EL CADÁVER DEL PROFESOR GUTTENDÖRF.

Eminente Prof. Keimplatz.

 

Como ya relaté en otra ocasión, el profesor Guttendörf era un hombre de arraigados y férreos principios, así como de firmes e irrevocables decisiones. Por eso realizó el viaje hasta Aquisgrán y su famosa feria de ganado, pese a la recomendación de su colega de profesión, el Dr. Rammstein, de guardar reposo, necesario para curar una pesada gripe.

 

En Aquisgrán se recreó como un niño viendo vacas, cerdos, cabras, bueyes y demás bestias de carga y sustento.

Ofreció su saber en una conferencia a todos los asistentes; el prestigio que meticulosamente se había ganado era notorio.

Incluso demostró que un burro enfermo, al que iban a sacrificar, podía ser salvado y seguir siendo útil a su dueño.

Aún con el frío y la copiosa lluvia, Ángel Guttendörf disfrutó en la feria y ésta resultó ser la mejor medicina.

 

Dos días después de haber salido de la querida ciudad de Bonn, el cochero emprendió el viaje de vuelta. 

El largo trayecto, de casi cien kilómetros, sería recorrido en unas horas, y había que apresurarse, pues las nubes comenzaban a cerrarse y la tormenta enseñaba sus dientes.

Guttendörf no atendía a ningún elemento del paisaje renano cercano al Rhin. Los tejos y otras coníferas, tanto como los impresionantes castillos de pasadas épocas, se iban quedando en la retaguardia del camino, mientras él anotaba todo cuanto había visto en la muestra.

 

La noche se echaba sobre el coche tirado por dos buenos caballos. El cochero los guiaba civilizadamente, sin atosigarlos y sin demora. Hasta que algo se le cruza en el camino:

 

-        ¡Pero qué demonios!

 

Los dos animales no pueden evitar la colisión y, ante la impresión, se paran en seco relinchando asustados.

Entonces es cuando el profesor hace un alto en sus notas sobre los bueyes hindúes:

 

-        ¿Qué ha pasado, Alfred?

-        No lo sé, Herr profesor. Los jamelgos han chocado con algo.

Alfred, el cochero, un hombre espigado y famélico, con una nariz parecida a un apagavelas, tranquiliza a los caballos y Guttendörf, con curiosidad, se baja a inspeccionar.

La tormenta ya los tiene debajo, pero no es más que una débil aguanieve.  

 

Debajo del coche no hay nada, la linterna es muy pequeña y ni siquiera la lamparilla de la berlina alumbra lo suficiente.   

 

-        ¡Allí! – Señala el cochero.

 

El profesor se acerca a lo que parece un cuerpo inmóvil tendido en el camino. Le toma el pulso.

 

-        Este hombre está muerto, Alfred. Ayúdame, vamos a llevárnoslo.

 

Los dos dan la vuelta al cuerpo, impresionándose al mismo tiempo.

 

-        ¡Mi madre! – Se sobrecoge Alfred.

-        ¿Has visto? Está lleno de heridas y le falta un ojo. Pobre hombre. Pero es muy extraño. ¿Dices que chocaste con él? – Inquiere el profesor.

-        Así es.

-        ¿Chocaste o lo pisaste?

-        Los caballos lo atropellaron, ¿por qué me lo pregunta?

-        Este hombre hace días que ha muerto. Tócalo, está muy frío.

-        No voy a tocarlo, Herr profesor. Pero le aseguro que cruzó el camino y sin poder evitarlo lo atropellé.

-        No dudo de que no pudieses evitarlo, pero es muy raro. Será mejor que nos vayamos, la noche se nos echa encima y no sería bueno para mi gripe. – Tosió.  

 

Ataron el cadáver a uno de los estribos del coche, después de envolverlo parcialmente en un trozo de lona que el vehículo siempre llevaba. Alfred aceleró el paso de los caballos, el frío y el suceso anterior le hizo perder un poco los nervios, deseando llegar cuanto antes, y ya casi estaban en la entrada de Bonn.

Ángel Guttendörf prosiguió con las notas, dejando en su sobresaliente cerebro un pequeño hueco para el muerto que llevaba a casa.

 

La entrada trasera a la mansión de los Guttendörf era para la ciudad tan desconocida como la otra cara de la luna en tiempos futuros, por eso no sería posible que alguien viese entrar el coche con un muerto atado en uno de sus lados.

El doctor, ayudado por Alfred, portó al deteriorado cuerpo en su hombro, despidiéndose después. Este se alegró de poder llegar a su casa sano y salvo.   

 

-        Hasta mañana, Alfred. Te necesitaré para llevarlo a la morgue, aunque antes voy a examinarlo.

-        Buenas noches, Herr Guttendörf.

 

Todos menos Kohl, un lebrel magnífico, dormían.

Las luces del laboratorio se encendieron y el profesor dejó el cuerpo inerte sobre la mesa de operaciones. Tras ello, se dispuso a cambiar de ropa y ataviarse con un batín más apropiado. Lavó sus manos para enguantárselas después.

Descubrió la lona y con unas tijeras de gran tamaño cortó la sucia ropa del fallecido, mostrando éste a sus expertos ojos toda clase de heridas, llagas y moratones. Los huesos de los dedos de las manos estaban descoyuntados. El ojo que le faltaba parecía haber sido arrancado violentamente y las zonas de piel muerta abundaban en su totalidad. Aquel individuo debió de sufrir mucho.   

 

Sin más dilación, Guttendörf comenzó la autopsia.

A pesar de estar bastante clara la causa del fallecimiento, dadas las heridas y el atropello sostenido por el cochero, había que aclarar el verdadero motivo y si realmente murió por el impacto.  

Ya que no parecía haber sido una muerte natural y sí violenta, el cadáver no presentaba síntomas de deterioro morfológico producido por alguna enfermedad, aunque incomprensiblemente, la necrosis era notoria en muñecas y tobillos.

Se trataba de un hombre de mediana estatura y complexión normal. De unos cuarenta años y por la escasa higiene provendría de la clase más baja.  

Diseccionó las cavidades torácica y abdominal, extrayendo los órganos en el orden de Virchow, su antiguo mentor. Uno a uno los pasó por el microscopio, tarea que le llevó toda la noche.

Ninguna de las vísceras examinadas presentaba anomalía alguna. No contenían ningún color extraño. Hasta el de la sangre era normal, en un cadáver que la autopsia verificó con más de una semana de fallecimiento.

La versión del cochero no era cierta, a no ser que alguien arrojara el cuerpo inerte hacia el camino al paso de los caballos. Cosa poco probable.

Rápidamente aquel infeliz que yacía en su blanca mesa se estaba convirtiendo en un misterio.   

 

Pocas horas antes del amanecer, decidió dar por concluida la investigación, introduciendo desordenadamente los órganos, cosiendo las dos disecciones y dejando al difunto y su desconocida muerte listo para ser llevado al depósito de cadáveres, donde se le daría sepultura.

Con la misma lona cubrió el cuerpo. Apagó las lámparas y cerró la puerta con llave, abandonando al muerto en el silencio auténtico del laboratorio cuando él no se encontraba.

Se echó en la cama y aunque su curiosidad era incansable y constante, se durmió profundamente, tomando el cadáver y su misterio como algo que no podía desentrañar.

 

Ya casi al mediodía, Alfred volvió con la berlina.

 

-        En seguida estoy. – Le dijo el doctor.

 

Fue derecho al laboratorio; la estancia más valorada de su casa y antes del comedor. Abrió la puerta del mismo, y de no ser porque era Ángel Guttendörf, Doctor en medicina de casi todas las ramas, además de veterinario y científico de consagrada autoridad, se habría desmayado.

La lona estaba en el suelo y el autopsiado la noche anterior caído a un lado. Había instrumentos tirados y rotos; hasta el valioso microscopio estaba destrozado. No era posible, allí sólo entraba él y la familia lo respetaba al máximo. Tampoco se trataba de una broma y a los ladrones les sería imposible entrar allí, las ventanas tenían rejas muy seguras. Guttendörf estaba viviendo un hecho insólito. Él estudió ese cuerpo.   

Se acercó hasta el mismo, que mantenía las idénticas cicatrices de la autopsia y las otras heridas que ya tenía. 

 

Conservando la calma volvió a salir, cerciorándose de que la cerradura no había sido forzada.   

 

-        Vete Alfred. Ya me pondré en contacto con los del depósito. Toma el día libre.

 

Y el cochero marchó de nuevo y sin molestia alguna, ya que no le agradaba la idea de volver a llevar un fiambre en su coche.

Guttendörf no cesa de pensar en qué ha pasado y sabiendo la respuesta, inquiere a su esposa.

 

-        Bertha, si te dijera que esta noche alguien ha entrado al laboratorio, ¿qué dirías?

-        Pues que eso es imposible. Estás bromeando o es que te estás volviendo loco. Ya sabes que tu laboratorio es sagrado. 

 

El galeno no dice nada más, su querida esposa no puede expresar verdad mayor que esa.  

Decide regresar al lugar del misterio, tratando de buscar una explicación a lo ocurrido, y allí seguía el muerto encontrado en el camino de Aquisgrán. Tan malogrado, tan frío.  

 

No sin esfuerzo lo tumba de nuevo en la mesa de estudio, sin encontrar nada diferente a lo visto en la noche. Momentos después de observarlo con detenimiento, barre los cristales y las piezas desperdigadas por el suelo. El moderno microscopio está tirado a lo lejos y cuando lo coge en sus manos, mira de reojo a su cadavérico acompañante. Se anima. El instrumento tiene arreglo.

 

 

El desconcierto se apodera de su mente, sin saber qué hacer o cómo resolver tan increíble misterio. Piensa en una nueva autopsia, que rechaza. Llevarlo al mortuorio y olvidarse del tema no entra en su cabal.

Debía resolverlo él mismo, como en otras ocasiones había hecho.

 

Finalmente decide dejarlo allí y observarlo en silencio.

 

Habla con su esposa, pidiéndole que no lo moleste nadie.  Coge un ejemplar de medicina forense, se sienta en la butaca junto a la mesa del cadáver y allí, en perfecto silencio, comienza su quieto estudio.

 

La puerta cerrada y Guttendörf leyendo, y tras cada página acabada, una vista al muerto. Al otro muerto, ya que pasa de dibujos de cuerpos diseccionados y órganos, al del que encontró en el camino.

 

Llega un momento en que los ojos no esperan a acabar la página. La expectación de que algo suceda, de que como sospecha, ese cadáver se mueva, se agiganta y la impaciencia lo domina. Hasta que oye algo. Es un estertor, muy propio de un agonizante. Deja el libro y se acerca a su supuestamente fallecido acompañante. Lo ausculta como la primera vez, pero nada, las constantes vitales siguen inertes. El estertor, ahora más que nada un jadeo convulso vuelve a sus oídos, que no parecen dudar de la existencia de vida en aquel todavía inmóvil cuerpo.

 

Guttendörf pone su oído sobre el estropeado pecho, intentando percibir algún latido y creyendo que la auscultación quizá no lo haya detectado. Al hacerlo se lleva el mayor susto de su vida. El muerto lo apresa por el cuello e intenta morderle con una furia inusitada y una fuerza impropia. Horrorizado, trata de zafarse de la presa que el cadáver, ya viviente, le ha hecho, y con la mano izquierda agarra la cabeza, tratando de alejar su fétida boca. El cabello del atacante se desprende fácilmente de la piel y esta a su vez del cráneo, con lo que el mordisco es inevitable. Pero el profesor, con gran fuerza, lo golpea con el puño derecho sobre el hombro. El cuerpo cae de la mesa derribado, chocando su esquelética y desnuda figura en el frío suelo.

 

Sin mirarlo ni esperar a que se levante, Guttendörf sale del laboratorio despavorido. Se dirige al aseo más cercano y se tranquiliza al comprobar que no ha sufrido ninguna herida.

 

No podía ser verdad. Era un muerto viviente lo que le había atacado.

 

Bertha sale a su encuentro al salir del aseo y a pesar de su impuesta calma, la mujer lo encuentra alterado. Se excusa y vuelve al laboratorio.

 

Abre la puerta, pero la cierra seguida y rápidamente. El cadáver está en pie y continúa en su empeño de atacarle.

 

Echa los postigos de la puerta y se dirige a la zona del jardín de la casa desde la que se puede ver el interior de laboratorio por una de sus ventanas.

 

El muerto viviente golpeaba la puerta sin descanso, pero sin ruido.

 

Minutos después se da la vuelta, deambulando por la estancia como si de un alma en pena se tratara, emitiendo un lánguido lamento, encorvado, sin mirar a nada y a nadie. Finalmente se arrodilla, dejando caer su cabeza llena de heridas y jirones sobre uno de las patas de la mesa. En esa posición queda y el profesor, vigilándolo desde la ventana, vuelve a planear el regreso al laboratorio, aunque esta vez con más cautela.

Se arma con un bastón largo y una cuerda hecha un lazo. La idea es la de atar y dominar a la horripilante criatura, lo que consigue, ya que la misma mantiene su postura apoyada en la pata de la mesa y sin moverse, como si estuviese muerta; su estado más razonable.

 

Cuando lo ata, Guttendörf lo mira, pensando en que acaba de atar a un muerto.  

 

A pesar de su brillantez intelectual aún no sabe qué hacer. El cuerpo que ha atrapado es el de un muerto resucitado, o el de un vivo que no termina de fallecer. El dilema traspasaría las fronteras de lo religioso y lo filosófico. Quizá si lo golpeara fuertemente moriría de una vez, pero, ¿y si le diese de comer?  ¿Seguiría viviendo en su peculiar estado de muerte?

No tardó en averiguarlo. Desde la cocina trajo un plato con carne seca, pan, y leche, dejándoselo a un lado, como si fuese un meloso gato.

El extraño muerto viviente ni se inmutó. Continuaba con aquel inanimado letargo que de no ser por lo ocurrido, cualquiera diría que Ángel le estaba dando de comer a un difunto al que sólo le faltaba una lógica tumba.   

El eminente profesor pensaba en el más absoluto silencio, escuchando incuso los latidos de su propio corazón, y fue en ese instante cuando cayó en la cuenta de que quizá el muerto se le abalanzó hacia el cuello por una sola razón, por ser el cuello de una presa viva.     

Con paso aligerado trajo un conejo enorme del corral de la casa. De un certero golpe en la nuca sacrificó al animal, poniéndolo sobre el plato de la carne cocinada. Sorprendentemente, el insólito individuo se ‘’despertó’’. Al no poder coger el conejo, ya que tenía los brazos atados, con perturbado deseo empezó a devorarlo sólo con la boca, arrastrándose por el suelo y desollándolo sin esfuerzo.

Era más fiero incluso que un mastín montañés, y el conejo desapareció de su vista en nada de tiempo. Acto seguido volvió a prorrumpir el ya conocido sollozo, como pidiendo más comida. La necesidad más primaria del ser humano era lo único que requería. El experimentado científico sintió lástima ante lo que tenía delante. La criatura sobrepasaba todos los límites de la razón humana y no quería ni imaginar lo que sucedería si fuese vista por todo el mundo. A Guttendörf se le quitaron las ganas de seguir contemplando aquella terrorífica figura. Se retiró a su despacho, luego de lavarse y reposar un poco. Pero su actividad cerebral y su innata curiosidad resurgieron, y con la misma avidez con la que el devorador de carne cruda que tenía recluido en su laboratorio engulló al sacrificado conejo, revolvió las estanterías de su enorme biblioteca, buscando alguna respuesta.

Analizó tratados de anatomía forense  realizados por él y otros de los más insignes médicos del mundo. Consultó enciclopedias. Buscó en los más escalofriantes relatos de terror escritos hasta la época. Pero nadie había escrito nada relacionado con un muerto viviente, o un vivo con cuerpo de muerto. En los más eruditos ensayos de autopsias y muertes inexplicables, se hablaba de personas que habían sido enterradas vivas y que tras exhumar sus cuerpos por cualquier causa, las tapas de los ataúdes se encontraron arañadas en su interior y los cuerpos boca abajo. Eso ya lo había oído.

En uno de esos compendios leyó que en el velatorio de un conocido alcalde cien años atrás, este se incorporó sobre el ataúd, para volver a tumbarse y ser enterrado en paz.  

Pero ninguna de aquellas historias extraordinarias, unas verídicas y otras no, podían asemejarse a lo que él trajo del camino hacia Aquisgrán. 

 

Pasaron los días y hasta meses. El doctor Guttendörf seguía sin saber qué hacer con el infeliz ser que tenía en el, casi en desuso para otros menesteres, laboratorio. Lo controlaba en silencio y le daba conejos y pollos crudos para comer, diciéndole a la familia que tenía un perro rabioso encerrado al que intentaba curar, y que solo comía carne cruda. Pero el cuerpo del muerto no cambiaba. Mantenía su consumida silueta por mucho que comiese. El frío cadavérico no lo abandonaba, siempre gimiendo, sin mirar a nada; un muerto en vida o un vivo muerto.

 

Llegó un día en que el avezado profesor pretendió llegar más allá, queriendo saber si aquel mortecino cuerpo haría algo más que comer. Mientras ésta permanecía en uno de sus letargos, Guttendörf le quitó la cuerda de los brazos y sin desatar la de las piernas, lo levantó y el otrora muerto, abrió su único ojo. Guttendörf lo cogió por el cuello, temiendo otro intento de mordisco y comenzó a hablarle.

 

-        ¿Quién eres? Habla. ¿Puedes oírme?

 

Sin embargo, el individuo tan sólo expresó su particular sollozo.

El profesor insistió sin ninguna respuesta. Una docena de preguntas más tarde, la criatura comenzó a moverse espasmódicamente y a alterarse, así que Guttendörf no tuvo más remedio que coger la cuerda y atarla de nuevo, pero el muerto sollozante se lo impidió y con asombro para él, intento morderle de nuevo, esta vez con más fuerza.

El profesor no lograba zafarse de su atacante como la vez primera.

Forcejearon y Guttendörf pensó en pedir auxilio, pero no debían ver a su macabro huésped, así que no lo hizo. Tenía que someterlo sin ayuda.

 

El insepulto se le echó encima y tras desatarse las cuerdas de las piernas, que estaban desgastadas probablemente por sus dientes, hizo que los dos cayeran al suelo. El eminente Doctor no podía con él, en lo que ya era una lucha sin cuartel. Debía alcanzar el bastón y con él sacudirle en la cabeza, arriesgándose a una segura y definitiva muerte, cosa que tampoco deseaba. El médico se veía aún con fuerza y logró ponerse de rodillas frente al deseado bastón. Consiguió alcanzarlo, se puso de pié y justo cuando se disponía a atizarle con toda sus fuerzas, el cadáver carnívoro, desde el suelo, le mordió salvajemente en el tobillo. El doctor cayó y sin darse cuenta se golpeó en la cabeza con la cercana mesa, perdiendo el conocimiento.     

 

La noche se posaba sobre el Bonn de 1859, en una noche tranquila y muda. Tan sólo se oían las esporádicas voces de los borrachos de regreso a sus casas. Uno de ellos casi se muere del susto, cuando en tan feliz y dulce regreso producido por el vino, se cruzó en su camino con un individuo desnudo, tuerto y muy mal herido. Era un esqueleto vivo que solo gemía y vagabundeaba pasmosamente. El borracho se paró en seco, apoyándose en una de las esquinas y expulsando todo lo que había bebido.  

El tétrico sujeto siguió su camino y muchos minutos después, cuando el repuesto borrachín se disponía a reemprender su regreso, un hombre cojeando ostensiblemente y sangrando por una pierna, lo paró.

 

-        Soy el doctor Guttendörf. Busco a un hombre muy enfermo que ha perdido la cabeza y va de acá para allá sin ropa alguna. ¿Lo ha visto amigo?

-        Si, claro que lo he visto, aunque desearía no haberlo hecho.

-        Dígame ¿hacia donde?

-        Va en aquella dirección.  

 

Y el borracho señaló hacia el campo, a las afueras de la ciudad.

El profesor había recuperado la conciencia, asombrándose y estremeciéndose cuando vio que la puerta del laboratorio estaba abierta y el cadáver andante había salido por ella. El muerto había salido, bajó las escaleras de la casa y por la puerta del corral, casi siempre abierta, salió a la calle. Ni el perro ni ningún miembro de su familia lo vieron.

Con el tremendo dolor y el reguero de sangre, continuó la persecución. Cojeando y sin ver a nadie más. Ya fuera de la ciudad, en un abierto páramo y con la luna como alumbramiento, vio al que había sido su invitado en los últimos meses; su quebradero de cabeza y el motivo por el que no había salido de casa en tanto tiempo.

Tenía la obligación de alcanzarlo y llevarlo de nuevo al laboratorio. Aquello era algo más que un muerto que comía y caminaba, con todo lo que eso suponía. Se trataba de un hecho inconcebible para la medicina, la ciencia y el mundo en general. Incluso sentía algo de compasión por él. Quería ayudarlo. Era un misterio sobrehumano, pero un misterio triste.

Con todo su dolor apretó el paso y menos mal que lo que perseguía andaba lento. Sin embargo, el muerto errante anduvo hasta el río, lo cruzo dada su escasa profundidad y llegó hasta una cabaña medio abandonada. La misma delataba señales de actividad humana por un molino de agua en perfecto estado de funcionamiento.

El cadáver de Guttendörf, que incomprensiblemente había tomado la dirección donde fue atropellado por los caballos de Alfred, se dio la vuelta, miró a Guttendörf, que casi ya lo tenía a su alcance y como tratando de decir algo, se arrojó a la rueda, que violentamente lo atrapo hacia abajo, hacia la acequia. El profesor Guttendörf se arrodilló sabiendo que ya no podía impedir nada. Las paletas de la rueda del molino descuartizaron el cadáver viviente, sacando y esparciendo sus restos por el otro lado.

 

El encumbrado Ángel Guttendörf permaneció quieto. Cansado, dolorido y abatido por lo que acababa de ver, pensó en que aquel extraño personaje, mitad muerto y mitad vivo, quizá no querría vivir así y deseó morir para siempre. Posiblemente sabía que no lo mataría un atropello, ni las incisiones de una autopsia, pero la rueda de una aceña, con toda su fuerza sí lo harían y aunque pudiera ser que su vida como ser vivo se interrumpiese hace tiempo, ahora, sin sepultura y sin velatorio, había desaparecido para siempre, despedazando el sueño del profesor de averiguar su misterio.

Nadie supo de aquello. La familia del profesor creyó que el perro rabioso se había escapado y que tras morder a Ángel se escapó, muriendo aplastado por un viejo molino. Sólo él vivió con aquel misterio, el de la identidad y la causa de la muerte del cadáver del profesor Guttendörf.  

 

 

 

FIN.

 
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