74. Tren de largo recorrido

En la ruidosa estación un gran número de personas, arrastrando pesadas maletas repletas de ropa, objetos de aseo y libros, esperan a que los maleteros y las puertas del tren vuelvan a abrirse para permitirles el acceso. Un hombre ya maduro apura un último cigarrillo mientras un grupo de ancianos revisa sus billetes por cuarta vez para asegurarse de que no hay ningún error. Una pareja de enamorados se besa cariñosamente mientras se susurran dulces palabras al oído. Una señora de unos cincuenta años les mira con desaprobación sin recordar que, no hace tanto, interpretaba escenas parecidas con el hombre que ahora es su marido. Sentado en el suelo, ajeno a todo lo que le rodea, un chico de unos catorce años lee un libro cuyo título trata de distinguir una mujer de unos treinta y tantos años. El chico descarga la mochila que lleva sobre sus hombros, se atusa el pelo, y la mujer puede leer en el libro “Las aventuras de Tom Sawyer”.
Se abren algunas puertas del tren y unos hombres serios vestidos con chaqueta comienzan a abrir los compartimentos que quedan al instante llenos de maletas. Los pasajeros comienzan a subir al tren con gesto entre aburrido y somnoliento. Ninguno parece darse cuenta del tipo de oportunidad que se les va a presentar. Por otro lado, puede que algunos hubieran preferido esquivar dicha oportunidad. No siempre el viaje es bienvenido y los compañeros de camino rara vez son escogidos. Poco a poco, los asientos van llenándose de personas enfrascadas en sus pensamientos, manteniendo conversaciones a través del teléfono móvil y abriendo sus libros por la página en la que la lectura había quedado interrumpida. Algunos miran por las ventanillas, impacientes ya por ver el paisaje que desfilará ante sus ojos como estelas de colores de la paleta de un pintor enloquecido. Escasos minutos después, y sin que casi nadie se percate, el tren arranca.
En el primer vagón, el chico de la estación que estaba sentado en el suelo, Juan, continúa leyendo el más famoso libro de Mark Twain. Frente a él está la mujer que trataba de descubrir el título del tomo, Lourdes. Juan la mira con curiosidad y descubre, fascinado, el increíble parecido que guarda con su madre. Saca una vieja y arrugada foto de su cartera y la observa con detenimiento: los mismos ojos, el mismo aspecto serio y preocupado y el cabello largo y cuidado. Quizá fuera todo esto, o algo que no procede del aspecto físico, pero el joven Juan piensa que está ante su propia madre, mujer de gran entereza pero delicada salud. Ya durante el parto de su primer y único hijo, nacido por cesárea, los médicos le dijeron a su marido que la muerte le había rondado muy de cerca. Algunos años después, cuando Juan contaba doce años y estaba a punto de entrar en la pubertad, su madre falleció después de una larga enfermedad.
Marcos, el padre de Juan, quedó severamente afectado con su muerte. A pesar de que al cabo de algún tiempo trató de conocer gente nueva y entablar alguna relación, el recuerdo de su mujer estaba demasiado presente. Juan, desequilibrada su vida, se comportó como un adulto, que es lo que suele suceder cuando una persona joven e íntegra es alcanzada por la tragedia, y trató de ayudar a su padre a seguir adelante. Sin ser un estudiante ejemplar, sacó sus cursos adelante a fuerza de perseverar y tratar de pensar lo que su madre hubiera dicho cuando se tomaba descansos demasiado largos. Unas veces se escuchaba a sí mismo. Otras era demasiado permisivo. Su padre confió en él en todo momento y no escatimó el esfuerzo de hacer horas extra con el fin de conseguir el dinero que su hijo necesitase para proseguir sus estudios en el mejor colegio que el dinero pudiera pagar. Nunca serían los mismos, pero seguirían adelante.
El tren disminuye su velocidad lentamente. Ha llegado a su primera estación. En ella, Lourdes se levanta y sonríe discretamente a Juan. “Adiós”, le dice en un tono de voz muy bajo mientras coge su maleta y se encamina a la puerta de salida del vagón. Algunas personas más se bajan y otras, que estaban esperando el ferrocarril en esa estación, suben y ocupan sus asientos. Juan se levanta, libro en mano, para estirar un poco las piernas. No está acostumbrado a estarse quieto mucho tiempo. Se asoma por una de las ventanillas y ve a la mujer que se había sentado frente a él durante el trayecto. Está mirando hacia el interior del vagón intentando encontrar algo o a alguien. Cuando sus miradas se cruzan, la mujer deja de buscar y Juan se percata de que es a él a quien quería encontrar. ¿Habría tenido esa mujer algún hijo con su edad, quizá hasta parecido en el físico a él, que hubiera muerto? ¿Comprendería su dolor?
La pareja que se hacía arrumacos en el andén parece haberse percatado del juego de miradas y observan con curiosidad. Alfredo y Sofía. Se conocieron en la Facultad de Ciencias de la Información al estar cursando la misma carrera, Periodismo. Alfredo quiere ser escritor, mientras que Sofía aspira a dirigir su propio programa de noticias. Como si de una teleserie se hubiese tratado, su primer encuentro fue un choque en el pasillo. Tras disculparse, Alfredo le propuso ir a tomar algo en la cafetería de la facultad. El café se transformó en un almuerzo que a su vez se convirtió en una merienda y acabó en una romántica cena en un restaurante chino. Cuatro cines, dos conciertos y una maratón popular fue lo que tardaron en comenzar a salir. Alfredo adoraba la delicadeza, la feminidad, la simpatía, la belleza y la cultura de ella. Sofía admiraba la educación, caballerosidad, desenvoltura, melancolía e imaginación de él. Parecía claro que estaban hechos el uno para el otro.
Normalmente, este tipo de bellas historias de amor suelen acabar mal. De hecho, la vida está llena de ejemplos de parejas perfectamente compatibles que al final descubren que las diferencias que les complementaban son las que acaban por separarles. Sin embargo, éste no parecía que fuera a ser el caso. A pesar de que ambos tienen empleos poco menos que mediocres, y desde luego ninguno relacionado con el periodismo, Alfredo se había decidido a pedir a Sofía que se casara con él. Tantea en el bolsillo de su cazadora la pequeña cajita que contiene el anillo con el que va a declararse. Tiene algo de miedo al rechazo. Quizá ella piense que es demasiado pronto o quizá, sencillamente, no se haya planteado aún casarse con él. Puede que no quiera… Se arma de valor pensando en todas las veces que Sofía le ha dicho que le quiere. Carraspea un poco y mientras el tren se detiene en su segunda estación, comienza a hablar: “Sofía, hay algo que quiero preguntarte…”
El hombre que apagó el cigarrillo cuando observaba a la gente en el andén mira a la joven pareja y, mientras el tren parte de nuevo, recuerda cuando tenía su edad. Todo parecía tan intenso, tan definitivo, tan real… A raíz de su boda descubrió que la vida había cambiado… o quizá fue él quien cambió. Las cosas no eran peores que en su época de noviazgo, pero tampoco habían mejorado. Sencillamente unas preocupaciones habían dado paso a otras que exigían de él tener los pies firmemente anclados en la tierra. A pesar de que de vez en cuando le dedicaba algo de tiempo a su pasión, el dibujo artístico, se había visto obligado a tener un trabajo de oficinista que convertía los días en una sucesión de papeles, madrugones y cálculos casi malabares para conseguir llegar a fin de mes. Llevado por la costumbre se lleva la mano derecha a la chaqueta para sacar el paquete de tabaco y el mechero. Casi lo enciende antes de reparar por enésima vez antes de reparar en que no puede fumar en el vagón.
Hacía un mes que había discutido con su mujer y, después de decirse cosas horribles, Antonio había hecho el equipaje (una pequeña maleta) y se había ido a pasar una temporada a casa de sus padres. Dos semanas más tarde habían mantenido su primera conversación telefónica libre de insultos o frialdad y habían acordado darse un margen de tiempo para analizar sus sentimientos y decidir entre las opciones que se planteaban. Antonio se sentía perdido sin su esposa. Desde el día en que la vio por primera vez en la Universidad, ella había llenado un vacío en su corazón cuya existencia él había ignorado hasta ese momento. Ahora regresaba a casa, con la maleta cargada de ropa, regalos y mucha esperanza. No importa si el fuego de la pasión se apaga, o si las llamaradas del amor ya no queman; los rescoldos que quedan pueden calentar el corazón durante todo la vida. Antonio mira por la ventanilla, impaciente, mientras el tren llega a su tercera estación y se prepara para bajarse.
Uno de los ancianos que comprobaban sus billetes, vestido con un traje negro de corte antiguo, mira a su alrededor. Hay un niño que está leyendo un libro, al que vio sentado en la estación antes de partir. La pareja que tiene frente a él se abraza con fuerza y la chica ríe feliz mientras mira un anillo que tiene puesto en el dedo anular. A un lado, un hombre hace por quinta vez el ademán de sacar algo del bolsillo y leyendo un cartel de “prohibido fumar” refunfuña mientras coge su equipaje para bajar del vagón. Frente a él hay una pareja de ancianos que no parecen viajar juntos. No puede evitar recordar los días en los que hacía ese mismo trayecto con su difunta esposa. Tras más de cincuenta años de convivencia, muchos de ellos en épocas verdaderamente difíciles, la muerte le había arrebatado a aquella persona que había sido su amiga, su amante, su confidente e incluso, ¿por qué no decirlo?, alguien con quien discutir por el mando a distancia del televisor.
La mujer sentada frente a él tiene una cierta semejanza con su mujer. Ella siempre había protestado en la Sierra diciendo que le parecía que le faltaba el aire al respirar. Una mañana se despertó con un fuerte dolor en el pecho y un extraño cosquilleo en las puntas de los dedos. Fabián llamó rápidamente a una ambulancia y media hora más tarde estaba ingresada en el hospital más cercano a su domicilio. El anciano comprendía poco de lo que decían los médicos, pero era lo bastante listo como para saber que aquello no presagiaba nada bueno. Le dijeron que no se preocupara, que hacían todo lo que podían… bien, al final regresó sólo a casa y aceptó que María no iba a volver nunca más. Había llovido desde entonces, pero la sensación de soledad iba día a día en aumento y se sentía como un extraño en su propia casa. En ese momento nota como el tren reduce su velocidad para entrar en la que será su cuarta y última estación.
Se oye una invitación por megafonía a que todos los pasajeros abandonen el tren. Juan coge su libro y se baja del vagón junto a Fabián, son los últimos en salir del vagón. Durante un momento se miran a los ojos. Ojos cargados de esperanzas y desengaños, de alegrías y de tristezas, de principios y de finales. Miradas, sentimientos, emociones. Pasados, presentes y futuros. Tras ellos, el vagón queda solitario, vacío y oscuro. Pero las cosas continúan, con o sin nosotros. La vida sigue y se abre camino. Al rato, en la ruidosa estación el tren vuelve a llenarse de pasajeros y se encuentra listo para comenzar de nuevo su recorrido.