles de imágenes, de vivencias que pasan por su cabeza, momentos vividos y sentidos en plena felicidad.

En todo segundo quiero que esté junto a mí, pero esto es imposible. Creo que una parte de mí se ha ido con ella.

Dicen que la ausencia causa olvido. Pero yo creo que, cuanto más lejos estuviese, más la recordaría. Mi corazón, en vez de tener amnesia, cada segundo recorre su imagen y se aferra a ella, deseando que esos momentos que hemos vivido, vuelvan pronto.

También dicen que lo contrario al amor no es el olvido, sino la indiferencia. Estoy seguro de que jamás podré oponerme a su amor porque nunca fue, es, o será indiferente para mí.

Hace pocas horas podía hablar, reír, cantar, disfrutar... con la persona más maravillosa del mundo.

Aún tengo el nudo en la garganta, los ojos nublados y ese último beso que me ha sabido tan dulce, como aquellos que me regalaba a cierta distancia en el parque próximo a la que en aquellos momentos era su casa, junto a flores de variados colores que bordeaban los columpios cuando aún no eramos novios (únicamente unos niños que tonteábamos como preludio a nuestro posterior enamoramiento), que se quedaban flotando en el aire, surcándolo todo con su olor a flores. Yo saltaba del suelo a recogerlos y respiraba hondo con el fin de no dejar ni siquiera un fragmento.

El vacío, que me llena haciendo mi respiración costosa, solamente se puede paliar con la esperanza de vernos dentro de treinta y tres días.

Laura es como un virus que se me filtró en la sangre y que, gracias a Dios, no tiene vacuna. El estar apartado de ella es una ansiedad continua.

Cuando ha salido de casa a montarse en el taxi que la ha llevado a la estación de Santander, me he quedado embelesado contemplando cómo, a cada paso que daba, movía ondulante su vestido, al ritmo que marcaban sus caderas, exageradas en su movimiento por esos tacones que aún hacían más esbelta su figura. Laura es la música de mis sueños y la modelo en el espejo que voy a tardar en ver. El tono del cielo era grisáceo, como va a ser ahora mi vida hasta que nos volvamos a reencontrar.

Como en nuestro piso era incapaz de aguantar el ruido del silencio y cada instante se me estaba haciendo eterno, he optado por ir al monte, y he llegado hasta una explanada con muy bonitas vistas, en la que me he sentado. Me encuentro rodeado por multitud de seres vivos. Esto es como una especie de pequeño zoológico. Unos, grandes, como vacas y caballos salvajes que trotan sin cesar. Otros, medianos, como un rebaño de ovejas, a las que de vez en cuando se les oye balar. Y otros, de reducidas dimensiones, cual mariposas multicolores, donde es harto complicado determinar cuál es la más bonita de todas, ya que todas son realmente preciosas. También hay muchas hormigas, abejorros... Precisamente, ahora mismo uno de éstos está posado sobre la margarita más grande, buscando comida con que nutrirse.

Contemplo la felicidad que aquí se respira, deseo que todo esto me aporte un mínimo de energía positiva para poder soportar mejor su larga ausencia. En mi vida ya nada va a ser igual que antes. Se me avecinan unos día largos y lentos en exceso, más incluso que una noche sin un sueño, un adiós sin volver, un amante sin deseo...

Aunque estamos en primavera, concretamente en mayo, el viento que sopla de componente sur ha hecho ascender el mercurio, resultando la temperatura más que agradable.

Si alzo levemente la mirada al norte, veo el mar del Cantábrico en estado puro, es decir, bravío. El silencio que aquí se debería respirar, se quiebra continuamente. Cuando no son las olas, son las ovejas y, cuando no, ambas al unísono. O si no, como ahora mismo, aderezados dichos sonidos por el zumbido del aleteo de un moscardón.

Me impresiona el embate del fortísimo oleaje golpeando permanentemente contra las rocas que forman el acantilado. Inmensas espumas blancas que, a buen seguro, rezarán por algún que otro marinero arrebatado por el mar recientemente. También observo en lontananza algunas pequeñas embarcaciones faenando. ¡Qué trabajo más duro y sacrificado!

Diría que éste es un paraje bucólico con mayúsculas, que invita a la reflexión y a la inspiración. Ahora veo unas cuantas gaviotas haciendo cantidad de filigranas en el aire.

Lo cierto es que siento un poco de envidia de todos estos animalitos. Y es que no se tienen que preocupar absolutamente de nada. ¡Sólo de comer! Bueno, la verdad es que algunos de ellos, también de no ser comidos por otros de mayor envergadura y voracidad.

Ya llevo casi dos horas, mas es como si solamente llevara diez o veinte minutos. ¡Cómo corren las manecillas del reloj!

Me resulta paradójico, y más de una vez me he preguntado por qué a mi esposa Laura y a mí, siendo optimistas por naturaleza, nos pueden encandilar tanto las melancólicas letras de desamor de Los Secretos. ¡Cómo bailábamos y tarareábamos sus canciones en el concierto que presenciamos junto a nuestra amiga Virginia hace pocas fechas cerca de aquí, en Torrelavega!

Virginia me cae muy bien. Es muy simpática. La conozco de toda la vida, desde que era una cría. Hoy de su menudo cuerpo cuelga sólo oro. Y su belleza es casi insuperable. Pero ¡qué fácil le ha resultado conseguirla! Con la aportación vital de sus padres, ahora es una mujer con una belleza casi sin parangón, pero su cara y su cuerpo están moldeados a golpes de bisturí y, sobre todo, de talonario. La cirugía la ha convertido en una chica superatractiva, que a su paso hace girarse a los ancianos, padres de familia y adolescentes. Sin embargo, a mí me encanta mucho más la beldad innata de mi Laura.

Ahora me ha venido a la memoria cualquiera de los muchos domingos de plena canícula del verano del año pasado, en la playa. Para mí ésta y la mar constituyen todo un bálsamo. Mientras Laura leía algún libro, siempre aprovechaba un momento para bañarme en solitario, alejándome de la orilla. Me hacía el muerto. El agua que cubría mis oídos, me aislaba del bullicio de la playa, sumergiéndome en un silencio sepulcral. El mar me acunaba. Aunque carece de poderes antibióticos, es todo un analgésico. Abría los ojos y observaba el cielo azul... Era una sensación maravillosa. En aquellos instantes el mundo era un lugar perfecto.

Luego, al ocaso, Laura practicaba un poco de footing. Me quedaba boquiabierto contemplando el movimiento que imprimía al trazado curvilíneo de su cuerpo bronceado. Cuando no utilizaba diadema, su larga y negra azabache cabellera caía en cascada sobre sus hombros, semiocultando sus preciosos iris azul turquesa. Me encantaba observar la parte baja de su espalda, donde los capullos del ramillete de rosas tatuadas sobresalían de la braguita de su bikini. Sus flores deberían oler a su fragancia natural, también aromatizadas por el gel empleado en su ducha matinal y por las minúsculas partículas que la brisa marina sería capaz de ir impregnando paulatinamente sobre cada uno de sus pétalos. Sentía el deseo de acariciarlas, besarlas u olerlas, justo en el lugar donde la espuma de las olas dejaba una intermitencia de caricias infinitas... Después, se bañaba  y, cuando salía del agua, su larga melena quedaba perfectamente peinada por la mano de las ondas del mar.

En más de una ocasión, la bonita estampa de Laura, correteando por la fina y dorada arena, se complementaba con puestas de sol de auténtica postal, donde el crepúsculo teñía el cielo de rojos púrpuras inverosímiles, entremezclados con tonalidades anaranjadas, amarillas...

FIN

© Sargo Breado

 

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