Sí, lo sé… lo había omitido…
¿sabes…? algo en mi se niega a olvidarlo… intento apartar su
imagen de mi mente, pero ésta regresa una y otra vez para
recordarme que siempre estará ahí… conmigo.
Uno va haciendo vida, como dejando que todo pase… como si aquello
jamás hubiera tenido lugar. Y entonces… cuando cree haberlo
olvidado… ahí está: el banco.
Ese día –cuando lo encontré–, estaba allí: inmutable, firme y
estoico –como surgido de la nada–, uno, como cualquier otro –de
esos… con barras de madera–, curtido entre la brisa y el salitre,
parador de gaviotas y de algún que otro anciano pescador.
Alrededor: las vías, el Stella Maris, el caserón de los prácticos
y salvamento, el batzoki, una pequeña ermita, varios bloques de
pisos, la cofradía, el parque –con un altillo para los músicos–,
un kiosco cerrado y no muy lejos… el viejo faro.
Me esperaba –me había esperado siempre–, en mitad el aquel extraño
parquecito… como construido para mi.
Aquel, fue el banco en el que dormí la primera vez que dormí en un
banco.
Ese día supe que no tenía casa, ni mucho menos familia, ni letras,
ni pasado, ni música, ni amigos de verdad.
“A menudo tomamos decisiones cuyo alcance no llegamos a comprender
hasta que ya es demasiado tarde”. Terribles palabras… que no se
acaban de ir de mi cabeza… palabras que vuelven con fuerza –como
la imagen del banco–, justo cuando más daño pueden hacer.
Terribles… y ciertas… teñidas de aparente lejanía cuando aún
creemos que mamá vendrá otra vez.
Aquella noche, la del tres al cuatro de septiembre de mil
novecientos noventa y cinco fui –por primera vez en casi veintidós
años–, consciente de lo solo que estaba. Presa de ese vértigo
extraño que acecha cuando te sabes solo frente a la vida, cuando
te enteras de que la muerte se ha llevado al último de los tuyos;
con dinero para bocadillos hasta el jueves… un nombre que no era
mío… una sola muda y el alma hecha pedazos.
Lo tenía ahí, frente a mis ojos: insolente como un espejo, firme
como una piedra, frío como la muerte.
Hasta en cuatro ocasiones traté de darle esquinazo… pensé quedarme
junto a la barandilla, a escuchar el tímido chapoteo del vaivén de
las olas, que mueren en la oscuridad, entre las pilastras que
sostienen la parte vieja del muelle… quedarme a mirar, sentir el
mar de noche; des-esconder lomos de ajenos pececillos que aletean
entre los botes antes de volver a la nada que los creó.
Por tratar… traté incluso de matar el tiempo entreteniéndome con
unos chicarrones de casi mi edad, que por algún motivo cambiaron
de tema al acercarme. Se les veía serenos, vecinos del barrio y en
su mirada… ese ávido resplandor que únicamente tienen quienes
están dispuestos a cambiar el mundo. Maravilloso –pensé–, y sin
embargo… tan errados respecto al cómo.
Luego vendría el viejo faro –que ya no proyectaba sino sombras a
merced de las cuales se fundían los cuerpos desdibujados de
marinos de ultramar–. Sórdido y extraño, breve pero intenso –si
bien no exento de cierto riesgo–.
Mi equipaje. Todo cuanto tenía estaba en un fardo abyecto por cuyo
cuidado apenas pude dormir… ¿dormir…? morir… no más.
Abrir los ojos antes de las tres se puede sobrellevar… a decir
verdad: duele mucho más recordar quién eres y dónde estás, que lo
que cuesta volver a perder la consciencia. Hacerlo al alba es muy
distinto: lo primero que sorprende es lo frío que puede llegar a
ser el despertar de un nuevo día. Frío… se diría que por él abrí
los ojos.
El banco, parecía ahora pesar más en los huesos que en el alma. Me
daba la vuelta cada diez minutos o quizá un cuarto de hora… y lo
que al principio solo era un doloroso hormigueo, no era ahora sino
el gélido suspirar de la noche junto al mar… desnudez inocultable.
En otra cosa… intentaba pensar en otra cosa.
Mientras –o quizá por eso–, la voz que jamás calla hizo presa de
mi razón: “…el banco, te lo tienes merecido… no te gires aún… ya
lo sabías… evita el peligro… no destaques… gírate… ¡atento! …ya te
lo dije… ¡te miran!”.
Cerré los ojos y confié en que un anticipo de la muerte se lo
llevara todo: despertar hacia las ocho, esperar un poco más y
contemplar el amanecer junto a un cristal, con los primeros rayos
de sol… tomar un buen tazón de chocolate y una ración de churros…
en paz. –Apenas un pequeño despilfarro… uno más–.
Lo cierto es que no estaba solo… esa noche fuimos al menos dos
quienes compartimos nuestros sollozos ahogados en vino, alejados
de lo cercano, indiferentes incluso a nosotros mismos… aunque
quizá solo fue una noche más…
Le vi dormitar en otro banco –su banco–, bajo el pórtico de la
vieja ermita, a resguardo de la brisa –pero no de los extraños–.
Me llamó la atención una luz amarillenta que asomaba por el
ventanuco de una casa que debía ser la del párroco… vendría a dar
casi a dos metros justo encima del oscuro bulto que formaba aquel
pobre desgraciado. Le di algunas vueltas en la cabeza… “tanto esa
bombilla como todo cuanto alumbraba se paga con el dinero para los
pobres… y eso hoy debería incluirme a mi… ¡qué cosas!”.
Mi retina me traía las imágenes del domingo… recordaba con asombro
aquella extraña taberna que hacía las veces de economato y sala de
culto, y cuyo acceso sólo pude franquear mostrando mi libreta de
inscripción marítima; recordaba mi reciente paseo por la vasta
ciudad desconocida; el incómodo viaje en tren; palabras de gente
que conocía; lugares que sentía como propios y que ahora se me
antojaban perdidos para siempre… pensaba en qué haría cuando se me
agotara el dinero… en comerme el orgullo y suplicar amparo a… ¿a
quién?
Las cosas en las que uno pude llegar a pensar… qué te ha llevado a
donde estás… que bien que están los demás… me comería entera una
de esas cajas de galletas que nunca habría imaginado que algún día
querría comer… y una ducha ¡Dios mío, una ducha, por favor!… una
cama… y un poco de silencio.
A estas horas, los chicarrones idealistas de seguirían dormidos en
las camas que sus madres prepararon la mañana anterior. A escasos
metros, alguien tenía más suerte que yo.
Y esas tonterías justas que farfullan en mi mente… que si por qué
el Rey lo es… que si el párroco no trabaja. Pensaba… que tanto el
señor que dormía en la otra esquina como yo mismo, un día fuimos
bebés… como el Rey, y como el párroco, como los chicarrones de
anoche, y como todos los demás. Entonces… entonces sí teníamos
familia… nos hacían carantoñas, importábamos a alguien… ¿dónde
estará hoy toda esa gente?
Por fin de mañana, me acerqué a ver a mi compañero: era ya muy
mayor –incluso pudo haber sido mi padre, el de verdad–. Tenía una
botella junto a él y su rostro reflejaba una mirada a los
infiernos. Me estremecí ante la posibilidad de sufrir como él
hasta su edad.
Tras eso, busqué una cafetería en la que poder tomar mi ansiado
chocolate con churros. Escudriñé un periódico y encontré una
salida que –aunque algunos habrían tachado de fácil–, me sacó de
la calle, de mi parque, me alejó de mi banco y de todo aquello.
Han pasado casi nueve años y jamás he vuelto por allí. Un día he
de hacerlo y ver qué ha sido de mi banco, de esos chavales, del
Stella Maris, la bocana, el parque, las dársenas y todo lo demás.
Quién sabe si anoche, alguien durmió en mi banco; encogido,
atento, asustado, con el alma destrozada y sin apenas fuerza para
derramar lágrimas que nadie habrá visto caer.
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