107. Horizonte

Avanzó con pasos titubeantes, abriéndose pasos entre la gente. “¿Y ahora?”, se preguntó. “Tranquila, es sólo un aeropuerto”, se tranquilizó luego.
Cuando llegó al hotel estaba más calmada, pero con el corazón acompasado. Buenos Aires había quedado atrás. Su gente, sus calles, su aroma. “mañana”, se dijo, “mañana empezaré”, cerrando los ojos agotada.

Había caminado durante toda la mañana cuando sus ojos oscuros se detuvieron ante un papel: “SE NECESITA CAMARERA”. Dudó, sólo un momento, y entró.
Sus manos temblaban y rápidamente las introdujo en los bolsillos de su chaqueta para que nadie lo advirtiera. “Bu… buenas tardes. He venido por el anuncio.” El hombre que estaba detrás de la barra la observó fijamente, de pies a cabeza.
“¿De dónde eres?”. “De Buenos Aires.” El rostro del hombre se contrajo en una mueca amarga. “Estarás a prueba. Ven hoy a las siete de la tarde.” Llamó llorando por teléfono a su madre, contándole que lo había logrado, que había conseguido su primer trabajo en España. Entre lágrimas y risas se despidieron.

No advirtió dónde la habían llevado sus pies, hasta que se detuvo frente a la catedral de Santiago, imponente y majestuosa. Tuvo una fugaz visión de la iglesia de su barrio, donde sus padres se habían casado. Recordó y recordó, hasta que por fin la nostalgia dejó de molestarla por ese día, y volvió al hotel.

Eran las siete en punto cuando atravesó la entrada. El lugar hervía de gente. Su jefe se aproximó a ella entregándole un delantal y le dijo “Toma esto y empieza a trabajar.”

Su pulso se aceleró. ¡Pero si ni siquiera sabía servir un trago!. Su cabeza trabajaba apresuradamente: “¡Dios mio!, ¡si he sido recepcionista toda mi vida! ¿Qué hago ahora?”

El hombre la miró a los ojos y advirtió todo. “Que tienes que trabajar, mujer”, rugió. “s…si…, es que pensé que iba a explicarme cómo…”. “¡Fuera, fuera de aquí!. Extranjera tenías que ser…”

Sintió sus piernas como si fueran gelatina y las lágrimas subieron a sus ojos. Antes de cruzar el umbral escuchó unas risas que se apagaron cuando giró la cabeza avergonzada para mirar. El aire fresco de la noche secó sus lágrimas y la reanimó.

Ya en su cama recorrió con la vista la inmensidad de la habitación. Echaba de menos el color de la suya, las bromas de su hermano y las largas charlas con su madre hasta el amanecer.

Ay, la verde Galicia, la Galicia del abuelo… “Ayúdame, abuelo”, pensó angustiada.

Apenas el sol asomaba por el horizonte cuando se levantó y tomó un taxi. Quería verla, ansiaba con todas las fibras de su ser conocerla. Rato después estaba allí, en la aldea, frente a la casa donde había vivido su abuelo en la infancia. “Es ella, todo coincide”, y sonrió.

Acarició sus muros de piedra, caminó entre la hierba demasiado crecida, y lloró otra vez porque sintió que por un largo tiempo ese iba a ser su lugar, y tenía que encontrar ese espacio y ubicarse en él. Lo necesitaba. Tenía que conseguirlo.
Atardecía cuando regresó al hotel. Iba subiendo las escaleras cuando Rosa, la encargada, la llamó. “En este lugar buscan una administrativa. Apresúrate, chiquilla”. Rosa, la buena de Rosa.

Cuando salió de la entrevista, su sonrisa brillaba más que el sol. El lunes empezaba. ¿Cómo podría esperar? Ya sus nervios empezaban a hacer estragos.

El domingo a la noche durmió poco. Cuando llegó, su jefa la recibió cálidamente, le explicó cuales serían sus tareas, y por último le presentó a sus compañeros. Todos la recibieron con sonrisas, todos, pero alguien no sonrió esa mañana. Alguien pasó por su lado con indiferencia y la ignoró durante todo el día. Mary, la chica morena de ojos claros la consoló. “Tranquila, Jose es así. No soporta demasiado a los argentinos…”

Súbitamente vislumbró un horizonte demasiado oscuro, demasiado lejano.
Pasaron los meses y pudo mudarse a un apartamento. Acomodó sus cosas, y en un rincón privilegiado de su habitación colgó la foto del abuelo.
No recordaba bien… ¿Había sido el lunes o el martes?. Jose le había arrojado una pila de papeles sobre el escritorio, bajó la vista hacia ella como quien mira a un insecto, y le dijo: “Haz esto, lo necesito en dos horas”, y se marchó, arrogante e indiferente.

Rememoraba una y otra vez la manera en que la había mirado. Y lo avergonzada que se había sentido.
Así pasaron varios meses, estaba cada vez más contenta con su trabajo, pero Jose se empecinaba en amargarle la vida.

Un viernes por la tarde, Jose anunció que se marchaba a Cuba con su madre. Sufría una grave enfermedad y no quería dejarla sola en el difícil tratamiento al cual se debía someter.

“¿Por cuánto tiempo te marchas?”, preguntó Mary.
“No sé… dos o tres meses. Todo depende…”
Más tarde, cuando todos se retiraban, temerosa y tímida, se acercó a él.
“Sólo quería… desearte suerte”.

La observó largamente. Por un instante los ojos del joven brillaron, pero luego la mirada volvió a ser fría y dura. Le dio la espalda y travesó la puerta.
Jose no regresó hasta después de cinco meses. Cuando lo hizo, su sonrisa indicaba que todo había resultado bien.
Súbitamente, se sintió intranquila. Trató de no inquietarse y continuó trabajando, pero él ya se acercaba, mirándola fijamente. Iba directo a su escritorio. ¿Qué iría a decirle ahora?. No reaccionó hasta que sintió la mano de Jose en su hombro. Levantó la vista hacia él, pero ya no encontró esos ojos indiferentes y fríos. De repente, como en un sueño, entre muebles las palabras acariciaron sus oídos.

“Lo siento. Ahora sé lo que se siente al estar lejos de la patria.” Y se alejó.
Y una vez más las lágrimas no pidieron permiso para entrar, y mientras sus compañeros se acercaban para ver qué le pasaba, sonrió, viendo aquél horizonte un poco más cerca…