66. Bolso triangular

Las luces de neón del coche fantástico que atravesó la calle, cegaron a Emilio durante escasamente quince segundos. Tiempo suficiente para que los integrantes del vehículo le arrebataran de un tirón aquel extraño bolso triangular a la anciana que paseaba por la otra acera. Cuando Emilio se quiso dar cuenta, la anciana yacía tumbada en el suelo. Sangraba por la cabeza a la vez que murmuraba unas palabras ininteligibles. La sangre llegó hasta una alcantarilla que estaba bajo ella y las palabras volaron de su boca hasta verla muerta sobre el asfalto.
Emilio se hallaba entre una maraña de pies ambulantes que pretendían venderle equilibrio a costa de su fragilidad. La sirena de la ambulancia y el claxon de varios coches se mezclaron con su aturdimiento. El insólito coche era de color fucsia. Y el tirón del bolso lo suficientemente fuerte para derribar a una anciana agarrada firmemente a él. Aunque no comprendía el hecho de que, para llevarse el bolso de la anciana, tuvieran que acabar con ella. No entraba en sus cabales.
Los médicos facilitaron el veredicto evidente: otro cadáver para investigar. Emilio se prestó voluntario para informar a la policía de lo que pudiera. De poco, pero seguro que ese olor a humo contaminado y los faros circulares delanteros con forma de espiral, les ayudaría para hallar antes el vehículo y a sus ocupantes.
“Veditze morianen soete blaus” fueron las últimas palabras de la anciana antes de morir. Aunque no se lo comentó a la policía por miedo a que lo tomaran por un loco. Emilio siempre había tenido una memoria fabulosa para recordar palabras.
Estuvo atento al siguiente informativo de la noche. El presentador parecía no saber de lo ocurrido. Ni tan siquiera los que hacían el sumario habían tenido rastro de la noticia. En cambio si salieron dos noticias de las que llamaban comodín, que se solían usar cuando no se tenía nada que contar de la actualidad.
Fue una noche tremendamente larga para Emilio. “¿Cómo se les podía haber pasado una noticia como esa?”, pensó. Un coche fucsia, un bolso extraño, una anciana muerta y nada en los medios de comunicación. Si se hubiera enterado de la noticia Stephen King seguramente estaríamos hablando de un nuevo best seller.
La mancha de sangre de la acera había desaparecido a la mañana siguiente. “¿Para qué querrían el bolso de una anciana unos tipos que podían permitirse un coche que tenía maqueados hasta los bajos?” Difícil pregunta, a no ser que el contenido del bolso tuviera algo de gran valor para ellos.
Quería descifrar el conflicto, y aunque sabía que no era ningún detective ni que tenía que meter los hocicos donde no lo llamaban, su carácter sentimental y solidario lo obligaba a saber algo más del asesinato de la pobre anciana.
Triangular y negro hasta transformarse en cuadrada, maquiavélica y frágil, muy frágil, con un pomo puntiagudo con forma de Sol. Así debía transmutar el bolso de la anciana cuando le incidieran los primeros rayos luminosos del día. Aunque para ello el bolso debía encontrarse en el mismo lugar de donde fue recogido, justamente una semana después.
La espera podía ser eterna, aunque el tiempo le daba lo mismo. Estaba dado de baja por una enfermedad degenerativa y lo que más le sobraba era tiempo libre. Habían pasado seis días y no había obtenido ninguna pista ni indicio de los homicidas. Aún así, decidió aguantar una noche más, sólo por testarudez.
Los especimenes se enfundaron guantes blancos, indumentarias largas y emplearon el coche beige que tenían guardado, desde que llegaron del otro mundo, para que nadie sospechara de ellos por el robo del bolso. Se colocaron las máscaras opacas y resguardaron sus ojos con gafas resistentes a la luz. Sabían que no debía incidirles ni una mota de luz antes de que se introdujeran por el portón. Estaba todo preparado para el último viaje. Según los pergaminos digitales que se hallaban en su mundo, los seres que fueran capaces de sobrevivir a dos viajes intergalácticos podrían gobernar el mundo, su mundo. Un mundo paralelo a la Tierra.
Emilio se cansó de esperar y terminó durmiéndose en el banco donde se encontraba. Ni rastro de los ladrones.
Comenzó a soñar. Y en sus sueños volaba sobre una puerta de madera a la velocidad de la luz. Todo cuanto se cruzaba en su camino le era indistinguible. Pedazos de…, partes de…, substancias con… Le faltaba el… Y entre todos esos objetos confusos se hallaba la figura enorme y abrasante del Sol.
No tardó en despertarse, acalorado por la pesadilla que acababa de sufrir. Aún no había amanecido cuando abrió los ojos y se levantó exaltado. Se había quedado dormido en un banco de la calle y aquel incidente con la anciana podría haber sido hasta una más de sus pesadillas. Se levantó para marcharse a su casa cuando un coche llegó a toda velocidad derrapando hasta subirse a la acera a escasos veinte metros de donde se situaba. De él bajaron cuatro individuos abrigados, encapuchados y con guantes blancos en las manos. Tenían los rostros tapados con máscaras y gafas de protección como las que solían usar los soldadores. Se agacharon a la par y colocaron un objeto de color oscuro en el suelo. Desde donde estaba Emilio no podía percibirse de qué se trataba. Así que alzó la mirada aunque sin éxito alguno. Entonces se acercó sigilosamente varios pasos, intentando no parecer entrometido, y observó qué era lo que se traían entre manos. Cuál fue su sorpresa que el objeto que se encontraba encima de la calzada era el bolso triangular que le habían robado días atrás a la anciana.
Los individuos no se percataron de que Emilio estaba husmeándolos. Hincaron las rodillas en el suelo y juntaron las manos para rezar. Después comenzaron a balancearse como un columpio hacia atrás y hacia adelante. El primer rayo de Sol de la mañana estaba a punto de aparecer. El ambiente fresco no era capaz de enfriar los ánimos, para seguir husmeando, con los que contaba Emilio. Siguió acercándose para averiguar qué estaban tramando. El sonido de un claxon arrebató la concentración de uno de los individuos que se quedó mirando hacia la carretera y luego desvió la atención hacia Emilio. Este quedó estático. El individuo hizo como si no lo hubiera visto y siguió con el ritual junto a los demás. Emilio siguió acercándose discretamente, pero a buen paso, hasta ellos. El primer rayo de Sol no tardó en aparecer por el horizonte. Cayó sobre el bolso de la anciana como un relámpago sobre un árbol. El bolso rápidamente se ensanchó hasta transmutarse en una puerta de dos metros de alto por metro y medio de ancho. Era negra, con líneas rectas en relieve hacia el centro del portón y un pomo con forma de Sol. El calor del primer rayo de Sol comenzó a ser literalmente abrasador, haciendo estragos en las hojas de un árbol que había a pocos metros de donde se situada la puerta. Emilio se acaloró como si el termómetro hubiera subido inexplicablemente de veinte a cincuenta grados centígrados. Los individuos, aunque protegidos con toda la ropa que llevaban encima, también se dieron cuenta de ello cuando vieron arder unos papeles dentro de una papelera que había a exiguos tres metros de ellos. La puerta negra se entreabrió gradualmente recibiendo la única mirada de Emilio que yacía incrédulo por lo acontecido.
El Sol siguió azotando ardientemente. Los cuatro individuos se levantaron sin cesar sus rezos. La puerta seguía abriéndose a ritmo lento. El calor comenzaba a ser hostigador hasta tal punto de sobrecalentar uno de los brazos de Emilio, que seguía paralizado frente a increíbles hechos que estaban sucediendo. Al notar el intenso calor, salió de su letargo y corrió para cubrirse del Sol tras un puesto de golosinas metalizado. Los individuos, aún sabiendo que si la puerta tardaba mucho en abrirse y la temperatura seguía subiendo se achicharrarían, siguieron de pie, con las palmas de las manos juntas y concentrados en sus oraciones.
Emilio pudo observar desde su cobijo y contarlo posteriormente a sus amigos, cómo la puerta se abrió completamente y de ella aparecieron miles de rayos solares superiores a los doscientos grados centígrados de temperatura que pronto acabaron con todo lo que se encontraba alrededor en un perímetro de ocho metros. Árboles quemados, papeleras y bancos achicharrados y los cuatro individuos incinerados. A la misma vez un sonido gutural emitió unas palabras: “Veditze morianen soete blaus” (Venid, morid, siete días). Después, la calle se inundó de un silencio sepulcral. El bolso desapareció y de la puerta no quedó ni la cerradura. Emilio no entendió nada, ni nadie lo creyó después.
Han pasado unos años y aún se está buscando explicación para lo sucedido aquel día, y para el desvanecimiento de la anciana. En otro mundo, todavía se está esperando a quién pueda y deba gobernarlos.