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Relatos

Seudónimo: Rita Cohen

Titulo: El hada y el duende

 

Érase una vez, no hace mucho tiempo, dos bonitas figuras de cerámica que representaban un hada y un duende respectivamente. Ambas habían sido creadas por un diseñador inglés especialista en este tipo de seres y hechas en Inglaterra, pintadas a mano. Ambas tenían en la piel ese ligero tono verdoso propio de los pueblos de la “gente pequeña”, hay incluso una leyenda donde un niño y una niña de esa raza salen al mundo exterior, justamente en Inglaterra, y les llaman así, “los niños verdes”.

Pero por lo demás eran muy, muy distintas. El hada tenía una larga, favorecedora, ondulada melena pelirroja hecha en cerámica como el resto de ella. Llevaba un sugerente vestido color naranja-azafrán que resaltaba sus bonitas formas esbeltas y torneadas. En el antebrazo llevaba un brazalete de flores. Calzaba unos coturnos o sandalias marrones que continuaban atadas por unas cintas en la pantorrilla. Estaba sentada apoyada leyendo contra una seta a la que habían puesto una cara y que miraba sonriente por encima de sus hombros. El hada tenía una expresión risueña y reflexiva a la vez en su carita y en sus ojos oscuros, y leía un libro en el que había grabados unos caracteres rúnicos. Tenía replegadas sus alas adornadas de purpurina. Algunas motas de purpurina se habían desprendido y daban brillo al resto de la figura y al rostro.

El duende en cambio era decididamente feo pero muy simpático, con su gran boca de rana abierta en una amplia sonrisa y su nariz “remangada”. Estaba sentado con las piernas cruzadas en una especie de balsa o almadía hecha de troncos. ¿Por qué mares o lagos de fantasía navegaría?

Así como el hada tenía una función meramente decorativa, el duende era también útil. La mitad de su balsa estaba acotada y ligeramente ahuecada, dedicada a portanotas, y a su espalda, realzado con un cordón decorativo, había una especie de cesto o pamesta que servía para poner lápices, bolígrafos, plumas...

El duende también llevaba un libro en las manos, pero en él, en vez de las runas, figuraban los dibujos de una hoja y una mariquita. Y su expresión era graciosa, con sus grandes ojos redondos abiertos de asombro y a los lados de los ojos y en las comisuras de los labios unas divertidas arruguitas de expresión. En contraste con la ropa coqueta del hada levaba una especie de gorrito de marinero remendado, bajo el que asomaban suaves mechones de pelo natural añadidos descuidadamente; y vestía un chaleco y pantaloncito corto, que dejaban al descubierto sus piernas y brazos delgaduchos. Sus zapatos eran igual de desgalichados.

También su cabeza era grande para su cuerpecito desgarbado. No obstante, algo tenía, que cuanto más le mirabas más simpático y menos feo te parecía.

De su Inglaterra natal ambas figuras fueron a para a Asturias en el Norte de España. Habían sido creadas en el mismo lugar y casi al mismo tiempo. Y allí estaban, juntas fueron expuestas en el mismo escaparate de una tienda de productos esotéricos, “new age” y espirituales. Allí los vio una mujer con alma de niña que pasaba por delante del escaparate casi todos los días camino a un trabajo. Con toda la ilusión preguntó el precio. Primero del hada. Le encantaban las hadas: las coleccionaba, y esta le pareció preciosa. Ella era gran lectora y le hizo gracia que el hada estuviera justamente leyendo. Era la más cara de las figuras expuestas, pero reservó parte de su paga y la compró. Bien protegida llegó sana y salva a la casa donde ya tenía su lugar de exposición preferente reservado.

Unos días después la misma chica volvió a mirar el escaparate, cosa que siempre hacía, y se fijó en el duende. Quizá había estado ya allí, pero la hermosa hada le eclipsaba totalmente.

Así como con el hada no dudó un momento y la compró en cuanto pudo, no fue así con el duende. A ella le gustaban bellas hadas o elfos, no feos duendes o “pixies”. Pero dio la casualidad de que necesitaba un portanotas y sujetalápices, y como el duende también estaba con un libro en las manos, aunque menos convencida, se lo llevó. Después de todo no era tan caro como el hada, pese a ser más o menos del mismo tamaño. Pero una vez el duende estuvo en su sitio junto al ordenador no se arrepintió: Cumplía su función y quedaba muy bien.

Quizá parte del espíritu de su creador británico había pasado a las figuras, o quizá también fuera influencia de la chica soñadora que las había comprado y de su compañero, también de espíritu infantil y tierno. O tal vez es que en los cuentos las cosas son así, aceptémoslo. De hecho la pareja de la casa donde estaban eran juguetones y desde el primer momento se identificaron con las figurillas... O más bien...

El caso es que el duende siempre, desde el día de su creación en que el destino les puso juntos, luego durante el viaje y en la tienda y el escaparate, se había enamorado perdidamente, cada vez más, de la bella hada, pero sin esperanzas.

¿Cómo alguien como él podía ganar el corazón de ella? No era altiva, de hecho su expresión era dulce; y la de él, en cambio, era entre pícara y sorprendida.

Él también tenía un libro entre las manos, pero sólo con dibujos, como los libros de láminas de los niños.

Desde luego ella, con su libro de runas más complicado, era “la intelectual”. Él podría querer dar “el pego” delante de ella, pero se limitaba a mirar los “santos”.

También el ambiente de aquella casa era ideal para ellos, no podían haber ido a parar a un sito mejor. La chica, como dijimos, coleccionaba justamente hadas y cosas de ese tipo, y las había de todos los tipos y tamaños. La más grande y valiosa, probablemente la favorita de la chica, era una preciosa estatuilla de más de treinta centímetros del príncipe arquero elfo Legolas de “el Señor de los Anillos”. Había estado ahorrando durante meses para ella. Tan guapo y aristocrático, figuraba con un exquisito detalle en sus ropas y armas y demás atavíos.

La verdad es que el duende le tenía algo de manía al guapo y (este sí) de expresión altiva elfo... Al igual que el dueño de la casa, en el fondo, al guapo actor que lo representaba, aunque sabía que su chica le quería sólo a él, feo pero simpático al igual que el duende. Era él quien la hacía reír y el dueño de su corazón.

La chica se tenía por fea, por bajita, y regordeta, y con gafas, pero para él era tan guapa como la perfecta hadita, inteligente...

Había otros seres como unicornios y pegasos, etc., y otras hadas más pequeñitas, incluso más bellas y delicadas, algunas encerradas en sus bolas de cristal en las que “nevaba” polvo brillante, con o sin música (“la danza de las horas”); en forma de quemadores de incienso, o simplemente figuritas en actitud de danzar. Incluso más “pixies” de aquel mismo diseñador inglés, pero de apariencia más humana, con caras más parecidas a las de la hadita, subiendo por una cuerda, o como imanes en las puertas de la nevera.

Luego estaba la colección de las hadas de las flores, también muy bonitas, con caras y cuerpos más aniñados, de resina más resistente, muy adecuadas para adornar macetas de flores y similares. Aunque para él no había ninguna comparable a su hada compañera, bella, dulce e inteligente.

Las hadas de ñas flores por ejemplo tenían lógicamente tenían cada una su nombre y su flor correspondientes.

Pero a ellos les llamaban simplemente Xana y Trasgu, puesto que estaban en Asturias. Eran, simplemente, los equivalentes en aquella tierra del “fairy” o hada, y del “pixie” o duende de jardín, respectivamente, en inglés. Sólo a ellos dos les llamaban así, y “xana” y “trasgu” les quedaron como apodos, aunque en realidad el trasgu asturiano es más bien un espíritu travieso y enredador de la casa, con la mano horadada para más señas, al que se pude “espantar” mandándole coger semillas o granos u objetos similares, pues no puede, por el agujero de la mano, eso le da mucha rabia, y se va. Él era otra cosa, un simple duendecillo de jardín.

Tampoco el término “xana” corresponde exactamente a la clásica hada, sino que son más bien espíritus protectores de las aguas y las fuentes, que pueden ser desencantadas en la noche de San Juan por los mozos xon suficiente valor para enfrentarse a diversas pruebas, como el cuélebre o dragón de la mitología asturiana, su propia codicia en forma de hilo de oro que hay que devanar delicadamente para no romperlo so pena de perder a la xana...

De hecho la chica había tenido hacía tiempo unas figurillas, de barro pintado también, en forma de broche, justamente de una xana y un cuélebre, rotas y perdidas ya.

¿Y los malos de la historia? Bueno, en un cuento suele haber el típico malo, pero aquí, más que malos, eran traviesos: Las mascotas de la familia, un gato siamés y un hurón (aunque no hubiera ratones). Pero todas las figuras de hadas, elfos, etc., y el Trasgu y la Xana, les temían. Eran ágiles y normalmente se movían sin tirarlas, pero en alguna ocasión les habían querido dar zarpazos y jugar con ellas, y hasta las habían tirado a posta. Una vez habían tirado a una de las más sutiles entre hadas de las flores, y le habían roto una pierna y un ala. El ama de la casa había tenido que escribir a la editorial de la colección, para conseguir otra similar con que sustituirla,. La primera había desaparecido y no se le auguraba buen destino.

Así fueron pasando los años. Poco cambiaba, pero algunas cosas fundamentales, sí. El hombre en ocasiones, cuando le parecía que se juntaban demasiadas hadas amenazaba en broma con hacerse con un fumigador para fumigarlas todas ellas, o amenazaba en broma con “arrancarle la cabeza” a su “odiado Legolas”.

Y así fueron pasando los años y hasta decenios. El hurón y el siamés originales fueron sustituidos por otros, y otros más. Llegaron los niños, primero los hijos, una pareja, que alguna vez hicieron una escabechina entre las hadas, o rompieron alguna de ellas , pero éstas les perdonaron, puesto que las hadas y los niños se llevaban muy bien entre sí y se entienden: de hecho los sólo ellos son capaces de verlas. Y luego incluso los nietos, a los que encantaba la colección de hadas de los abuelos. Cuando tras más de 50 años estos por fin se fueron prácticamente juntos, a la vez, los bisnietos encontraron a la Xana y al Trasgu ya viejos y desportillados, con desconchaduras. El hada había perdido su purpurina y el trasgu su gracioso pelo natural añadido. No fueron arrinconados en ningún desván ni trastero, en aquel piso no había nada así, en la ciudad siempre falta espacio.

Fueron a parar a un vertedero rural... también juntos, como siempre.

Parece algo horrible, pero aquí empieza la auténtica magia de la historia: las figurillas físicas acabaron por desintegrarse, pero cerca había una pequeña granja y un pequeño manantial donde iba a buscar el agua de beber la familia de la granja porque sabía mucho mejor que la del grifo, sin cloro... La naturaleza es sabia y tiene sus propias leyes, y aquellas figuras que habían estado tantos años y decenios juntos habían creado sus propios espíritus. La granja tuvo al fin su propio pequeño “trasgu”, travieso y protector a la vez, y el manantial su propia pequeña Xanina, que no quería que nadie la desencantase, porque sabía que nadie la amaría con el amor de su trasgu.

Quizá, también, las personas que durante tanto les habían tenido, y que tanto se habían amado, seguían viviendo en cierto modo en ellos, parte de su espíritu estaba en aquellos espíritus elementales...

© Rita Cohen

 

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