122. Sábados de ida y vuelta

 

Entró al supermercado, como otros sábados, ya avanzada la tarde, y respiró con placer el fresco aire climatizado que la envolvió desde su ingreso al gigantesco edificio. Tomó un carro de los más grandes y dudó si le alcanzaría para toda la mercadería, porque haría compras para una semana entera. Los niños estaban con el padre en el club y no le causarían problemas, como aquella vez que Tomás rompió los frascos de dulce, o cuando se extravió Pamela, o el desparramo de frutas rodando por el piso que causo Facundo.Comenzó a recorrer las góndolas con tranquilidad, como si se tratara de un paseo y, como al descuido, colocaba los productos envasados en el carrito. “Tres de atún… dos de pulpos… paté de ganso… champiñones… los palmitos para Augusto… ¿dónde está la salsa golf?… algunas sopas instantáneas… las cajas de cereales importados para los chicos, los Müslix… ¡¿para qué carajo le pondrán diéresis a las palabras?!”, murmuró irritada, y estrujó con fuerza una caja y la dejó en el estante. Siguió recorriendo. Tomaba los productos y los observaba haciendo girar la mano, como quien examina la superficie de una manzana antes de morderla y, si les daba el visto bueno, los colocaba en el canasto sin prestar atención al precio.
En el puesto de pescados, mientras calculaba la capacidad del freezer para hacer el pedido de pejerreyes, salmones y mariscos, ante la mirada expectante del vendedor, recordó los otros pescados, los que comía cuando vivía junto al río; allí sólo podía aspirar a bagres, sábalos o, en el mejor de los casos, alguna boga, que comían pese a las advertencias del gobierno sobre la polución de esas aguas. Hizo la compra sin contemplar las cantidades, casi con apuro, como para tapar el recuerdo, y pidió que lo enviaran directamente a la caja en el momento de abonar, para que no perdiera frío. Pasó al sector lácteo y arrasó, casi indiscriminadamente, con distintos tipos de quesos, varios litros de yogur y leche vitaminizada, flanes, postres, manteca y margarina. Poco después, cuando colocó las cajas de dulces y las mermeladas, comenzó a preocuparse por acomodar bien la mercadería, porque ya había cargado más de la mitad del carrito y todavía le faltaba pasar por la panadería, elegir los vinos, carnes, pastas, fiambres, artículos de limpieza y perfumería y regalos para los niños y Augusto. Nada debía faltar en su hogar; nunca más privaciones, pensó, y esa vez no pudo evitar que regresara la imagen de El Tortuga, con sus veintidós años, más de una década atrás, y la suya, cuando pese a su apellido español era La Gringa -apodo típico para las rubias naturales de cualquier origen en los barrios suburbanos poblados de morochos criollos o inmigrantes de países vecinos-, besándose a la salida del colegio nocturno, poco antes de su inicio sexual, que se dio en un baldío durante el festejo del Año Nuevo; y el casamiento de apuro a fines de ese verano en que no se presentó a ninguno de los exámenes de las materias que adeudaba del cuarto año y que marcó el fin de los sueños de amor y grandeza que desde pequeña le habían alentado las telenovelas de la tarde y la pila de revistas de actualidad que dejó en su cuarto, al que nunca volvió tras el reproche y la dura pelea con sus padres, que no fueron al casamiento, y a quienes aseguró, al alejarse definitivamente del hogar, que triunfaría en la vida y nunca regresaría al humilde barrio. Y nunca lo hizo: Luego de convivir con sus suegros hasta poco después del inevitable aborto espontáneo, cuando ya la relación con éstos era insostenible, debieron ir a la incipiente villa miseria que se estaba formando junto al río. La municipalidad los obligó a dejar el puesto de venta de baratijas en la feria callejera porque no tenían habilitación, y El Tortuga se dedicó entonces al cirujeo por la costa. Sólo su orgullo y vergüenza le impidieron volver con sus padres y únicamente por eso permaneció en la casilla, junto a él, con su creciente resentimiento. En cada anochecer sentía una profunda repugnancia al ver la encorvada figura de su marido que regresaba tirando del carro de madera, que se tambaleaba sobre dos viejos y desparejos neumáticos, con desperdicios para seleccionar y vender; sensación que aumentaba más tarde, cuando esa figura se encorvaba sobre su cuerpo en medio de sus ruegos para que no la dejara nuevamente embarazada porque sería imposible mantener un hijo en medio de tanta pobreza, aunque en realidad la espantaba la sola idea de que El Tortuga pudiera ser el padre de un hijo suyo. Ella colaboraba con la economía hogareña lavando y planchando ropas de las familias adineradas de la zona alta, más allá del terraplén, cruzando la avenida; las que además les regalaban ropa vieja y algunos artículos hogareños usados. Apiló las bolsas de pan y galletitas cuidadosamente sobre otros envases y algunos pollos deshuesados que ya superaban el borde del carro, que se movía pesadamente pero con suavidad sobre los lubricados ejes, sin que ella tuviese que esforzarse para seguir recorriendo. Al pasar por la frutería hizo espacio para poner bananas, manzanas, cítricos, un ananá, higos… “¡No, higos no! -se dijo tras leer el cartel con el precio del fruto-, detesto las palabras con hache!”. Se dirigía a las cajas cuando hizo la última compra, en la góndola de artículos de tocador: su champú, con manzanilla, especial para cabellos rubios; el mismo con que se había lavado la cabeza en un balde la tarde que cambió su vida, cuando tras mirarse el espejo reflexionó que pese a todo era rubia, joven, y aún tenía buena figura, y tomó la trascendental decisión. Al día siguiente se puso un liviano vestido de verano y sandalias, se pintó con restos de cosméticos, todo -como el champú- regalado por sus clientes, y salió a buscar trabajo. Augusto, uno de los directores de la empresa que había publicado el aviso, le dijo, tras una fácil prueba de dactilografía, que el puesto era suyo; esa misma noche y las siguientes la llevó a cenar y a compartir su departamento, para finalmente acercarla a su hogar, aunque sin entrar a la villa. Pocos días después, sin previo aviso, abandonó a El Tortuga para siempre y se instaló definitivamente en la casa de su ex efímero jefe y amante y se convirtió en su mujer, y desde entonces no usó más ropa regalada ni debió trabajar. Sonrió al recordar la felicidad de los nacimientos de Facundo, Pamela y Tomás, y las nuevas amistades, y los viajes, automóviles, embarcaciones y la vida lujosa con que había soñado de pequeña y a partir de entonces era una realidad.
Se ubicó en una de las largas filas frente a las cajas y, un momento después, le pidió al joven que estaba detrás de ella que le cuidara el lugar mientras iba a buscar algo que olvidó comprar; él asintió y ella agradeció con una amable sonrisa sin separar los labios. Caminó entre varias góndolas y salió del supermercado por el otro extremo, exactamente a noventa y seis cajas de distancia. Afuera sintió que la noche, pesada y húmeda, se le pegaba al cuerpo y le preocupó, porque empezaría a transpirar. Al llegar al estacionamiento se descalzó y caminó sobre el césped que lo bordeaba; le gustaba sentir el suave verde bajo los pies, que se le mojaron al cruzar la calle; continuó varias cuadras por las veredas parquizadas aún húmedas y olientes a tierra mojada tras el riego vespertino hasta que atravesó la avenida, donde comenzaba el oscuro terraplén al final del cual se distinguían las tenues luces; allí se calzó nuevamente los zapatos blancos, porque ya no había césped sino pasto crecido, y basura, que aumentaban a medida que descendía hacia el caserío junto al río; eran preferibles los zapatos que le regaló la viuda de Estévez, que le apretaban, antes que alguna cortadura infecciosa; se olió las axilas y temió haber transpirado la blusa de la señora de Suárez, o la falda, que debía entregar al día siguiente, lavadas y planchadas, como lo venía haciendo desde hacía muchos años. Se apresuró porque Susana, la hija mayor, quizás habría salido como siempre, por ahí, y el más pequeño, Juancito, estaría mojado y sucio, llorando solo en la casilla, y si El Tortuga había regresado con los dos del medio, que los sábados lo acompañaban en la recorrida por los basurales, y no la encontraba en la casa se pondría furioso, como había ocurrido un mes antes, y le pegaría nuevamente, aunque nunca tanto como aquella vez cuando descubrió que varios días había salido a escondidas a buscar trabajo y sospechó algo sobre su relación con alguien que una noche, tarde, la acercó hasta la avenida en un moderno coche blanco, y entonces la golpeó por primera vez, la llamó puta y le escupió en la cara en medio de la paliza en la que ella perdió un diente que le borró para siempre su anterior sonrisa abierta. Afortunadamente no se enteró que después ella quiso irse con Augusto, quien la esquivó varias veces y luego ni siquiera accedió a incorporarla a la empresa, como se lo había prometido, porque «mentiste, nena, no terminaste el colegio secundario, como pusiste en la ficha, y además yo no puedo tener una secretaria que es mala dactilógrafa, se come las haches y no sabe qué son las diéresis».-