30. Carcajadas de fuego

Como loco que lanza flechas y saetas mortales, es quien engaña a su prójimo, para decir luego: “Era una broma”. (Prov 26,19)

Cuentan que en tiempos del rey Manases, en la oscura época en que el pueblo de la promesa se había olvidado por completo del Dios de los padres, vivió en Jerusalén un hombre llamado Adino, capaz de hacer reír a hombres, mujeres y niños, con sus bufonadas y bromas. Tanta era su fama, que el mismo rey lo llamó a su servicio, cobijándole en palacio y haciéndole un lugar entre los eminentes, a los que a diario, ya a la caída de la tarde, deleitaba con sus jocosos comentarios, parodias e imitaciones.
– Adino, imita a un soldado torpe en la batalla.
– Adino, imita a una mujer embarazada incapaz de moverse.
– Adino, imita a un sacerdote celoso de la Ley perseguidor del divertimento y la alegría.
Cada cortesano pedía lo que deseaba. Y Adino, de manera magistral, satisfacía las demandas provocando la hilaridad general que hacían brotar largas y sonaras carcajadas de los asistentes.
Durante muchos meses Adino entretuvo al rey y a su corte cosechando favores y ganando renombre en un tiempo de prosperidad económica. Porque Manases, eludiendo todo abismo de la Ley, abrió las fronteras de Judá a los extranjeros y a sus dioses a fin de que se activara el comercio con las naciones vecinas. Para demostrar a los pueblos de alrededor que las cosas habían cambiando, reedificó los altares que su padre, el piadoso rey Exequias, destruyera. Y así, en Jerusalén se volvió a rendir culto a los baales y a toda la milicia de los cielos, siendo Astarté la diosa que más devotos y fieles sumaba. El rey, decidido a romper con el pasado espiritual de su pueblo, tampoco tuvo el menor prejuicio en consultar a magos y agoreros, y cuando uno de ellos le pronosticó que reinaría cincuenta y cinco años si entregaba al dios Moloch a uno de sus hijos, no lo pensó dos veces, y en honor de la divinidad, ordenó que el menor de sus vástagos fuese quemado vivo.
Terrible influencia era para su pueblo el rey Manases, quien, a pesar de sus muchos y terribles pecados, no se entregaba ni un sólo día a la tristeza o al abatimiento. Manasés gustaba sentirse satisfecho, feliz, poderoso y querido por sus aliados. Para ello, tampoco dudó en derramar la sangre de los compatriotas que osaban recordarle la gravedad de sus errores o lo invitaban a recuperar la fe de los padres.
Para olvidar tristezas ya estaba Adino. El infalible bufón que convocaba la alegría y la sonrisa, desterrando cualquier pesar del corazón o la conciencia.
Pero los días se repetían, las semanas y los meses transcurrían, y según iba pasando el tiempo, más difícil le resultaba al cómico, encontrar dichos jocosos y anécdotas que hicieran reír a su público. Por eso, y porque en Jerusalén existía una relajación y permisividad especial en lo tocante al hecho religioso, Adino decidió que haría reír a su público imitando a los que sacrificaban sus seres queridos a los dioses de las naciones. En la parodia, no exenta de atrezzo, pues en el escenario se había levantado un altar y encendido el pertinente fuego del sacrificio, el cómico hacia las veces de un padre estúpido e ignorante, que, por la promesa de una buena cosecha, entregaba al menor de sus hijos al fuego de los dioses. La divertido de la escena, a pesar de su dramatismo, consistía en las muchas tonterías que el padre decía a su hijo para tratar de que sufriera lo menos posible. Un hombre enano representaba al lerdo vástago, quien oía con atención las palabras de Adino, mientras se encaminaba hacia el fuego donde sería sacrificado.
– Padre, ¿me dolerá?
-No, hijo, no. Sentirás un cosquilleo agradable. Y para la hora de la cena ya habremos terminado. Dime, ¿qué te apetece cenar hoy?
– Carne, padre, bien pasada, pues, como sabes, no me gusta poco hecha.
Los asistentes no podían dejar de reír ante tamaña estupidez. Vitoreaban, aclamaban y animaban al cómico cada vez que terminaba una frase o la pronunciaba su enano compañero. Tan atentos se encontraban los cortesanos a la función que se les ofrecía, que ninguno miró al rey hasta que ésta terminó. Pero, al final de la misma, el rey no reía, no aplaudía, sólo miraba a Adino con odio, violentamente, preguntándose si aquella parodia realizada le señalaba a él como al padre estúpido, pues no en balde, también el rey había sacrificado al fuego de los dioses a su hijo menor.
– Mi rey, ¿acaso no os hice reír? ¿No fue de vuestro agrado mi imitación? –preguntó pálido y con palabras entrecortadas Adino, que como todos los habitantes de Jerusalén, conocía sobradamente la crueldad que el monarca podía llegar a exhibir.
– Ha sido de mi agrado. Pero, estimo, que necesitamos algo más realista. Algo más verdadero.
– Mi señor, no entiendo.
– Entenderás. ¡Soldados, arrojad al enano al fuego!
El pequeño hombre casi se desmayó, pues miró a los presentes y las rodillas le temblaron. Pero luego se rehizo, y ni siquiera el enfadado rey pudo dejar de reír cuando el condenado trató en vano de escapar de las férreas manos de los soldados.
Fue arrojado al fuego. Y con sus gritos y lamentos, mientras se quemaba llenando el espacioso salón de un hedor insoportable, el rey reía, reía y lloraba, pues aquellos gritos le traían los otros que un día profiriese su hijo sacrificado.
– Adino, ¿no ríes? ¿La escena no es de tu agrado? –le preguntó el rey con cruel ironía.
– Mi señor, nunca osaría ofenderos. Lo que representé es algo ficticio, una broma, un invento para hacer la vida más llevadera y apetecible. Sólo traté de hacer reír a todos los presentes.
– Pero tu rey no acepta según que bromas. ¡Soldados, es el turno de Adino!
Cuentan que el cómico sufrió indeciblemente, pues el fuego donde se le arrojo no era lo suficiente grande ni vivo como para procurarle una muerte rápida. Y aseguran que Manases, que reino postreramente cincuenta y cinco años, tal como se le vaticinó, no dejó de reír mientras duró la larga agonía de su bufón. El hedor era de lo más desagradable, el espectáculo despreciable. Pero nadie en la corte dejó de secundar las risotadas del rey.