Y aún no lo ves...

 

Carlos Vélez Prieto

 

Aquí me encuentro, solo en mi habitación, delante de la pantalla de un ordenador que siempre ha dado problemas, escuchando viejos temas de Barón rojo, contando las horas que faltan hasta que mi alma se descomponga, hasta que las frías palabras de mujer penetren en mi cuerpo como un objeto punzante y oxidado. Son más de las ocho y mi mente pretende por todos los medios no pensar, pero el corazón aviva una llama que aún no se ha apagado y que tardara tiempo en hacerlo. Posiblemente sea rápido, entonces ya serían menos de veinticuatro las horas que para ello quedan. Sé que no hay vuelta atrás, ninguna esperanza que me haga ver un halo de luz en este cuarto que parece menguar intentando ahogarme.

 

Sin articular palabra alguna, una historia ha terminado, y se pone el final así a una dinámica de escasa fortuna, que dura ya casi un año. Un año repleto de golpes morales, que aun habiendo parecido tocar fondo, seguramente solo sea el principio de otra nefasta etapa en esta, mi vida. No es tanto la magnitud del problema, sino la debilidad de quien lo padece. Esto seguramente sea lo que me haga plantearme muchas veces qué estoy haciendo en este mundo, si no puedo darle ningún beneficio, solo el abatimiento que me persigue desde hace ya tiempo, pero que se agudiza desde que un “afortunado” día vi la última película de Ricardo Franco, “Lágrimas Negras”. No sé si tuvo algo que ver, además del fuerte contenido emocional, todo el misterio que sobre ella se cierne, ya que el director al parecer, murió a mitad del rodaje, y la película tuvo que sacarla adelante el segundo de abordo. 

 

Esquizofrenia, diagnosticó el psiquiatra, se puede controlar pero no vamos a engañarles, no tiene cura. El principal síntoma es la disociación de la personalidad. Su hijo tendrá ataques repentinos de excitación, pero también habrá períodos en los que se encuentre en un estado completamente normal. Les recetaré los siguientes fármacos para tratar la enfermedad. ¿Cómo podía yo saber lo que era eso? Cuántas veces al cerrar los ojos y poner mi mente en blanco escucho esas palabras. Son de las cosas que se quedan grabadas para siempre, como por ejemplo el olor de un cadáver, o al menos eso dicen los que han tenido que verse en esa tesitura. Yo, por suerte, es algo con lo que no me he visto obligado a lidiar. No será extraño entonces que me identifique con el personaje protagonista, Ariadna Gil creo que lo interpretaba, y entienda el comportamiento que la gente ha tenido conmigo a lo largo de mi vida. Ella era una pobre desgraciada que compartía conmigo una psicosis aguda. En una entrevista decía que el director la había elegido a ella porque en otra película le había visto cara de loca. Yo me pregunto si la locura es algo que se puede ver en la cara de las personas. Poco antes de dormirme, algunos días, me vienen a la memoria las risas de los niños de mi barrio, y de cómo estas se tornaban en indiferencia cuando me veían pasar a su lado por la calle, de la mano de mi madre. No debieron hacerme el vacío, no debieron rechazarme, no debieron reírse de mí, no, no debieron hacerlo. Quizá sí que se perciba la locura en la cara, yo no lo sé, pero parecía evidente. Además, ¿por qué se comportaban así? Yo no estaba loco. Mis padres me mentían diciéndome que me llevaban a ver al doctor porque pensaban que podía ser superdotado, y había que desarrollar todo mi potencial. Valiente iluso era yo, creyéndomelo todo.

 

Así continuaba mi película, la película que había montado todo el mundo a mi alrededor, esa de la que yo simplemente parecía un actor de reparto. Un actor que no interviene para nada en la acción principal. Alguien que no se entera, mientras la gente lo rechaza y lo señala, simplemente porque no recuerda nada en el espacio de tiempo que duran sus ataques. Evidentemente no era un superdotado, pero aunque les pesara, crecía e iba teniendo mayor conocimiento de las cosas. Llegó un punto en el que ya no me pudieron ocultar la evidencia por más tiempo. Sabía que algo me ocurría, que aquellas pastillas no eran vitaminas como mis padres decían, en definitiva, que estaba enfermo.

 

Vaya, se me ha colado una canción de Avalanch entre el “Volumen Brutal” de Barón Rojo. He estropeado un CD a lo tonto. Creo que no ha sido una casualidad este error, pues mientras escribo estas líneas aprovechando un momento de lucidez sonaba precisamente esta canción, Alma en pena. “Toda una vida, ¿para qué? Todo es mentira, y aún no lo ves”. Parece que me conocieran y se inspiraran en mi para escribir esa estrofa. Quizá fueran figurantes de mi película, que un día quisieron emprender el vuelo y dejar de “figurar” a mi alrededor. Desde luego, las canciones sirven para terminar de deprimir. Solo a mí se me ocurre ponerme una balada. Necesito escuchar el sonido de unas buenas cuerdas de acero, necesito fuerza, necesito un estilo depurado, necesito, en una palabra, olvidar el pasado. Esa sería una magnífica Banda Sonora para mi película, pero no la que vivo, sino la que me hubiera gustado vivir. La que conozco lleva camino de ser más un corto que una pieza de cine convencional. El resultado de muchas horas de trabajo de un director novel, demasiado surrealista para ser comercial, y demasiado joven para ser tomado en serio. Solo sé que no me gusta. Debería tener un final que entendieran todos los públicos y que llevara la fuerza suficiente como para ser reconocido.

 

Mis padres no están en casa. Estoy cansado y no acierto a recordar cuánto tiempo llevan fuera, ni siquiera si hoy durmieron en casa. Tampoco sé donde están, si haciendo algún recado o huyendo de mí.

 

Ella decidió, después de mucho sufrir, apartarse de mi lado. Sigue sonando el tic-tac del reloj y se acerca la hora. Aún no me lo ha dicho, pero es evidente, ¿quién querría seguir junto a un enfermo como yo? No la culpo, lo entiendo, dicen que todo se pega, y no estoy haciéndole más que daño. Parecía que mis ataques remitían, que todo iba a mejor, un “veranillo de San Martín” como el de Clarín en La Regenta. El tiempo se ocupó de abrirme los ojos, de hacerme ver que todo era un espejismo. Los ataques volvieron y ella tenía miedo. Estaba desesperada y no encontraba consuelo. Bueno, creo que hay alguien más, creo que dejándome podrá encauzar de nuevo su vida. Me alegro, se lo merece. No estoy del todo seguro de que ese hombre sea el correcto, de si realmente es para ella o se ha dejado deslumbrar. No me gustaría que resultara ser el don Juan de turno de una vulnerable Ana Ozores. Si así fuera, se las tendría que ver conmigo en el infierno por no haber sabido ver lo que tenía.

 

Dentro de lo que cabe, estoy bastante tranquilo. Me dolerán mucho sus palabras, pero como ya sé cuáles van a ser, me entreno mentalmente para el largo día de mañana. En caliente las cosas duelen menos, así que esta noche espera una dura tabla de ejercicios.

 

Me levanto de la silla y voy a la cocina a buscar algo de beber. También tengo hambre. Me preparo un bocadillo. Tras varios bocados, mi torso se estremece, uno de ellos parece que no quiere pasar. Comienzo a tener dificultades para respirar, no puedo ventilar bien. Oigo risas, llantos, susurros, carcajadas socarronas, voces psicofónicas me dicen en tono entre macabro y dulce: “ve hacia allí” ¿hacia dónde? Veo flashes, luces, oscuridad, seres extraños, ánimas que me arropan. Por fin, consigo tragar y me encuentro envuelto en un sudor frío que gotea por mi frente. Voy a ducharme. No, mejor un baño, así me relajo. Abro un cajón y saco un pequeño espejo. Ya toca afeitarse, me daré una pasada rápida. Extiendo mi mano para coger la cuchilla. Me meto en el agua y la coloco a un lado.

 

Estoy agotado, no parecía tanto antes, pero el calor del agua entumece mis músculos. Tomo la cuchilla con la mano derecha y me dispongo a afeitarme. ¿Qué querrían decir aquellas voces con: “ve hacia allí”? Vale, creo que ya lo he entendido. En este camino tendré que ir solo. Bueno, ¿a quién quiero engañar? Estoy solo de todas formas.

 

Por primera vez desde hace tiempo, mi pulso es firme y mis pulsaciones lentas. Aún así, estoy tan tenso que solo deslizar la hoja por las muñecas hace brotar la sangre. No es suficiente, la hundo un poco más y espero. Solo queda esperar. Acomodo mi espalda en el borde de la bañera y dejo que mis brazos caigan en el fondo. Voy hacia allí, hacia la sala de cine, no sé si se llegará a estrenar mi película, pero al menos yo dirigiré mi propio proyecto. Es un momento dulce el que estoy viviendo, cada vez más relajado, más y más cansado, me llega la muerte y yo me siento, sin duda, más vivo.

 

¡Corten! La toma ha sido buena, gracias a todos.

 

 

 

 
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