El PESCADOR (Dark version).

Por Agustín Serrano Serrano.

 

A Félix L. González, mi mejor y más cercano amigo.

Érase una vez una pareja de necrocíclopes que habitaban en uno de los rincones más solitarios del séptimo círculo de los infiernos. Los dos casi siempre habían vivido juntos y muy felices el uno con el otro, dentro de lo que es la felicidad en un lugar así.

Un mal día, él tuvo que partir a las órdenes de un escuadrón del ejército del Mal a hacer la guerra con las odiosas fuerzas del Bien, y ella se quedó esperando en la morada que los cobijaba, con la certeza de que su compañero pronto volvería. Pero no fue así. El necrocíclope jamás volvió y ella sola se quedó.   

Con profundo abatimiento continuó subsistiendo en aquel abandonado territorio. Su refugio, una primitiva construcción en piedra, se encontraba a orillas de un lago pantanoso y siempre sangriento para su suerte. Un inservible pozo y un cedazo, útil para separar los insectos del pantano de los que se alimentaba, eran sus únicas posesiones. Los graznidos de los cuervos, los lamentos de los muertos condenados que vagaban como almas en pena por las llanuras eternas y la perpetua luna su sola compañía. El susurrar del viento a través de las oquedades de los árboles secos y negros, más algún que otro sonido desconocido, otorgaban a aquel oscuro terreno una atmósfera afligida y decadente; para ella resultaba perfecta.   

La necrocíclope pasaba por ser una criatura tenebrosa, como el sitio en el que moraba. Era ciclópea, obviamente, y ese sólo ojo, al parpadear, conseguía que su achatada frente se estirase, debido al tirón ejercido por el párpado. Su boca pequeña, como toda ella y a diferencia de los grandes cíclopes de los círculos superiores. Unos cuantos afilados y sanguinolentos dientes sobresalían sin apenas abrirla. Su piel poseía un color grisáceo y morado y su pelo, corto, ralo y negro, como la noche inmortal que cubría todo el tártaro. Así eran los necrocíclopes. Seres extraños y escasísimos, casi en extinción.    

 

Cuando ya llevaba mucho tiempo sin ver más que su sombra, estando en el pantano, oyó un sonido proveniente del pozo.

-        ¡Ayuda! – Escuchó.

Como pudo despejó la entrada de las piedras que lo cubrían, comprobando quien emitía ese auxilio. Se veía poco a través del hueco, tan solo una pequeña y rasurada cabeza que volvió a gritar: 

-        ¡Sácame de aquí, te lo ruego!

-        ¿Cómo has llegado hasta ahí? – Preguntó ella con su repelente y estridente voz.

-        Tú sácame y te explico.

Tirando hacia arriba, no sin dificultad, consiguió sacarlo, precipitando un montón de piedras en el tirón que abrieron del todo la boca del pozo. Era un ser extremadamente grueso, amorfo y de un tamaño enormemente desproporcionado en comparación con su minúscula testa. Vestía con harapos acribillados de manchas de diversa procedencia y un sinfín de cicatrices y deformidades recorrían su cuerpo, especialmente la cara. Una concha no muy dura cubría su tullida espalda, y el olor que desprendía resultaba nauseabundo. Aquel individuo era despreciable y repulsivo. Probablemente sería el personaje más abandonado de todos los círculos; ejemplificaba la soledad más absoluta.  

-        Muchas gracias, no sabes cuanto te lo agradezco. – Expresó el testáceo con tono melancólico.

-        Ahora dime, ¿por qué estabas ahí atrapado? – Indagó ella de nuevo.

-        Porque nadie en todas las tinieblas me quiere. Mira mi aspecto, todos me huyen. Los demonios me castigan y hasta los jóvenes esqueletos se aterran al verme. Soy un desdichado espíritu que vaga sólo y deprimido por todo el infierno. Me acusan de robar los cuerpos de las tumbas, pero es que tengo que comer o moriré de hambre. Muchos otros lo hacen también, pero en mí, con mi apariencia, resulta más condenable. Ahora escapaba de un pueblo maldito en el sexto círculo, allí, todos los míos fueron masacrados por el odio que gobierna estos tétricos dominios.

-        Es extraño. Yo no te veo tan horrible. He visto criaturas mucho más degeneradas que tú.

-        No lo sé. Esto es un caos interminable. Un lugar corrupto y pleno de injusticia. Posiblemente no soy tan perfecto como los demás, y mi olor espanta a cualquiera, pero no puedo remediarlo. Sólo sé que no tengo donde ir y que te agradecería mucho me permitieras quedarme aquí contigo. Este parece un sitio tranquilo y creo que estaré a salvo. – Pidió lastimoso.

-        Está bien. Quédate aquí. Pero no te aseguro nada. Aunque como dices parezca tranquila, esta zona no está fuera del alcance de peligros y las apariciones perversas pululan constantemente.

El errante y deforme gordinflón agradeció a la pequeña su hospitalidad. Los dos formaron un dúo pintoresco. Ella parecía nimia en tamaño a su lado y él, gigantesco al suyo. Le enseñó a seleccionar los bichos comestibles del ensangrentado lodazal y pronto labraron una peculiar amistad. La huidiza criatura encontró en la necrocíclope una compañera que jamás lo detestaba. Pero su suerte fue efímera y una noche – la noche en el infierno representa el momento en que no hay luna – mientras ella dormitaba en la orilla, quiso acumular el mayor número de gorgojos y otros parásitos como muestra de gratitud, y no cayó en su descomunal peso. Cuando se adentró hacia adentro de la ciénaga, comenzó a hundirse.   

-        ¡Socorro! – Clamó – ¡Amiga, despierta, ayúdame! ¡No sé nadar!

Ante tantos gritos ella despertó y sin pensarlo se zambulló en la sangre del lago. Nadaba perfectamente y con rapidez llegó a la altura de su grotesco amigo. Sin embargo, éste pesaba más de una tonelada y resultó imposible sacarlo de allí.

-        No podrás conmigo, peso demasiado. Es mi final. Márchate. – Sollozó.

La única amiga que había tenido en su vida lo intentó una vez más, tomándolo de la cabeza como cuando lo sacó del pozo. Fue inútil. El representante de la soledad se hundió para siempre y la joven ciclópea perdió a su nueva amistad, quedándose otra vez sola en aquel angustioso ambiente.   

No lloró, pues los necrocíclopes jamás lloran; se decía que su único ojo estaba seco, pero el de la frágil moradora del enfermo lago ya no miraba igual. Aquel disforme monstruo le hizo olvidar un poco a su desaparecida pareja. Su compañía le resultó muy grata. Fue un día de lamentos.       

 

Pasó el tiempo, que hasta en el mismísimo averno es invencible a cualquier acción de los malignos seres que lo pueblan, y la solitaria cíclope continuaba con su desdichada existencia. Alimentándose y durmiendo. Resguardándose en su pequeño rincón de piedra y evitando ser vista por las sombras asesinas.

Una mañana, recién salida la luna, mientras degustaba un buen puñado de bacterias, vio una imagen sorprendente salir del pantano. Era él, su querido y recordado cíclope, con su descarnado cuerpo y singular ojo. Por fin regresaba. 

-        ¡Eres tú! – Exclamó.

El recién llegado la miró y musitó:

-        Soy yo. He podido volver.

-        Volvemos a estar juntos. Acércate.

Los dos se sentaron y ella le contó su experiencia con el desgraciado que se ahogó y como había sobrevivido tanto tiempo sola. Comieron y todo empezaba a ser como antes. Había encontrado de nuevo aquella olvidada y particular felicidad. Pero su compañero no era el mismo. Su vista se perdía de forma incomprensible y hablaba mucho menos.

-        ¿Te ocurre algo? – Preguntó preocupada.     

-        Es la guerra. Escapé como pude de las atroces tierras del Bien. – Respondió él.

Pese a aquella respuesta, la joven no se convenció del todo y siguió con su recelo, hasta que un día empezó a dudar sobre si era o no era él su perdido acompañante. A lo que éste declaró:

-        Es difícil modificar el carácter de cualquier entidad.

-        ¿Qué quieres decir? – Se extrañó ella. 

El que creyó que era su querido necrocíclope, empezó a cambiar de forma con facilidad y sin realizar ni un solo movimiento. Se cubrió con una capa hasta ahora invisible y al segundo, descubrió una forma totalmente distinta a la de momentos antes.

Se trataba de una imagen con rasgos humanos, como los que erraban en la llanura adyacente. Su capa y su larga cabellera, de un negro brillantísimo, le daban un aire muy llamativo. Portaba una vara corta y gruesa y abriendo sus brazos, dijo:

-        Aquí me tienes. Soy Musganz, el brujo más poderoso del segundo círculo. Mi poder no conoce límites y, aunque tú eres la primera existencia del infierno que me descubre, soy capaz de convertirme en cualquier cosa que camine, vuele o se arrastre. Sé que antes compartías esta parte del lago con uno de tus semejantes y que éste marchó a la guerra. Yo me dirijo a las lejanas tierras del Bien, allá donde la hostilidades no han llegado aún, para atraer a mi lado a todo aquel que desee conocer mi inconmensurable poder. En mi viaje he querido divertirme un poco contigo y así demostraba una vez más este increíble poder del que te hablo y tú, una mera y débil cíclope enana me ha descubierto. Qué decepcionante ha sido.   

-        Has sido como la mayoría de los habitantes de estos contornos, muy cruel. Podías haberlo demostrado de otra manera. – Declaró la engañada.

-        Puedo hacer lo que desee con mis supremos conocimientos. Sé invocar y dominar al demonio más terrible que haya en el último círculo. Observa.  

El arrogante brujo murmuró unas ininteligibles palabras y con un golpe al aire de su varita, creó de la nada al monstruo más espantoso que cualquier ojo hubiese visto. Era un gigante de tres cabezas y seis brazos, con una furia descontrolada y un ensordecedor y leonino rugido. Las tres presentaban numerosas deformidades. Sus rostros mostraban un desorden sin igual y lo que más destacaba eran los imponentes colmillos que salían de sus pavorosas bocas. El brujo, en un alarde de fuerza y control, hizo retroceder al tricéfalo rabioso:

-        ¡Atrás, bestia! ¡Atrás!

Con gran soltura y ante la fascinación de su única espectadora, el brujo demostró su incomparable  poder. Abrió su mano y como el que ordena a un inofensivo perrito que se siente, logró que aquella soberbia criatura se rindiera a sus pies. 

-        Lo ves, puedo hacer lo que me plazca con él.

Pasados unos minutos, con el mismo golpe seco de la varita evaporó a la bestia invocada.  

-        Ya has visto de lo que soy capaz. Si me lo permites, puedo quedarme aquí más tiempo, no tengo prisa en mi viaje, y así podría enseñarte un poco de mi brujería.

-        No. – Respondió ella.   

-        Podrías aprender a invocar cualquier cosa y puede que lo necesites el día que estés en peligro. Afortunadamente para ti yo no voy a hacerte daño; sería irreverente emplear mi magia con alguien tan insignificante. – Manifestó el brujo muy petulante.  

-        Esta insignificancia no se ha dejado engañar por alguien tan poderoso. No te necesito para nada. Márchate. – Repelió.

-        Como desees. Suerte.

Y el presumido invocador de bestias se esfumó mucho más rápidamente de lo que vino.

La joven de nuevo estaba sola, de nuevo desprotegida, de nuevo afligida. Así pasó mucho tiempo y nadie más volvió a pasar por aquel lugar. Tan sólo el funesto ulular del viento la acompañaba, junto con su recuerdo. El recuerdo de su querido compañero, ése que nunca volvía. Incluso un día pasaron por allí las huestes de los ejércitos que venían de retirada, pero ninguno conocía al necrocíclope por el que ella les preguntaba.   

 

Su existencia se volvió monótona y llegó un momento en el que empezó a hablar sola, como en las noches en la que lo hacía incluso con los insectos de la laguna, donde prácticamente se pasaba el día entero:

-        Sé que no queréis que os coma, pero vosotros sois muchos y yo soy una y os necesito, debéis perdonarme.    

En una de esas noches, de repente, mientras pronunciaba una de esas disculpas, notó como un golpe fugaz de viento le sacudía la cara, haciéndola abrir al máximo el ojo. Se puso en pie, mirando a su alrededor, pero no vio nada y siguió con su acopio. Segundos después otro idéntico golpe de aire, esta vez en la espalda, volvió a estremecerla. No soplaba aire para eso, así que no quedaba duda, aquello era una sombra perversa. Debía de estar alerta. Decidió sacar el colador y dejar allí el alimento recogido para esconderse en su guarida, pero al volverse, el miedo la atrapó y la impresión la paralizó de forma tremenda. Sólo se escuchó el ruido del cedazo al caer, ya que ni fuerza en la mano para asirlo tenía. Los dientes rechinaban, el ojo abierto, casi desorbitado y el rostro más desencajado que nunca. La visión que se había interpuesto en su recorrido al hogar era la más diabólica que jamás había visto.       

Era alado, aunque estaba posado en el suelo en ese momento. Sus ojos felinos. Las fauces colosales, y una evidente fuerza que lo constituía como una aberración de apariencia invencible. Las garras de sus cuatro patas resaltaban demoledoras y afiladísimas. La lengua, que mantenía casi escondida, era bífida y desprendía un líquido que abría la tierra al caer. Poseía un voluminoso pelaje color marrón y su cornamenta daba la sensación de ser interminable; el número de puntas incalculable. Ya no había marcha atrás, era el fin de la joven y desamparada cíclope. Para terror de sus oídos, la siniestra mole hablaba:     

-        ¿Qué hace una pequeña criatura como tú en un paraje como este? – Indagó con turbador tono.

-        Vivo aquí. – Contestó ella atemorizada.

-        Vives aquí…los necrocíclopes no vivís, simplemente estáis presentes y ocupáis los lugares que más os gusten. No es normal que una huérfana criaturilla como tú esté en esta zona tan inhóspita. Yo voy a la batalla y en estos momentos buscaba algo de comida. Nunca he creído en la suerte, es más, creo que eso es cosa de los mortales moradores del Bien. Pero al verte a ti en mi camino aparecer, tan sola, tan desprotegida y tan a mi alcance, voy a tener que pensar como esas innobles existencias llamadas humanos y empezar a creer que el devenir del tiempo es sólo cuestión de un breve momento de suerte, como este.

Las palabras de la maléfica bestezuela sonaban a ultratumba. Una voz rotunda y seca, que la mantuvo inmóvil todo el rato.   

-        Ha quedado patente cuál es mi intención y dado que eres un ser que parece comprender todo lo que digo, a pesar de que no estés capacitada para ocultar el miedo, cosa lógica, por eso sin rubor te digo que voy a devorarte. Eres muy pequeña y flaca, casi nada para mi insaciable apetito, pero me vendrá bien hasta que encuentre algo mejor. Ya puedes dejar de temblar, ya conoces tu destino y también tú deberías empezar a creer en la suerte, como yo. Lástima que nuestras fortunas sean tan diferentes.  

El demonio no escondía su abyecto y vil carácter. Era el ejemplo más claro de la maldad.

El paradigma incontestable de todos los entes inicuos del infierno. El villano infernal más infame y encima hambriento que la joven podía recibir. Su fatalidad no tenía igual. Ese sería su fin; engullida por la peor de las monstruosidades que pasaron por aquellos cenagales.   

El maligno desplegó las alas, de una grandísima envergadura, y tras un cómodo aleteo, se alzó unos metros por encima del suelo. Abrió su horrible hocico, soltando un atronador grito que pareció un aullido. Ella empezó a correr sin dirección alguna, horrorizada y buscando un sitio para esconderse. La   maldad que la perseguía lanzaba chorros corrosivos del líquido que emanaba de su venenosa lengua. Como podía se escabullía, intentando meterse dentro de los árboles huecos, pero ni su esquelético cuerpo entraba o tal vez no daba con el adecuado. La maléfica bestia quería jugar un rato, dada la nula oposición que su presa exhibía. Esta solamente trataba de huir y buscar algún agujero que la salvase de una muerte segura. Llegó el momento en que las piernas empezaron a fallarle y la fatiga pudo con el pánico. Se vio arrinconada entre una granítica pared y su perseguidor. Cesó de chillar y no le quedó otra que aceptar su desdicha, como el solitario obeso ahogado en la laguna. Pensó en él y en su calmada manera de morir, así como también recordó al brujo que quiso enseñarla a invocar monstruos y que ella desoyó; en ese instante hubiese deseado convocar al peor y más fuerte de todos los monstruos para que luchara con el que iba a ser su verdugo.

Ya no había tiempo para más pensamientos. La maldad sin más contemplaciones abrió su bocaza y ella cerró el ojo, pero cuando los colmillos ya rozaban las famélicas carnes, un ruidoso golpe quitó el aliento que ya tenía sobre si misma. Volvió a mirar, creyendo estar en el estómago del devorador, pero lo que vio fue al voraz asesino clavado en el suelo por una horca de tamaño inmenso. La diabólica sombra, la  maldad que se la iba a tragar, yacía muerta a un lado. Giró la vista hacia atrás y vio al dueño de la horca que la salvó. Era ni más ni menos que el mismísimo Diablo, el rey del infierno. El de los mil nombres.   

 

El Diablo, el verdadero mandamás de todos los círculos, montaba una espectral y equina criatura. Estaba rodeado de lascivia en forma de muertas vivientes y diablesas pervertidas que disfrutaban acariciándolo, y que parecían miniaturas a su gran tamaño. Sin desmontar recogió su tridente:  

-        Este diablillo no molestará más. Reíros.

La cíclope observó como un sinfín de unidades del ejército infernal secundaban al mismísimo rey de las tinieblas y hacían caso omiso a su orden de reírse.

La pomposidad de la que se había rodeado sobresalía escandalosa y todo su casi interminable séquito procedía con una sumisión sin parangón; él ordenaba cualquier cosa, que los demás cumplían sin vacilar. Agudizó la vista desde lo alto de su altísima montura y vio a la temblorosa que antes creyó morir tumbada en el suelo.

-        Vaya, ¿qué es esto? Tú eres una necrocíclope. Vuestra especie es única y sus miembros son escasos. Apresadla. Después de la guerra la venderé a los compradores traidores del Bien Execrable para sus espectáculos. Pagarán una fortuna.

Uno de los soldados, alto, fuerte y acéfalo, la sujetó del brazo, a lo que ella comenzó a resistirse.

-        No te resistas pequeña, lo peor viene después. Te vamos a llevar a la guerra y podrás luchar contra el malévolo Bien. – Expresó el rey.

-        Dile que me suelte. No iré con vosotros.

-        Vamos, eres muy osada. Me gusta tu atrevimiento. Aplaudid. – Y los demás, como borregos de adorno, aplaudieron.

-        Pensándolo mejor no voy a venderte a ninguno de esos falsos comerciantes. Te concederé el honor de pertenecer a mi cortejo de vestales. Eres un poco flacucha, pero estás bien formada. Serás mi fruta exótica. – Pronunció el rey demonio mientras se pasaba su amoratada lengua por los labios, en claro gesto libidinoso. – Vamos, vitoread mi decisión. – Ordenó de nuevo y mirando a todas sus legiones, las cuales lo aclamaron como si de una conquista importante se tratase.

-        Moriré antes de ir contigo. – Gritó ella, cortando en seco los vítores.

-        Por favor, no te obstines. Eres perfecta para mí y yo te ofrezco todo lo que necesites. Vosotros, los cíclopes menores que habitáis este círculo os alimentáis de los insectos y los parásitos que hay en esos pantanos de sangre. Anda mira.

El monarca infernal señaló con la mirada a una de las diabólicas doncellas que en su hombro se recostaban. Esta sin dudarlo se sumergió en el sangriento lago y al momento, emergió con una fuente de plata rebosante de gorgojos, bacterias y toda clase de bichos suculentos para la joven. En la fuente había más de lo que ella habría extraído nunca. Una delicia para su paladar y que el mismísimo diablo le puso a su alcance, en lo que resultó un manifiesto ejemplo de seducción.  

-        Conmigo te garantizo que jamás volverás a estar sola. Que nadie te hará daño y que nunca pasarás hambre. No es que sea un acto de esos que los congéneres del Bien llaman, misericordioso. – El diablo escupió al decir esa palabra. – No os asustéis. Eres un espécimen único en mis tenebrosos círculos y por ello te ofrezco la posibilidad de vivir a mi lado; muchas darían más de una parte de su cuerpo por esto que gratuitamente te concedo a ti. No podrás resistirte a mi inmensa capacidad de seducción. Soy arrollador.

Al decir esto, la muerta se percató de que el soldado no la agarraba muy fuerte y, pese a que aún seguía débil por la huida anterior, con un rápido movimiento logró robarle el sable y hábilmente se lo puso en el cuello sin cabeza. Fue valiente sí, pero también ingenua.

-        Si no me sueltas le sacaré a éste toda su sangre. – Advirtió creyendo controlar la situación.

-        Vamos querida. ¿Crees que la existencia de ese pusilánime soldadito me importa? – A lo que tras ello siguió un mortal rayo salido de sus dedos que segó la vida del subordinado. – Venga, no te resistas. Piensa en lo afortunada que eres.

La necrocíclope recordó en lo que instantes antes el rey le dijo; << muchas darían más de una parte de su cuerpo por esto que gratuitamente te concedo a ti >> y en un maniobra de desesperación, se cortó el brazo izquierdo con el sable quitado y ante el asombro del presente rey de los infiernos.

-        Yo me quedo sin este brazo y hasta la cabeza me cortaré antes de ser tuya. Ahora tu fruta exótica ya no es tan perfecta, ¿verdad? – Farfulló sorprendida consigo misma por lo que se había hecho.

El diablesco señor, comprobando que sus subalternos, sus ejércitos y sus adulteradas y promiscuas mujeres diablo se encontraban ante la primera rebeldía de su reinado, encolerizó y su ira se oyó en todos los círculos.

-        Ya puedes hacer lo que quieras. Me suicidaré antes de que tus guardias me pongan las zarpas encima. – Insistió.

El soberano de las tinieblas la maldijo, vociferando:

-        No, eso jamás ocurrirá. No dejaré que te mates. ¡De eso me encargo yo!

Y con suma violencia le lanzó otro de sus mortíferos rayos.

      -   Prosigamos la marcha, ya hemos perdido demasiado tiempo con esta inutilidad.  

Con la pomposidad con la que llegó, el diablo y sus tropas del Mal continuaron la marcha rumbo a la guerra y dejando a la desamparada y amputada criatura enterrada bajo una montaña de cascotes que cayeron por la fuerza del rayo destructor.

Los tambores del Mal, con el rey del infierno y su detestable seducción a la vanguardia, se alejaron bajo las oscuras nubes.   

Cuando el sonido de esos tambores del ejército ya no se escuchaba, la que se suponía muerta abrió su único ojo. Asombrosamente no había sido destruida por el rayo diabólico y mortal que la atacó, pero estaba muy mal herida debido al derrumbamiento y a la amputación que se infligió. No veía nada, el montón de piedras la tenían sepultada y creyó que moriría allí atrapada. Lo que no consiguió el asesino de las sombras ni el mismo rey de las tinieblas, lo iba a lograr el hambre. La inanición iba a ser su final y aunque hacía poco que había comido, ya empezaba a tener ganas. Se encogió en aquel reducto hermético de piedra y dejó pasar el tiempo.   

A medida que lo hacía, el muñón empezó a descomponerse y unos gusanos empezaron a brotar del mismo. No eran gorgojos, ni bacterias, pero podían comerse y prolongó la hambruna un poco más. Gimoteaba y chillaba sucesivamente; en vano, ya que nadie la oía. Allí no se percibía nada, hasta que una noche sí que se oyó algo. Fue el crujido más estrepitoso y bárbaro que se podía esperar. La tierra se rebullía, los siete círculos del tártaro se movían al unísono; era el infierno del infierno. Un fuerte temblor de tierra lo sacudió todo, poniendo montañas, valles, ríos y árboles patas arriba. El agujero que la mantenía soterrada se removió y un golpe de fortuna, como le dijo el que quiso probar su raquítico cuerpo, consiguió que las piedras que la cubrían se despejaran, dejando una abertura suficiente para que su cuerpecillo pudiera salir sin problemas.

Todo estaba cambiado y fuera de sitio. El enfermo pantano se hizo más estrecho, aunque afortunadamente en la orilla seguía habiendo millones de parásitos. Acudió a alimentarse con un buen puñado y quitarse el mal sabor de boca dejado por los gusanos del brazo. Después comprobó los efectos del terremoto y como éste había hecho desaparecer su guarida, aquella que con su amado construyó.   

Estaba más sola y perdida que nunca. Tenía comida, pero su laguna estaba cambiada y aquel no era el mismo lugar. Los oscuros árboles y el páramo de los muertos humanos ya no estaban. Todo era diferente, pero lo que no cambiaba nunca era el imperturbable pasar del tiempo. Se dio cuenta que ocurriese lo que ocurriese, el tiempo permanecería inalterable y ese mismo e inamovible tiempo, la ayudaba a seguir sobreviviendo. Con un brazo menos, sin escuchar nada más que el sonido de las aguas del lago.  

 

Una noche degustaba larvas de sangre y otros organismos que ya no recogía por medio del cedazo, sino que amasaba en la mano para directamente llevárselos a la boca. Cuando comenzó a caer del cielo lo peor que el cielo del infierno puede verter; lluvia de fuego. Como pudo, con su encorvado caminar, se metió en la grieta de una montaña resquebrajada. Las gotas incandescentes lo cubrieron todo y el lago se convirtió en fuego, abrasando el alimento ante su atónito ojo. Sin embargo, como buena conocedora de su hábitat, sabía que el fuego no afectaría al pantano, ya que este se regeneraría pronto, aunque mientras durase el ardiente chaparrón le sería imposible sustentarse. Los gorgojos y demás elementos se achicharrarían y hasta albergó en su interior cierta congoja por ellos. La naturaleza infernal era así de devastadora. Mientras contemplaba como todo ardía, cavilaba sobre el incesante infortunio y las inclemencias que le estaba tocando sufrir, y sola, siempre sola.    

Tras dos días de incendios todo se calmó y la luna pudo volver a mostrarse en su esplendor. Salió de la fisura y tanteó la tierra creyendo que ésta estaría caliente todavía. Al hacerlo, una suave y casi inaudible melodía entró por sus diminutas orejas. Nunca escuchó algo parecido, era una nota bellísima y triste a la vez. La música la llevó a su origen; una imagen difusa y alejada puesta en la cercanía del lago. Lenta y silenciosa se acercó y, a medida que lo hacía, vio más nítidamente cual era la procedencia de aquella nota. La figura estaba sentada en la orilla. Tenía una flauta entre sus manos más una caña de pescar en la sangre del pantano.

La composición seguía sonando y ella se acercaba cada vez más, aún a riesgo de que aquella estampa fuese un ente retorcido y estuviese allí para atraerla con su música y comérsela después. Pero es que aquella musiquilla casi la estaba hipnotizando y no podía dejar de escucharla. No se percató, pero estaba a muy pocos metros del anónimo autor. Al cesar éste de tocar, ella se movió levemente y el creador de la melodía se dio la vuelta; fue cuando se vieron por primera vez.    

-        ¿Cuánto tiempo llevas ahí? – Inquirió el supuesto músico.

-        Un poco. ¿Quién eres tú? – Interpeló ella asustada.

-        Me llaman Felimünd. Soy pescador de almas y como has escuchado, toco la flauta. Pero no me mires así, no voy a hacerte nada. Tú eres una necrocíclope, ¿verdad? – Ella asintió - ¿Qué te ha pasado en ese brazo?, lo tienes muy mal.

-        Es una larga historia.   

-        Bueno, soy muy paciente, como buen pescador, y el pantano no está hoy muy revuelto. Ven, siéntate junto a mí. No voy a hacerte nada. Cuéntame como te hiciste eso en el brazo, hace mucho tiempo que no hablo con nadie.

-        ¿Puedo saber qué pescas ahí? – Curioseó ella.

-        Ya te lo he dicho. Soy pescador de almas. En el Bien, las almas que una vez fueron nuestras vuelven aquí. Las que son juzgadas por los dioses del Bien y condenadas a vagar eternamente por las llanuras de la desesperación no las toco, pero las que no son enjuiciadas, muy pocas eso sí, aparecen en estos sangrientos lagos. Yo los pesco con mi caña y después les arranco la piel que ya no les sirve.

-        ¿Y para qué necesitas sus pieles? – Volvió a preguntar.

-        Para trabajarla y hacer cosas útiles. Esas cosas las llevo a las grandes ciudades del primer círculo y las ofrezco a quien las necesite sin nada a cambio. Pero háblame de ti y de ese brazo.

-        ¿Puedes tocar de nuevo la flauta? – Pidió ella deseosa de volver a oír una melodía como la anterior.

-        Claro. – Aceptó él con agrado.

La flauta, la cual era el fino hueso de un animal muy bien elaborado, volvió a sonar. Esta vez con una armoniosa composición diferente a la primera, pero fiel al estilo triste que la había caracterizado. Su creador, un ser muy alto, fino y espigado, ostentaba rasgos lobunos, aunque no se trataba de un hombre lobo. Tenía unos dedos largos, los cuales proporcionaban mayor efecto de largura dado el tamaño de las uñas, así como las orejas, estiradas hacia arriba y puntiagudas. Su piel blanca como la luna llena e iba ataviado con un vestido descolorido y sencillo que casi arrastraba por el suelo. Sus cabellos eran negros, como los ojos, y daban la sensación de no crecerle nunca. Su amabilidad no ocultaba un interior y un semblante abatido. El pescador era el mejor retrato de la tristeza.

Finalizada la sonata, Felimünd insistió en saber lo que había ocurrido en el brazo. La necrocíclope, completamente embelesada por la flauta, le contó todas sus penurias y el motivo por el que estaba sola. El flautista se solidarizó con ella y sabiendo lo que la había maravillado su rudimentario instrumento, volvió a tocar. La desafortunada joven permanecía quieta, como una estatua con la boca abierta y al margen de todo cuanto la rodeaba en su oscuro espacio. A medida que la musiquilla se adentraba en el interior de su deteriorado cuerpo, pensó que nada en su vida era importante. Ni la pérdida del amado, ni la de un brazo, ni que hubiese o no comida en el lago o que cualquier noche pasase por allí otra más de las crueles presencias del infierno. Sólo deseaba seguir escuchando el sonido de la flauta del pescador. El mismo acabó unas cuantas melodías más, y sonrió ante la inusitada calma y sosiego que había depositado sobre la ciclópea y maltratada oyente.

-        Siento que lo hayas pasado tan mal. – Dijo este golpeándose incesantemente los dedos con la flauta.

-        ¿Y tú qué eres? No eres un demonio y tampoco un muerto viviente o un hombre lobo. – Investigó inquieta.

-        Bueno…yo soy lo que en las tierras del Bien llaman espíritu o aparición, para ellos maligna. Aquí soy un ser mitad demonio, mitad humano. Pero no debes preocuparte. – Sostuvo al ver el gesto de sorpresa de ella. – No soy ni lo uno ni lo otro, aunque tenga herencia de los dos y no sólo física. Mi padre fue un ser humano habitante del mundo del Bien, y mi madre una bruja engañadora que lo sedujo hasta el fin. Soy el resultado de aquel encantamiento que mi padre sufrió.

-        ¡Eres hijo de un humano! Es lo peor que podía pasarme. – Lloriqueó la necrocíclope desconsolada.

-        ¿Por qué dices eso?

-        Porque los humanos son crueles y los causantes de esa maldita guerra que se llevó a mi compañero.

-        Piensa que eso también puede decirlo de nosotros una humana que esté en tu misma situación.

-        Eso no me importa. – Aseveró ella.

-        No se debe de juzgar al Otro Lado sin conocerlo. Los humanos no son todos como creemos. Igual que nosotros no somos todos como ellos creen. Ese es el equilibrio.

-        ¿Qué equilibrio?

-        El equilibrio entre el Mal y el Bien. En el Mal siempre hay un bien y en el Bien siempre hay un mal. Es lo que logra que la balanza se equilibre. Pero el desconocimiento de qué es lo que está mal y qué es lo que está bien es lo que causa el enfrentamiento. Por eso nunca cesará esta guerra. Si el Bien vence, en su interior nacerá de nuevo el Mal y al revés sucede lo mismo. Jamás habrá paz entre las dos fuerzas. Los humanos que viven en el Bien nos temen. Nos ven como imágenes de su sórdida imaginación y aquí nos mandan los congéneres que ellos creen que son parte del Mal, algunos sin juzgarlos, ya que, al igual que nosotros, no saben donde está el límite de lo malo y lo bueno.

-        Sabes mucho de los humanos. – Intuyó la pequeña.

-        Bastante. Conviví con ellos un tiempo. – Confirmó el pescador.

La solitaria necrocíclope quiso alejarse de aquel enviado del Bien; al menos eso era lo que parecía, con su talante correcto y justo. Pasaba por ser una mezcla de los dos mundos y aquello pesaba lo suyo. En cambio su melodía la había cautivado y se vio en un dilema.   

Es difícil arrancarse del interior lo que has aprendido desde el mismo momento de nacer, y ella había aprendido o le habían hecho creer que el Bien es inmundo y vil y que los individuos que lo pueblan seres anormales e indignos de seguir existiendo.

-        Te contaré mi historia. Una vez viajé al mundo del Bien, ya que quise conocer al que fue mi padre. Llegué a una aldea que según mi madre era el lugar donde vivía. Dada mi terrorífica presencia para los humanos, hube de ocultarme y buscarlo tan sólo durante la noche. En una de esas veces en las que escondido rodeaba la aldea, observando a cada uno de los aldeanos, el sol comenzó a despuntar y decidí volver al bosque que me mantenía oculto y a salvo. Cuando lo hice, oí unos que pasos me seguían. Rápidamente me escondí entre las ramas de un viejo árbol y vi de quien se trataba. No era más que una joven y delicada humana que se dirigía al río. Con cautela y tras comprobar que no me había visto, la seguí yo a ella. Llevaba un cesto lleno de ropa y cantando alegremente se puso a lavarla.  

-        ¿Y la mataste? Inquirió ella.

-        No. Si quisiera lo habría hecho. Pero yo no estaba allí para ajusticiar a los pobladores del Bien. – Negó él. – La observé durante un buen rato; me pareció la humana más bella de todo el Bien. – La necrocíclope puso cara de asco. - Pero no me atreví a salir o se asustaría y me delataría a toda la aldea. A la mañana siguiente esperé de nuevo a que saliese el sol y la misma humanilla volvió al río a lavar. Los rayos matutinos la cubrían en su totalidad y yo hubiese deseado ser uno de ellos. Era una criatura perfecta y lamenté mi aspecto físico por no poder hablar con ella. Una de esas veces y cuando ya la búsqueda de mi desconocido padre había olvidado, toqué mi flauta. La chica dejó su dulce cantinela y mirando confusa a su alrededor, escuchó la melodía. Se sentó en una piedra, preguntando en voz alta quien tocaba, pero no la noté molesta y seguí haciéndolo. Cuando acabé, la muchacha se marchó hasta la mañana siguiente. Yo esperaba, debido al recelo humano, que viniese al río acompañada, pero tan sólo lo hizo de su cesto y su canturreo, y mirando a todos lados, esperando verme por fin. Como si de algo muy esperado, procedí con mi habitual composición y ella, como siempre, dejó de cantar y de frotar la ropa. Con la vista escudriñó todo lo que le rodeaba y para mi sorpresa, echó a correr en mi dirección.

-        ¿Y qué pasó?

-        Me acorraló. No debía salir de mi agujero o alguien más me vería, así que me arriesgué y permití que aquella hermosa joven humana me viese. Se asustó bastante y sin decir nada huyó veloz. En la noche, la tristeza me invadió y toqué mi fiel instrumento como nunca antes lo hice, bajo la luz de la luna, como el más glorioso amanecer de los infiernos. La sonata me animó un poco, pero lo que logró arrebatarme la tristeza fue la inesperada aparición de la muchacha. En el bosque, cuando caía la noche, ningún humano se atrevería a entrar, pero ella sabía que yo tocaba la flauta y siguiendo el sonido de la misma volvió a verme. Fuera por el encanto lunático que nos produce a todos los moradores del infierno el brillo lunar o porque verdaderamente era así, pero bajo la luz de la luna, la chica del río resultaba más bella aún. Su curiosidad o la atracción de mis sonatas la trajeron de nuevo hasta mí. Se sentó a mi lado, como tú ahora y me miró detenidamente. Yo también la miré a ella, pero mi mirada era de admiración. La suya era de alucinación ante algo que jamás había visto y que la aterraba al mismo tiempo. Nos fue imposible comunicarnos, pero la vista nos sirvió bastante. Con sus finos y blanquecinos dedos se atrevió a rozar mi pálido y frío rostro y yo, completamente hechizado, me dejé. Después señaló mi flauta para que volviese a tocar. Así lo hice. Al rato, algo se movió en la espesura y la chica, muy asustada, se marchó apresuradamente. Fue un momento inolvidable.  Camuflado en la oscuridad del bosque traté de averiguar qué la hizo salir corriendo, pero allí no había nada. Pasaron varios días y ni por las mañanas en el río, ni en las noches bajo la luna la volví a ver. Una noche, el ruido de voces y la luz creada por cientos de antorchas apagaron súbitamente el sonido de mi flauta y el producido por los demás animales nocturnos. Los humanos habían formado una batida para cazarme. En seguida lo entendí. El movimiento del arbusto que alertó a la muchacha era de algún aldeano que me vio, el cual alarmó a toda la vecindad.

-        ¿Qué te hicieron? – Se interesó la necrocíclope.   

-        Tuve suerte y no me encontraron. Sin embargo, al siguiente día castigaron a la joven en la plaza de la aldea. Probablemente creyeron que yo la había corrompido con mi maldad y le cortaron la mano que suavemente me acarició. Su dolor me hizo delirar y lo arrasé todo. Mi lado infernal pudo más y no dejé a nadie vivo. Quizá matara también a mi padre, pero no me importó. Si bien reconozco que aún sigo arrepentido por lo que hice. – La mirada del pescador se perdió por el lóbrego horizonte, continuando con su relato. – Los vecinos de otros pueblos del Bien me persiguieron día y noche, pero logré salvarme y volver aquí, al hábitat de mi lado perverso, de mi lado malo para los seres humanos. Y aquí me tienes. – El pescador esbozó una ligera e irónica sonrisa. – Deambulo de acá para allá por estas infernales tierras, pescando almas y tocando mi flauta. Y no necesito nada más.      

-        Tu historia es triste, como lo que sale de tu flauta. Por eso me gusta tanto. ¿Puedes tocar de nuevo antes de irte? – Solicitó mientras se acurrucaba en la orilla.

El pescador, que nunca se negaba, hizo hablar a su instrumento de nuevo y con su melodiosa y triste composición, la durmió plácidamente.

 

Cuando la luna volvió a estar en lo alto del cielo del averno, Felimünd la despertó.

-        Ven, mira lo que he hecho para ti. – Ella se acercó. – No es un brazo auténtico, pero al menos te servirá para sujetar o sostener, y te garantizo que no se te caerá hagas lo que hagas. Cuando tú dormías he pescado dos almas. Les he quitado la piel y he fabricado un nuevo brazo para ti. – Le decía mientras limpiaba los gusanos del muñón y le colocaba la prótesis de piel.  

Ese gesto era el primer gesto de buena voluntad hacia ella en mucho tiempo, pese a que en aquel infeccioso pantano no se distinguía lo bueno de lo malo. Por primera vez en su vida dio las gracias. Lo había pasado muy mal en los últimos tiempos, pero ese vagabundo pescador de almas no le estaba haciendo daño alguno. No era como sus anteriores visitantes, exceptuando al pobre ahogado. Hablaron durante todo el recorrido de la luna y comieron insectos juntos. De pronto, un atronador estallido se oyó en la lejanía.

-        ¿Ves aquellas cruces brillando en las cimas de las montañas oscuras? – Preguntó él.

-        Sí, las veo. – Respondió ella.

-        La explosión y las cruces se deben a que la guerra ha terminado y que el Bien ha vencido. – La necrocíclope cerró el ojo compungida. – No te entristezcas. – Indicó él. – Pronto un nuevo Mal germinará dentro del Bien y habrá otra guerra, y esa puede que el infierno la gane. Es el equilibrio eterno de los dos mundos. Voy a tocar una canción.

El pescador tocaba y tocaba, y los estertores que señalaban la agonía y el fin de las batallas se divisaban lejanos.

El flautista no acabó su sonata como siempre hacía. Sus desarrolladísimos sentidos le hicieron notar algo que le interrumpió. Saltó ágilmente sobre la necrocíclope ante la confusión de ésta y al momento, la tierra se partió en dos. Era otro terremoto, pero esta vez mucho más intenso y grande que el anterior. Felimünd protegió con su cuerpo a la pequeña, esperando que el temblor pasara rápido. El infierno estaba vivo y daba coletazos desesperados; el fin del mundo del Mal. Numerosas bestezuelas huían despavoridas. Era el final del tiempo en el tártaro. Las tierras oscuras se sepultaban unas a otras y las montañas se hundían bajo el fuego de todos los círculos.  

Hasta un día entero, en el que ni la brillante luna apareció, duró aquel estremecimiento que cambió todo el paisaje. Felimünd comprobó que estaba intacto y su nueva amiga también. Se incorporaron y descubrieron los efectos del cataclismo.

Las tierras oscuras estaban cambiadas y el lago pantanoso se había convertido en un enorme río. Fue durante esa vista cuando ella decidió hablarle con sinceridad al pescador.

-        Me llamo Naurra. Hasta hoy nadie había sido como tú conmigo. No tengo nada que ofrecerte, pero si necesitas a alguien que te acompañe en tus viajes, llévame a mí. No quiero separarme de ti nunca.

Felimünd reflexionó mientras ella lo abrazaba con afecto. Aquel era un lugar muy perdido y el seísmo logró que su fisonomía tuviera muchos sitios donde esconderse. Además, el río había desenterrado nuevas almas y bajaba abundante en comida para los dos. La necrocíclope estaba sola e indefensa, le había cogido cierto sentimiento y apreciaba su música.

-        Tranquila, jamás nos separaremos y vaya donde vaya, tú vendrás conmigo. Aunque tendrás que decirme a quién estimas más, a mí o a mi flauta.

Naurra sonrió después de mucho tiempo sin hacerlo. El mundo del Mal, los siete círculos del infierno no cambiaron; con sus diablos, con sus malignos espectros y sus aberrantes engendros. Así como nada cambió en el mundo del Bien; con sus lindas muchachas en los ríos, con sus ignorantes y bondadosos aldeanos y sus súbditos de toda índole. Pero en aquel pantano, convertido ahora en río, surgió una nueva amistad, y el tiempo siguió su imparable curso, sin haber entre ellos dos ni un ápice de distinción entre el Bien y el Mal.  

                                                         FIN

Fuengirola, 13 de diciembre de 2005.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                                                            

 
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