59. Armada hasta los dientes

Siento los dedos congelados. No sé si podré apretar el gatillo. ¡Ha llegado tu hora! Quizás es el momento.
Si esto fuera una película de John Wayne, sería donde la manillas del reloj empezarían a volar. Días resucitados, la misma rutina de siempre, pero algo iba mal. Esa sensación que la había acompañado durante los últimos días… Una sombra ajena a ella, y la sombra de la duda de su propia lucidez.
Tres segundos de silencio en su disckman. Suficientes. Detuvo sus pasos en seco. Y su rotunda convicción de que aquel individuo se había convertido en la sombra de sus talones. Demoró la elección del nuevo disco. ¡Por Dios!, que aquel tipo se adelantara a sus pasos.
– ¿Qué hago? ¿A dónde voy?
Levanté los ojos y me agarré con fuerza a la primera imagen que se clavó en mi retina. Tocaba cambiar de escenario. ¡Alea jacta est! Atravesé el Rubicón, jugándome el pellejo entre la corriente de coches.
Ya estaba dentro. Un supermercado, un DÍA. Deambulé por los pasillos y una sonrisa inundó mi cara… Definitivamente estaba paranoica. Daba igual, necesitaba la certeza de no tener su compañía.
¡No puede ser!. Allí estaba otra vez, en el pasillo, camuflándose entre los champiñones y las salsas de tomate.
Sístole-diástole en mi garganta, pánico. Sonambulismo mortal. Y desperté en la isla del congelado.
La claqueta con su chasquido cae como la guillotina. Imagen congelada. Uno contra otro, solos. Esquinas enfrentadas. Un cruce de miradas retadoras. Tú, con tu paquetito de espinacas. Yo, armada hasta los dientes.
Me aferré al Magnum. Ya no eras tú el único que escribía el guión.
¡Que empiece la balacera!
Ya habíamos descontado los diez pasos de espaldas el uno al otro. A penas un giro, un leve movimiento de cadera…
Siento los dedos congelados. No se si podré apretar el gatillo.
Y disparé frenéticamente… El blanco había desaparecido.
Esto no me está pasando. Entre mis dedos el Magnum ahora reloj derretido de Dalí. Al borde de un ataque de risa, deposito mi armamento en la caja registradora.
Soy el llanero solitario, pero la voz de la cajera me devuelve a la realidad.
– 60 euros, por favor.
¡60 euros de helados Mágnum! . Había arrasado con el postre dominical.
Abro el bolso, y de nuevo, te descubro como mi sombra inseparable. Allí sigues, detrás de mi.
Ya no me importa. Te había hecho frente. Cargué con mis Magnums. Dispuesta a morir con las botas puestas.