54. Historia de un pequeño malvado

Fue solo una mirada extraviada y un centelleo del pensamiento. Desde la puerta, dominadora y grandiosa la cama, y sobre ella, diminuta pero presente la inconfundible cartera paterna. Los ojos viajaron raudos hacia el final del pasillo donde unos pasivos progenitores se agazapaban dentro de un familiar tresillo con el murmullo envolvente de la televisión. En un segundo, mis piernas estaban frente al lecho y mis manos atrapaban tres monedas que juntas no llegaban a valer un euro. Ahora debía decidir que hacer con mi botín. Importante dilema pero fácil de resolver para una mente despejada como la mía. Estaba claro, la ocasión merecía una visita rápida al kiosco antes de entrar al colegio: Maravillosa mi primera visita sin tener que depender de la tacañería de mi madre ni de sus obsesivas manías sobre el efecto desastroso del azúcar en mi delicado organismo.

Pasaron los días. El austero cabeza de familia no parecía haberse dado cuenta de nada y yo lo achacaba no a que fuera distraído, simplemente que tenia un hijo sagaz y prudente que se contentaba con una insignificancia y no pecó de avaricia.

Aquella noche mama estaba cocinando y papa en la ducha. El extractor y el grifo se aliaban a mi favor, no podía dejar pasar la ocasión. Ya estoy dentro, frente a la percha donde descansaba su chaqueta, ya he encontrado el bolsillo, ya tengo la cartera pero… que pocas monedas, no obstante, varios billetes de cinco. A cualquiera se le puede caer un billete. Atrevámonos con las grandes empresas. Ignoremos esta flojedad en las piernas, estas mariposas en él estomago y a este ruidoso corazón. Se consumó el acto ahora a respirar profundamente y a plantarse frente el aborrecido libro de matemáticas que seguiré sin verlo pero que me proporcionara una angelical estampa cuando vengan en mi busca para la cena.

Esta vez ,a las golosinas se unieron los cromos y aun quedaron fondos que fueron escondidos en el fondo de mi mesilla de noche.

En mi corta vida nunca estuve tan atento a las conversaciones que llenaban mi casa. Siempre alerta buscando la frase, la mirada, el gesto que denotara una grieta en mi posicion. No la hubo. Y cada noche la habitación paterna parecia llamarme con más fuerza, era toda una tentación. ” Ven” me decía, “Aun no” le contestaba, “Es pronto, quizás mañana”. Y hubo muchos mañanas y muy frecuentes. Tan asiduos que llegue a derrochar mis tesoros en insípidas libretas decoradas. A mí, que lo más que me gustaba de la escuela era el recreo.
Naturalmente la historia termina; el audaz investigador que me descubrió por supuesto fue mi madre. Debo decir en mi favor que no me pillo con las manos en la masa, pero sí el cuerpo del delito, es decir: las monedas escondidas en el fondo del cajón.

Fui sentado en la cama y preguntado por la procedencia del dinero. Decir que eran mis ahorros, dado mi habitual comportamiento, haría pensar a mi interlocutora que su hijo había sido cambiado por un extraterrestre. ¿Los abuelos? Seres generosos, pero que hacia por lo menos dos semanas que no eran visitados y a los que mi inquisidora no tardaría de abordar telefónicamente hasta conseguir la verdad… ¡Nacho! Eso era. Un tío de mi amigo, de esos seres raramente espléndidos, que le dio unas estrenas a su sobrino y por no hacer un feo me vi yo también recompensado.

Pese a una duda profunda por parte de mi fiscal yo me agarre a la historia ferozmente. Lo suficiente para ganar un compás de espera de un día, lo que tardo la tramposa de mi madre en desenmascararme. Menuda vergüenza hasta los baluartes de nuestros valores mienten. Le cuentan a uno sobre una reunión de madres y la constancia de la inexistencia de tíos rumbosos y uno se lo cree y acaba confesando.

Ya se sabe lo que continúa. Juicio sumarísimo, como único abogado defensor uno mismo. Resultado lamentable. Una charla tediosa, repetitiva y abrumadora. Una confiscación de mi paga y de salidas con los amigos por los siglos de los siglos y una censura en los ojos de mis padres cada vez que se topaban con mi persona, situación que no mejoró mucho con la llegada de las temidas calificaciones escolares supongo.

Bueno todo pasa. Además no he sido reincidente pero… A veces siento añoranza de aquella sensación cuando la cartera ardía en mis manos, quizás el peligro cuando no es muy peligroso fascina o quién sabe. Sentir por un tiempo que sé trasgrede los límites de lo correcto y no eres castigado, te hace sentir que rozas la divinidad.