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Por Agustín Serrano Serrano.

 
A Félix, mi maestro de ajedrez.


El ICET, (Instituto de ciencias y nuevas tecnologías de Sapporo), en la prefectura de Hokkaido, era el mejor ejemplo de la cultura japonesa.
Entre sus brillantes muros acristalados y sus zonas de esparcimiento, ubicadas en jardines elaborados para tal finalidad, se conjugaban a la perfección el tradicionalismo más antiguo, con la innovación y los avances tecnológicos más importantes del momento.

En plena guerra fría, dicha institución atravesaba por una etapa de aislacionismo con respecto a las demás corporaciones nacionales y extranjeras. Su estrategia, sólo conocida por el personal interno, era la de no anunciar avance tecnológico alguno. Reservándose así todos los honores y derechos y evitando las ofertas hostiles de poderosas empresas u otros organismos gubernamentales interesados. La política interna, dirigida por una asamblea de ocho miembros, pasaba por ser sumamente estricta, casi rozando la obsolescencia de algunos de sus inventos del pasado. Como el creador atómico. Inventado por el fundador del instituto allá en los veinte y abandonado a la oxidación junto a la entrada. Sin embargo, para la opinión pública y la comunidad científica, el ICET no estaba ni siquiera entre las cincuenta primeras empresas acreditadas del país, siendo célebre por sus arcaicas instalaciones y sus escasos descubrimientos. Por no hablar del mediocre nivel intelectual de sus científicos.
Uno de ellos, Natsume Matsubara, era el más controvertido y díscolo; catalogado por el director Murasaki como un joven en eterno sueño despierto. Un amnésico sin remedio. Holgazán, desaliñado…al que la compañía mantenía en sus laboratorios por esporádicos momentos, siempre muy ingeniosos aunque poco productivos, de lucidez.
Natsume, antaño niño prodigio, representaba todo lo contrario al estilo del ICET. El joven científico se pasaba horas y horas jugando al ajedrez, su gran pasión, en una máquina inventada y programada por él mismo.
Lo que en el futuro se conocería y se comercializaría como consola de videojuegos, fue creado por este muchacho de eternas gafas de pasta, cabello despeinado y adicto al café.

En un Japón posterior a la rendición en la segunda guerra mundial y tras el final de la ocupación militar estadounidense, el país se encontraba en pleno proceso de reconstrucción, lo que le llevaría, con el tiempo, a ser una de las más importantes potencias económicas del mundo, y tal vez, la primera nación en cuanto a producción tecnológica. Alguna de las grandes multinacionales como Sony, nacieron en las ruinas del Tokio bombardeado, añadiéndose a numerosas instituciones científicas que colaboraron ciegamente en el resurgimiento del imperio, que en aquella década de los sesenta, ya jugaba con robots. Una de ellas, aunque con las citadas reservas, fue el ICET. Pero Natsume se sentía, como todos los genios, apartado, que no por encima, de todo ese tinglado de progreso político. Él era inventor y lo que inventaba, -algunos de sus inventos geniales- sólo servía para divertirse.
Los demás profesores, doctores y personal cualificado del centro, lo miraban siempre con burla. Y él, tan noble como despistado, pasaba por encima de esas befas sin apenas percibirlas o contabilizarlas.
El día que cumplió los treinta años fue premiado con una guardia en el laboratorio de ingeniería genética, el cual custodiaba bajo su iluminado techo el proyecto de alteración de ADN más avanzado y desconocido del mundo, la manipulación de ratas capaces de desempeñar trabajos de espía inteligente. Avance éste que de caer en manos del gobierno, supondría un gran adelanto en la erróneamente llamada inteligencia militar. Pero Natsume llevaba días tratando de modificar su ajedrez electrónico, pues la computadora de éste ya no era de su nivel y no había en cientos de kilómetros a la redonda cerebro humano o artificial capaz de vencerle. Natsume sabía en su interior que su cota intelectual era demasiado superior al del resto de los mortales. Albergaba ideas que, de ponerlas en práctica, harían que el mundo avanzase doscientos años en uno. En cambio, su mayor prioridad era la de arreglar el chip del videojuego, y sentado en la cómoda butaca rodeado de ratas de mirada y constitución extraña, lo logró.
Ahora el maestro electrónico se igualaba. Ya podía jugar sin aburrirse, con algo de rivalidad. Pero mientras pasaba los minutos entre jaques y posiciones estratégicas en la pantalla, no se percató de que una de las ratas, que de inteligente se había pasado, llevaba rato mordiendo los cables de suministro líquido hacia su jaula de metacrilato, y en poco tiempo, sería un animal libre, logrando con ello una fuga de roedores masiva.

Un chispazo, debido al contacto del agua con el adyacente cable de fluido eléctrico, fue la señal de alarma. Cuando Natsume levantó la vista de la de su mini ajedrez electrónico, vio como decenas de blancas ratas salían de su transparente habitáculo e invadían con sus asombrosas capacidades genéticas la totalidad del laboratorio. Una de ellas se desplazaba de forma anfibia, respirando con branquias; ideal para misiones acuáticas. Otra, de desproporcionadas patas, saltaba con intención de agarrar el pomo de la puerta y extender su incursión hacia otras dependencias, pero no fue nada para una compañera dotada de cuatro alas de su misma fisonomía, que, como un pálido colibrí, suspendida a la altura del pomo, logró abrir la puerta, erigiéndose en cabecilla de tan fantástica huída. El joven comenzó a chillar alarmado, pidiendo ayuda por el comunicador interno. En minutos toda la corporación se puso en estado de máxima alerta. Si los animalitos salían de las instalaciones, las consecuencias serían irreparables. Podría ser el fin del ICET.
Fueron horas en las que el distraído vigilante pasó inadvertido, dado el caos presente. Pero afortunadamente para todos, la revolución de las ratas fue controlada, y los roedores reducidos y conducidos de nuevo a otro laboratorio más seguro. En cambio para Natsume aún no había acabado el problema, y aquella misma noche fue llamado por el director Murasaki.

- ¡Has agotado toda mi paciencia! Por culpa de tu atolondramiento casi provocas el cierre de esta institución. – Le dijo con furia y con esa manera tan iracunda de los japoneses a la hora de reprender.
- Lo siento, director. – Se disculpaba él sin dejar de inclinarse.
- Has deshonrado el nombre de este glorioso lugar. Mi castigo es la expulsión. No quiero volver a verte. Jurarás que mantendrás tu silencio acerca de todos los proyectos aquí realizados. Ahora vete.

Y Natsume, sin discutir la decisión del jefe, se retiró, dejándolo con cierto resentimiento, pues no había duda de que aquel incompetente era el mayor genio de las ciencias que había conocido, solo que no se lo tomaba en serio.
Natsume no dejó de pensar en la expulsión. Su vida fuera del ICET no podía suceder, comprendiendo lo importante que había sido aquel lugar, y que por culpa de sus entretenimientos iba a perder.
Para él no había otra salida que el seppuku, el vulgarmente conocido como Hara-Kiri, que aunque ya no era práctica legal, si que era la única forma de pagar la culpa con algo de gloria en su mente seducida por las costumbres ancestrales.
Se encerró en la que había sido su habitación desde los nueve años tras haberse apropiado de un enorme cuchillo. Pero en ese momento, el intercomunicador visual pronunció su nombre. Se trataba de Meia Kenzonabe, la doctora jefe de la corporación, y la mejor amiga que tenía.

- ¿Nat, estás ahí? Si estás responde, por favor. – Pensó en ignorarla, pero una de sus virtudes era la sinceridad.
- Sí, estoy aquí. – Respondió por fin.
- Necesito verte. Acaban de anunciar tu expulsión.
- No importa, Meia. Yo siempre te recordaré. – Expresó sereno aunque con ese matiz del que va a cometer una locura.
- No me gusta que me digas eso. ¿No pensarás hacerte daño, verdad?
- Mi vida fuera de aquí no tiene sentido.
- Escucha, Natsume. Trataré de mantener la calma ante tus palabras. Hay vida más allá del instituto. Tú eres un genio. Yo lo sé. Incluso el director lo sabe.
- Déjalo. He deshonrado el nombre de la corporación. Merezco una muerte digna. – Ella seguía sin alterarse, aun sabiendo que Natsume sería capaz de hacerlo.
- Haz un enroque. – Le dijo tranquila y como última salida.
- ¿Cómo?
- Te fascina el ajedrez, pues haz un enroque. Imagina que eres el rey. Sólo tienes que esconderte.

El director hizo entrada en la sala, y ella, con un adiós fugaz, cerró la comunicación.

Natsume quedó sólo. Portó el cuchillo, agarrándolo con fuerza. Se desabrochó la camisa con la otra mano y empezó a rajarse el vientre de izquierda a derecha. La sangre, desde siempre enemiga para sus pequeños ojos, comenzó a brotar, provocándole una impresión que hizo que se desmayara. Cuando recobró el conocimiento, Meia estaba a su lado y el director al otro.

- No ha debido hacerse eso, Natsume. – Bramó entre dientes – Siento ser cruel y frío con usted. Va a ser llevado a un hospital local, alejado de este centro, y si se quiere quitar la vida allí, será fuera de nuestra responsabilidad. Usted ya no pertenece al ICET. – Sentenció.

Meia también le habló algo, pero volvió a dormirse, despertando en la cama del viejo hospital nacional de Sapporo.

A partir de ahí, después de semanas de convalecencia, comenzó una nueva vida. Apartó de su mente toda idea suicida, y decidió seguir el consejo de la doctora Kenzonabe. Haría un enroque. Desaparecería. Y tal vez para siempre.
Con lo que había ahorrado a raíz de la herencia de su difunto padre, compró una sencilla casa a orillas del pacífico, muy cerca de Sendai. Allí, rodeado de árboles, meditó. Siguió jugando al ajedrez, y sobre todo, en su soledad y el anonimato proporcionado por el mismo ICET, retomó sus brillantes ideas científicas.

Los que le conocieron le perdieron la pista. Meia, que desde entonces jamás volvió a sentirse a gusto en el instituto, encontró trabajo en un hospital. Se casó y fue madre. Siempre por respeto a su esposo no mencionó a Natsume, pero nunca dejó de pensar en él.
Los años pasaron. Japón se reconstruyó, y al borde de los ochenta, ya era una de las primeras naciones en el concierto internacional. Pero el despistado de eternas gafas y manchas de café seguía en su encierro. Alejado de toda información. Ausente de todo contacto con la civilización. Sólo un repartidor de alimentos de un supermercado cercano podía verlo una vez al mes. Pero tal joven desconocía, como todos los que veían la casa junto al mar, quién era.

Sin esperarlo, llegó un momento en el que Natsume necesitó del contacto de la gente.
Viajó por las ciudades de alrededor. Se puso al día sobre los acontecimientos de actualidad. Encontrando muchas diferencias con respecto a su época, pero ninguno de los avances que contemplaba le sorprendía. Es más, a muchos de ellos les sacó defectos. Aunque claro, él no había hecho nada por el mundo de las ciencias. Nada a ojos del mundo mismo, pasando incluso desapercibido por las calles de Sapporo, su ciudad natal. Aunque uno de aquellos ojos lo reconoció casualmente.

- ¿Natsume? – Era Meia.
- Creo que se ha confundido. Disculpe. – Respondió él.
- Pero…Natsume. Si eres tú.
- No sé de quién me habla. Mi nombre es Koji.

Él se torturaba por dentro, pero su pasado había sido enterrado tiempo atrás. Ella se entristeció como nunca. Deseó hablar con él. Porque…por muchas negativas que diese, no había duda de que era él. Quiso saber su estado y si ese niño al que llevaba del brazo era su hijo. Porque Natsume sintió la necesidad de ‘’volver’’ al mundo por un niño. Un niño que lo acompañaba siempre. Un niño normal en apariencia, pero al igual que el adulto que lo llevaba, con un don especial para el ajedrez. No eran pocas las veces en las que recordaba el día en que enseñó al crío a jugar:

- Ven, Ishiro. Quiero enseñarte un juego. Eres todavía muy pequeño, pero creo que podrás aprenderlo.
- ¿Qué juego es? – Preguntó el niño.
- Su nombre es ajedrez. Ves, éste es el rey, ésta la reina; tenemos la torre, el alfil, el caballo y el peón. – Indicaba Natsume a medida que sacaba las piezas del juego.
- Una de las primeras cosas que has de aprender es a colocar las piezas. No se colocan así, como las estás poniendo. Mira, te enseño. – Y en pocos minutos, el niño ya sabía ubicar cada pieza en su casilla.
- Ahora vamos al juego en sí. Tu objetivo es hacer jaque, derrotar o comer el rey, que es la pieza más importante del juego. Cada pieza representa a algo, por eso mismo se mueven cada una a su modo.

El niño prestaba mucha atención. Y él disfrutaba tanto o más.

- Como veo que ya te sabes todos los movimientos, creo que podemos jugar una partida. Tú tienes las blancas y yo las negras. Tú mueves primero. – Natsume no quitó vista del niño, el cual, en pocos segundos, abrió el juego.

Él movió un peón y el aprendiz sacó un caballo. Se propuso ganarle lo más rápido posible, así podría explicarle mejor el fallo que le llevara a la derrota. Pero el pequeño le hizo pensar un poco en el séptimo movimiento. Su alfil le hacía jaque al rey. Un jaque no era muy importante. Lo defendió y atacó a su reina. El niño avanzó la pieza atacada. Momento que Matsubara aprovechó para dar un consejo:

- Primera regla importante: nunca saques la dama demasiado pronto. Denota cierta ignorancia en el juego. La dama es una pieza importantísima y perderla es casi perder media partida.
- Acepto tu consejo, pero te advierto de que hagas lo que hagas será jaque mate en los próximos cuatro movimientos. – Manifestó el niño con voz parsimoniosa.

Natsume miró al tablero y en pocos segundos se percató de la situación. Era cierto. Aquel crío, que una hora antes ni siquiera había pronunciado la palabra ajedrez, le había hecho jaque mate. Era la primera vez que perdía una partida.

Fue aquel día en el que empezó a jugar con el diablo, como en un réquiem oriental, paseando con el pequeño. Fue en aquel día cuando supo de verdad quién era él mismo. Su maestría en el juego había sido heredada y debía comprobar hasta dónde llegaría el nivel del jovencito.
Visitó escuelas. Probó en cursos. Hasta lo inscribió en un concurso infantil que el niño ganó con facilidad escandalosa. Pero no era suficiente. Ishiro debía jugar con adultos. Contra los mejores. Como decía su antiguo profesor de historia. El viento siempre busca el mejor árbol al que batirse.
Pensó en contactar con Keichi Ichikawa, el único gran maestro japonés reconocido por la federación internacional –en Japón el ajedrez nunca fue una pasión, y sí el Shoji, una variante- y organizar una partida. Pero si Ishiro vencía al gran maestro, sería una noticia de gran repercusión mundial, y ésa no era la idea.
En tanto viaje supo que en los bajos fondos de Tokio se organizaban torneos de gran nivel, con dinero de por medio y en partidas muy rápidas. Lo del dinero no le importaba. Tan sólo medir la capacidad de su chico. Y hasta allí acudió.

Al principio, cuando pisó la nave industrial en la que se celebraban las partidas, los ruidosos espectadores, dinero en mano y bajo la luz de altos focos, creyeron que el jugador era él. Cuando supieron que se trataba de aquel pequeño de unos ocho años en apariencia, se negaron. Pero Natsume insistió, incluyendo en su insistencia un buen puñado de yenes. Sólo había que jugar la primera partida. Y ganarla. Porque si Ishiro perdía a la primera, sería el hazmerreír y seguramente los echarían.
Ishiro no se conformó con ganar la primera. Ganó a todo rival que se le puso por delante. Hasta que llegó Tetsuo, el joven más prometedor del lugar. Éste era conocido por su juego arriesgado y sus desconcertantes aperturas. Pero Ishiro poseía la facultad de guardar todos y cada uno de los movimientos de su oponente, y en menos de lo previsto, lo derrotó. Tetsuo, joven de mal perder, se alzó de su asiento encolerizado, intentando sin conseguirlo amedrentarle. Empezó a gritar. Dejando que la saliva de su ira escapase de la boca. Pero alguien lo silenció desde el fondo oscuro de la sala:

- ¡Basta, Tetsuo!

Todos callaron y a medida que se acercaba a la mesa, despejaban el camino. Era un hombre de rasgos europeos, de mediana estatura, incipientes entradas y barba. Su mirada y su porte eran glaciales, y los congregados lo miraban con enorme respeto. Al acercarse al tablero, sin quitar vista de Ishiro, dijo en perfecto japonés:

- Igual que supiste reír cuando ganabas, has de saber llorar cuando pierdes, Tetsuo.

Se sentó frente al niño, que lo miraba tranquilo. Demasiado impropio para su edad. Natsume estaba a su espalda, apoyándolo con una mano en su hombro.

- He observado tus movimientos desde que llegaste. – Dijo el misterioso señor – Me han resultado asombrosos. Aquí se suele jugar a gran velocidad, pero es un paso de tortuga comparado con la rapidez de tu juego.

Colocó las piezas en su sitio, dejando las blancas para Ishiro, que antes jugó con negras y éstas fueron para el recién llegado.
La partida creó un silencio exagerado. Parecía como si todos aquellos jugadores venerasen al hombre de la barba. Y todos habían contemplado cómo se las gastaba Ishiro. Fue un constante intercambio de jugadas maestras. El tiempo ya no contaba. Sólo era uno u otro. Ishiro ganaba en rapidez. Su contrincante en intuición y experiencia. El primer jaque serio lo sufrió el chico. El enigmático personaje atacó al rey y a una de las torres al mismo tiempo. Una jugada que para un maestro experimentado era casi imposible de permitirse. Sin embargo, el rápido y calculador juego de Ishiro se basaba en eso, en ganar sufriendo la pérdida grave de ciertas piezas, y con ello, engañar a su contendiente, en este caso un misterioso señor que se veía ganador.
El niño hizo mate en diecisiete movimientos. Los que presenciaron la partida asistían admirados a la que, según le dijo uno a Natsume, era la primera derrota en muchos años.

El caballero de barba gris se levantó. Se abrochó la chaqueta. Tendió la mano hacia su jovencísimo vencedor y dijo:

- Robert James Fischer te saluda. Enhorabuena.

Ishiro desconocía la magnitud de la identidad confesada. Acababa de ganar al genial ‘’Bobby’’ Fischer, el primer y único campeón del mundo de los Estados Unidos.
Natsume ya obtuvo lo que quería. Su discípulo había derrotado a uno de los mejores de la historia.
Después de tal experiencia, decidió volver a Sendai, a su bosque y a su playa. Ya había exhibido bastante a Ishiro, confirmando cuál era realmente su límite.
En la sosegada playa, bajo el nacimiento del sol y el sonido de los Shakuhachi de los templos de fondo, recibió la visita de Meia, a la que ya no pudo negar quiénes eran él y el niño. Verlo correr junto a las olas le proporcionaba gran satisfacción.

- ¿Es tu hijo? – Inquirió ella.
- No, pero como si lo fuera.
- ¿Quién es? – Matsubara tragó saliva y confesó.
- Es un androide. El producto de casi quince años de trabajo, fracasos y casi mi vida. Cuando lo veo jugar, como un niño humano, es cuando más me siento culpable de haberlo fabricado.
- Al menos sabe lo que es la diversión y cuando te mira parece hacerlo con felicidad.
- He viajado con él por todo el país, comportándose como el más obediente de los niños. Y nadie supo en ningún momento quién o qué era. Me pediste que enrocara. Y eso hice. Yo fui el rey y él mi torre.

Natsume y el niño de metal y de cables quedaron allí para siempre. Antes de morir, al borde del siglo XXI, desconectó a Ishiro para que los dos murieran juntos.
Allá donde fuesen jugarían al ajedrez eternamente. El discípulo con la rapidez y el pragmatismo de las máquinas. El maestro con el instinto humano y el amor por el juego.
Amor que hizo que con su gran creación, avanzara doscientos años en poco más de una década, y con ello, encontrase un rival digno al que enfrentarse.



FIN





 
 
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