112. En la penumbra

A Margarita Rivas, porque cree en mí.

 

Abrió los ojos y sólo pudo distinguir un túnel negro sin final. Se quedó inmóvil sin atreverse a cambiar de posición, como cuando uno se despierta en medio de una pesadilla. Tardó algunos instantes en descubrir que aquella oscuridad no escapaba de su cerebro. Cuando empezó a situarse percibió aquel olor ajeno, y sin embargo conocido, que lo impregnaba todo. Sintió un aliento cálido sobre su cuello y se apartó para evitarlo. Una sensación de ardor se quedó pegada a su garganta. El silencio era tan denso que la ahogaba. Decidió entonces concentrar su atención en la búsqueda de algún ruido que lo espantara y de este modo pudo percibir una respiración acompasada, el ligero roce de las sábanas y, sobre todo ello, el latido acelerado de su corazón. Giró la vista a la derecha y ya pudo distinguir en la penumbra, un bulto sin formas que descansaba a su lado. El bulto cambió de postura y al hacerlo su mano la rozó. Sintió un escalofrío y apretó con fuerza la sábana. El tacto sedoso la devolvió el recuerdo de unos dedos queridos recorriendo su cuerpo, entonces desapareció la tensión de su contacto. Notó frío y se arrebujó entre las mantas. El calor próximo de un cuerpo la envolvió. Apretó los párpados y se abandonó, creyendo que en esta situación, el abandono también la serviría de ayuda. Cuando los párpados empezaron a dolerle aflojó la presión, encogió las piernas acercándoselas al pecho y se las abrazó.
El crujido de las tablas del parqué la hicieron pensar que el amanecer estaba próximo. Hacía rato que había pasado el camión de la basura y ahora los barrenderos regaban la calle, esparciendo con sus mangueras un sonido de lluvia. Abrió con dificultad los ojos, parecía como si un peso descomunal luchara por mantenérselos cerrados. La oscuridad iba disminuyendo y en las paredes se dibujaban sombras, fantasmas imaginarios que ocupaban sin reparo los rincones de la alcoba. Se incorporó sobre su codo izquierdo y observó en silencio al hombre que dormía a su lado. Su rostro, aun en brazos del sueño, conservaba las aristas habituales. No tenía ni un músculo relajado. Arrugas y pliegues permanecían adheridos a su piel sin darle ni un momento de descanso. Pensó que por mucho que le observara jamás lograría comprenderle. Su mundo interior era una fortaleza inexpugnable y él se la había vedado, como tantas otras cosas en su relación.
Una ventana cercana se iluminó y arrojó un cuchillo de luz sobre la cama, se quedó unos instantes sobre su frente fruncida y desapareció. La oscuridad, más intensa que la anterior, volvió a cubrirlo todo. Esperó. Tras unos minutos los jirones de tinieblas se fueron disolviendo y una claridad grisacea los sustituyó. Le examinó de nuevo, esta vez sin recato, aprovechando que sus ojos no podían levantar una barrera que lo protegiese de su mirada; aprovechando que ningún gesto fingido o estudiado crearía una falsa complicidad entre los dos. Él se agitó y ella contuvo la respiración. Cuando comprobó que seguía dormido, se relajó.
Las sombras de la habitación iban desapareciendo tan despacio que apenas se podía percibir el cambio. Sólo cuando los bordes de los cuadros, que habían permanecido confundidos con la pared, mostraban sus perfiles, se advertía el avance del tiempo. Al crecer la luz empezó a distinguir cosas que antes no veía. La ropa de él, impecablemente colocada sobre la silla: la chaqueta en el respaldo, los pantalones extendidos sobre el asiento, los zapatos, perfectamente alineados, debajo. Aun en los peores momentos conservaba su perfeccionismo. Volvió a mirarle. Ahora podía distinguir con más nitidez hasta el color de su piel. Advirtió que tenía unas leves gotas de sudor en la sien. Había cambiado de posición, estaba de perfil y le daba la espalda en una postura que se había convertido en habitual en los últimos tiempos. Respiraba agitadamente, pero no le despertó como hacía antes para espantar la pesadilla de su sueño. Se aproximó más y pudo comprobar que sus puños estaban apretados. Volvió a moverse y quedó bocarriba, exponiendo todos sus gestos a su mirada. La expresión crispada que tenía su rostro le devolvió un recuerdo amargo.
La luz iba aumentando. Sobre la mesilla descansaba el libro que él había estado leyendo la noche antes: Mientras agonizo. Le pareció significativo. Una tarjeta sobresalía de su borde superior marcando el lugar en el que el sueño había sustituido a la lectura. Volvió a concentrarse en el hombre que descansaba a su lado. El pelo le caía desordenadamente sobre la frente. Sintió un instante de ternura y deseó colocárselo. Nunca le había gustado que le sorprendieran despeinado, ni siquiera ella. Esa era otra de sus manías, como el no dejar propina o convertir los días en un ritual minucioso que nunca trastocaba.
En la calle el tráfico había ido aumentando y llegaba hasta sus oídos un sonido de motores. Alguien tiró de la cisterna en el piso superior y a continuación se escuchó un ruido de agua. Sintió un escalofrío. Su mente se llenó de océanos inmensos y de tardes de lluvia tras los cristales. Se preguntó cómo sería la próxima noche y cómo el próximo amanecer. Se imaginó sola en el centro de la cama y se vio pequeña, perdida entre tanta dimensión. Pensó si todavía podría hacer algo para evitarlo, pero se apartó un mechón de pelo imaginario, apartando al mismo tiempo un pensamiento absurdo. Cuando se quiso dar cuenta, el día se había asomado con fuerza por las esquinas del cuarto. Miró a su lado y en su mirada se dibujó una profunda tristeza.