36. La leyenda de la cofradía del lago.

Hace algunos meses, después de equivocarme en un desvío y seguir conduciendo con cada vez menos fe por una carretera solitaria, llegué a un pueblo del que nunca había oído y en el que decidí detenerme a descansar. La afluencia de personas por las calles, el murmullo lejano de una banda de música y las guirnaldas que colgaban entre las farolas me hicieron comprender que estaban de celebración.

Quería cenar y partir de nuevo antes de que oscureciese, así que entré en el primer lugar que se adecuaba a mis propósitos. Estaba repleto de gente. Logré hacerme un espacio en la barra y pedí algo de comer y beber. Intenté buscar conversación con un tipo que, a mi lado, leía un diario.
–¿Así que son las fiestas del pueblo?

–Sí. ¿No eres de aquí, verdad? Se celebra el aniversario del fin de las cofradías. Aunque esto debería explicártelo.

Y se dispuso a contar una historia que, sin embargo, quedó interrumpida. Todo el mundo calló cuando las puertas del local se abrieron y entró un hombre muy desaliñado, con la mirada perdida y el paso tembloroso. Se deslizó entre las personas hasta que llegó a la única mesa libre, junto a una esquina. Tomó asiento muy poco a poco y permaneció allí unos minutos, sin variar un ápice la expresión de lejanía de sus ojos. Después se fue tal y como había llegado. Empezaron a escucharse murmullos, que alguien cortó al decir en alto lo siguiente:
–Éste va otra vez de peregrinación al lago.
Y tras un estallido de risa generalizada, se recuperó la normalidad.

No me atreví a preguntarle a mi compañero sobre el extraño personaje que acababa de entrar, ni sobre el efecto repentino que había causado entre toda la gente. Además, él ya había retomado mi anterior pregunta y empezaba a explicarme la siguiente historia:

–En el siglo diecisiete se producía en este pueblo una situación excepcional. Durante muchos años había disfrutado de un sistema de gobierno autónomo, fundamentado en varias cofradías que establecían sus propias leyes y que convivían en paz. Cada una tenía su filosofía y sus zonas de territorio, así como sus propios adeptos. Como has podido ver, el pueblo está situado en una zona montañosa y de bosque espeso, y es muy difícil acceder a él, de tal manera que desde el gobierno central muy pocas veces se atrevieron a enviar un destacamento para terminar con esa extraña situación de autarquía. Cuando esto sucedía, las cofradías se ponían excepcionalmente de acuerdo y actuaban juntas. Dado su dominio de estas tierras, los adeptos eran capaces de acabar con la amenaza sin ni siquiera ser vistos, apostados en grutas o en desniveles estratégicos, lo cual les confirió una cierta reputación de herejes y practicantes de las artes oscuras.
Esta fama sólo empezó a ser realidad a mediados de siglo, cuando una de las cofradías, la que dominaba todo el lago y los alrededores, empezó a ganar más miembros que las otras. Se hablaba de bestiales orgías y de una entrega absoluta al maligno, pero quizá era sólo un bulo que se hacía correr para evitar en lo posible la fuga de adeptos. Sin embargo, lo cierto es que esta cofradía lograba cada vez a más habitantes, atraídos por las leyendas de felicidad y vida inmortal que circulaban paralelas a la fama demoníaca. Esto terminó por inquietar a las otras, que se dieron cuenta de que enseguida quedarían sometidas si toleraban este crecimiento.

–Ya entiendo –dije. Y es lo que acabó por suceder: aquella cofradía absorbió a las demás.
–Para nada –comentó con una sonrisa. Después de beber un trago de su cerveza, continuó así la historia:

–Las otras cofradías pactaron con el gobierno central, que por primera vez pudo enviar un pelotón a esta zona oculta y peligrosa. Gozaron de información sobre todos los accesos, así como de toda la ayuda posible por parte de las cofradías traidoras. Sorprendieron a la cofradía del lago en una de sus fiestas nocturnas, en su momento de mayor popularidad, del todo desprevenida ante ataques externos. Según parece, lo que aquellos soldados pudieron ver les espantó tanto, o les pareció tan profano y ajeno a las leyes divinas, que decidieron acabar con la vida de todos los adeptos de la cofradía, y después arrojaron sus cuerpos al fondo del lago. El gobierno central aprovechó que había entrado por primera vez en el pueblo para romper el pacto y someter al resto de las cofradías, lo que acabó con todas ellas. Y eso es lo que conmemoramos esta noche. No obstante, la memoria de la cofradía del lago todavía pervive en la conciencia del pueblo a través de leyendas y supersticiones.

–¿Y qué relación tiene esa persona que acaba de entrar con la historia que has contado y con el lago? Ha hecho callar a todo el mundo.

Un hombre que bebía cerca de nosotros, y que hacía rato que nos escuchaba, interrumpió la conversación:

–Eso es mejor que lo cuente yo, que era su amigo en la juventud.

Y entonces explicó lo siguiente:

Hace ya muchos años, en la misma noche que hoy, entró aquí, se sentó con nosotros en la mesa de la esquina y confesó que le estaba ocurriendo algo extraordinario. Cuando le interrogamos sobre su peculiar estado de nervios, respondió así:

–Todas las leyendas sobre la cofradía del lago son ciertas. Como nos han contado tantas veces, quien es requerido por la cofradía tiene visiones premonitorias. Llevo semanas contemplando un mundo maravilloso en sueños. He sido elegido y me siento afortunado. Ahora me buscan, y debo partir ya.

–¿Pero adónde vas? El terreno es peligroso y puedes tener algún accidente –le dijimos al ver que se levantaba y caminaba hacia la puerta.

–¿Que adónde voy? Pues a formar parte de una sociedad privilegiada. Hablaré con los que vuelven al mundo después de muertos, porque conocen los secretos del cielo.

Dicho esto, se fue. Nos quedamos muy preocupados y estuvimos el resto de la noche hablando del suceso y recordando las leyendas que habíamos oído sobre la cofradía del lago.

Salió del pueblo, siguió la carretera que conducía al castillo en ruinas de la cofradía y se internó por un sendero estrecho hasta alcanzar el claro, oscuro y solitario.
El cielo estaba cubierto de estrellas, y en el centro reinaba la luna, que proyectaba sus rayos sobre la hierba y la volvía azulada. Aguardó sentado durante mucho tiempo, intentando distinguir algo que escapase al bronco sonido de los sapos y los insectos. Pero incluso la seguridad que tenía en sus sueños empezó a quebrantarse al comprobar que nada sucedía. Se levantó y caminó hacia los árboles que rodeaban el claro.
De pronto escuchó tres campanadas en la lejanía. Y entonces una niebla espesa y gris empezó a emerger desde el agua. Enseguida le fue imposible ver nada. Sólo oía chapoteos que provenían de la orilla, y que estaban cada vez más cerca. Al poco tiempo anularon cualquier otro sonido nocturno y lo envolvieron desde todas las direcciones. Decidió permanecer inmóvil cuando se dio cuenta, entre los leves espacios que la niebla dejaba sin ocupar, de que una multitud de formas se congregaba a su alrededor. Eran alargadas y vestían ropajes de color negro que les cubría la cabeza. Avanzaban poco a poco y se detenían repentinamente, como si tuviesen muy claro cuál era su lugar.
Permaneció rodeado, ignorando qué hacer, hasta que observó que uno de aquellos seres se movía hacia donde él estaba. Le ofrecía entre sus dedos, blancos y huesudos, un cuenco de piedra.
A partir del momento en el que bebió aquel líquido amargo, se sintió empujado por una ebriedad distinta a cuanto había experimentado y que le hizo sumarse a los movimientos que seguían realizando las figuras. Sabía exactamente cuál era su situación allí y cómo debía actuar. Advirtió matices más sutiles en los chapoteos, ahora compulsivos, y fue capaz de entenderlos con una forma de pensamiento insólita en lo que llevaba de vida.
Todos se juntaron en un amplio círculo, y entonces el cielo se cubrió con nubes densas que parecía que fuesen a desplomarse de repente. Pero no ocurrió así; por el contrario, una gran masa de color negro fue descendiendo desde las nubes, borrando a su paso cualquier atisbo de luz o de existencia.
Cuando abrió de nuevo los ojos, el chapoteo era ya apenas un murmullo y la niebla había desaparecido. Estaba tumbado en el suelo, y las últimas nubes se retiraban y daban paso otra vez a las estrellas. Se incorporó y miró hacia el lago. Pudo ver a varios de aquellos seres caminando hacia su interior, cada vez más cubiertos por el agua, hasta que por último desaparecieron. Profundamente entristecido, dio un grito que se perdió en la soledad del claro.

La noche siguiente, lo vimos entrar aquí pálido y más nervioso aún. Sus ojos oscilaban de un lugar a otro, incapaces de centrarse en un punto.

–¿Ya has visto a la cofradía del lago? –le preguntó con sorna un joven, buscando la risa cómplice del resto.

Entonces comenzó un discurso muy desordenado, que brotaba a impulsos desde su garganta y que acompañaba de una sonrisa histérica.

–¡La vi! Es más… ¡Fui uno de ellos! No tenéis ni idea de lo que significa sentirse tan lleno. ¡Imaginad que el universo os susurra al oído, y que por un momento tenéis en la mano sus secretos más profundos! Todos nos comprendíamos… y nos necesitábamos. Después de esto, nada más tiene sentido. La única felicidad posible. Cuando todo acabó marcharon, pero hoy regresaré para que me acojan de nuevo. Estoy dispuesto a que sea para siempre.

Y volvió a salir igual que la última vez, aunque nosotros nos tomamos el asunto con menor seriedad. No tuvo que irle muy bien, porque regresó al día siguiente más fuera de sí y diciendo palabras más febriles y descontroladas:

–No lo he logrado. No estaban allí. Fallé en algo necesario para verlos. Hoy lo intentaré de nuevo.

Desde entonces, cada noche ha repetido idéntico ritual para poder disfrutar de sus delirios. Poco a poco, obsesionado con esta búsqueda, fue cayendo en un mutismo al que hoy todo el mundo se ha acostumbrado. Se le ve siempre a las mismas horas, en los mismos sitios, porque ha renunciado a vivir si no es en compañía de las almas del lago. No cede a la esperanza de volverlas a encontrar alguna noche, aun a costa de desperdiciar su vida.

Ya había oscurecido cuando el hombre terminó de explicar este relato. Debía continuar mi viaje, de modo que salí del lugar por donde me indicaron. A los pocos kilómetros, los faros de mi coche alumbraron una figura extraña que caminaba lentamente al lado de la carretera. Me fijé con atención: aquel rostro, cuyas facciones parecían amoldadas a una pena inconsolable, sólo podía pertenecer a la persona que había excitado mi curiosidad en el pueblo.
Quedé pensativo al superarlo. En la noche silenciosa, mientras un olor fresco en el aire insinuaba la presencia del lago, me preguntaba si toda aquella historia era fruto de la locura.