15. Anticipo de sombras

Desde niña, he arrastrado una nostalgia inevitable ante el fin de febrero, cuando el  verano comienza a ocultarse en los primeros ocres tiernos de las hojas y en los naranjos serondos de las siestas más suaves. La misma pujanza que en diciembre me abre el alma a la vida en ciernes, al rigor dulce de los capullos palpitantes y las yemas cerradas en pequeños sarmientos, troca en amargura las postrimerías de febrero, anunciando una muerte estacional que, por conocida, duele mucho más… cualquier certidumbre de deceso nos contrae en la resignación lenta de lo inevitable, del tiempo y su extraña tiranía de exequias. Cuando niña, a la sombra profunda de estos pensamientos, fijaba el recuerdo en un viejo reloj de pared que vi una noche en un restaurante (era enero, tiempo de luz y vacaciones). La esfera era enlozada, y en el centro, un anciano alado, de barba parda e inquietante mirada, sobrevolaba un cielo prolongado. Por encima del anciano, una frase que me impresionó: “Huye el tiempo irreparable”, en prolijo latín, lo cual daba más adustez al cuadro. La explicación de mi padre aplacó un tanto mi impresión, pero un raro dolor, que cuando adulta supe fue mi melancolía primera, me embargó para siempre. Frente a cada hecho triste que desde esa lejana noche viví, antepuse la figura del anciano y su ubicuidad, buscando un consuelo al azar de la fatalidad entre lágrimas y umbríos razonamientos.

La siesta ardía con inusual claridad aquel domingo de febrero. Sentada en la terraza de mi tía Etelvina, un resplandor infinito de techumbres plateadas enceguecía mi vista, acaparando el calor. El sillón, hecho de cuerdas plásticas, cedía ante el sudor de mis piernas, agobiadas en la solana inclemente. Me gustaba observar la cocción lenta de la tarde, desde el primer estallido de luz en los techos cercanos, hasta el canela tardío del sol en descenso. De la casa, las voces sonoras de mi abuela y mis dos tías, junto a mi prima Estefanía, ponían una nota discordante al silencio de sol y ciudad dormida. La terraza de la tía Etelvina, bonito remedo de los patios andaluces, compartía conmigo sus azulejos caldeados, sus numerosas macetas prudentemente resguardadas del sol y su pileta plástica llena de agua tibia. Pese al bochorno, adoraba las tardes en esa altura, que podían terminar en eternos matices solares, o bien en tormentas estivales, de esas que estrujan el alma al solo preludio de truenos. Miré el reloj, marcaba las cinco menos cuarto, y parecía derretirse en mi muñeca hinchada. Di un último vistazo a la lontananza de aleros y tejados y entré en la casa, tenía mucha sed. El tiempo de sol en la azotea me anuló los ojos una vez dentro, y mis tías, junto a mi abuela, proyectaron una curiosa sombra de sombras ante mi mirada empobrecida. Solícitas, con ese cariño maravilloso que a flor de piel tenían, me sirvieron el vaso de agua que había ido a buscar, invitándome a tomar asiento. Mientras bebía, me agradaba juguetear con el cubo de hielo, estrellándolo contra las paredes del vaso, y ese tañer diminuto me despertaba una nostalgia de iglesias: las veletas romas y añosas por tanto viento solano, la paz incensada y desierta, la tibieza pegajosa del aceite en los sagrarios. Mi abuela y mis tías, arrobadas se hallaban en la atención de Estefanía, cuyos cuatro años niños la hacían acreedora de los más sentidos afectos. La niña, arrodillada en una pequeña banqueta roja, peinaba una antigua muñeca, mientras las tres mujeres le ayudaban a vestirla con un traje de novia. Por un momento, la evidencia de ese matriarcado dispar en años, convocó en mí a cierta repugnancia, hastío de años y generaciones de nacer, crecer, menstruar y vestir el hábito blanco de la novia, pueril camuflaje de la sangre que un día se perderá al dar a luz. Pero ese disgusto mío, no demoró en ser disipado por una emoción lacrimosa, al notar de qué sentida manera las tres mujeres volcaban recuerdos y fracasos en la naturaleza artificial de la muñeca anticuada. La tía Etelvina, acunaba en el brillo dorado de sus ojos a Lidia, aquella niña a la que dio a sombras, puesto que llegó muerta a este mundo. El resplandor glauco de la mirada de la tía Lina, el vacío maternal revelaba, ese cariño que se atrofia en la rueca cruenta de la ausencia filial, en el ahogo del no haberse duplicado. Mi abuela viajaba por distancias más serenas, perdido su cariño en la alegría embelesada de Estefanía. Y la niña, débil boceto de mujer aún, solo sonreía, llenos de claridad sus ojos nuevos, desprovistos de las brumas del tiempo.

Procuré disimular mis lágrimas, pero la voz repentina de Estefanía, clamando más que pidiendo salir al jardín, me sacudieron con vago temor y miré el reloj: escasos minutos restaban para las cinco.

Bajamos la resbaladiza escalera, recorrimos el larguísimo zaguán, y finalmente llegamos al jardín, que consistía apenas en la vereda desnuda acompañada por un par de vidrieras entoldadas, bajo las cuales mi abuela y las tías se sentaron, aprovechando las aristas suaves de los alféizares. A la vez que ellas se acomodaban, mi prima y yo corrimos de la mano hasta el centro de la calle, que la soledad automotor de la hora, propicia la hacía para acercarse. Estefanía quitó de su brazo una pequeña pulsera nacarada, turquesa, y empezó a jugar con ella, invitándome a hacerla girar cual precario trompo. Bonito matiz irisado le robaba al sol, duplicando su brillo en la risa feliz de mi prima. Fue en ese momento, cuando la carcajada colorida de Estefanía y mis veinte años igualados a su infancia tamizaban la siesta, que el fin de febrero volvió a insinuarse, y ahogué una arcada al observar la madurez ya deslucida de las acacias cercanas. Presa de una angustia desconocida, sentí que aquel anciano del reloj distante soplaba en mi tiempo, pero de manera inversa ahora: empujándome hacia mi infancia, hecha ya lodo y polvo de barros y arenas. Fue inmediata la necesidad de mirar a la abuela y a mis tías, y allí las vi, con una generosidad maliciosa en la laxitud de sus palabras, ebúrneas bajo el sol en declive. Las observé con más detalle aún, y tres sombras cerradas las empañaron un instante. Horrorizada ante esa trilogía vacua en plena luz, un frío invernal me caló alma y cuerpo, la impresión algente que solo la visión de la muerte puede dar. En la sazón hedionda de las acacias cercanas y en el reverbero dulce de la algazara de Estefanía, febrero volvió a llorar en mí su carga de despedidas, desperdigada en adelanto de adioses por el anciano del reloj.