EL ATAQUE DE PAPÁ NOEL

Por  Alonso Medinilla

 

Noel

 

A Papá Noel fueron a detenerle de madrugada. Los cargos: sobrevolar el espacio aéreo sin autorización, conducción temeraria, explotación de animales, llevar el vehículo sobrecargado, no presentar factura de compra de la mercancía y aparcar en doble fila, entre otros. Al no llevar el DNI, fue llevado a una comisaría y por la mañana al Juzgado de Guardia. En consecuencia, aquella madrugada del veinticinco de diciembre los niños del mundo no tuvieron regalos.

Como juez de guardia iba a tomarle declaración a primera hora. Hubiera preferido no tener que hacerlo, pero era mi trabajo; además, el estado de derecho no entiende de fiestas ni celebraciones. La Ley, es la Ley. En mi mente todavía estaba el rostro triste y afligido de mi hijo cuando al levantarse vio el árbol de navidad sin regalos. No supe qué decirle.

Cuando aquel hombre corpulento vestido de rojo entró en mi despacho sentí el peso de la responsabilidad. No había perdido la sonrisa y saludaba a todos. Al sentarse me miró y esperó que yo iniciara la conversación. Le ofrecí la mano, es lo mínimo que se debía hacer con alguien que ha repartido tanta felicidad e ilusión por el mundo. Cuando las estrechamos algo extraño sucedió: él recogió el brazo y yo me quedé agarrando su mano, amputada. Asustado, la deposite sobre la mesa junto a un montón de documentos. Sorprendentemente, no brotaba sangre de ella. Papá Noel seguía sonriendo, como si nada hubiera ocurrido.

    Me dispuse a tomarle declaración, pero tuve que parar porque la mano parecía moverse. Tras acercarme observé que unos diminutos caracoles comenzaban a salir de su interior. Eran tan pequeños que no se les distinguían. Poco a poco empezaron a dispersarse sobre la mesa y antes de que me diera cuenta había miles de ellos devorando todo lo que se encontraban a su paso. Súbitamente me apresuré a teclear antes de que se comieran mi ordenador, en tanto Papá Noel acariciaba el lomo de uno de ellos que ahora tenía el tamaño de un huevo. Crecían y se reproducían deprisa.

    Minutos después desistí, así era imposible trabajar. La habitación entera había sido tomada por millones de caracoles. Estaban por todos sitios y pude observar a uno que medía un metro de altura; creo que fue el que se comió a mi secretaria. Me pregunté si lo que estaba ocurriendo sólo sucedía allí, entonces me asome al exterior por la ventana y vi como la gente corría despavorida perseguida por caracoles asesinos. A Papá Noel no parecía importarle demasiado, él seguía jugando con ellos. Fue entonces cuando decidí plantarle cara.

    —¿Qué está pasando? —le pregunté.

    —Hace años me pediste una mini granja de caracoles, ¿recuerdas?

    ­—Sí… También un Ferrari y no veo ninguno en la puerta.

Hubiera sido mejor que me hubiera quedado callado: un Ferrari rojo en miniatura pasó entre mis piernas conducido por un caracol con gafas de sol y una camisa hawaiana.

—¡Ya basta! —vociferé.

Papá Noel no paraba de reír. Cuánto más gritaba yo, más elevado era el tono de su carcajada; hasta los caracoles comenzaron a reírse.

—¡Está bien, márchese si quiere, pero detenga todo esto! —le supliqué.

—¿Por qué? Es divertido, creo que me quedaré algún tiempo por aquí.

Los gritos procedentes de la calle eran aterradores y él seguía sin hacer nada. Temiendo por mi vida, no tuve más remedio que implorarle antes de ser devorado por los caracoles. Entonces Papá Noel recobró su porte serio y me habló.

—Esta mañana, cuando tu hijo pequeño no vio regalos en el árbol de Navidad y te preguntó, ¿por qué no le contestaste? Sabías que yo estaba detenido, te acababan de llamar por teléfono desde aquí, ¿verdad? Te fuiste sin decirle nada. Y tu hijo no sólo echó de menos un regalo, también a un padre. Estabas más preocupado en el éxito profesional que te aportaría este proceso judicial que en la felicidad de tu hijo. Soñabas con ser portada de periódicos, con entrevistas televisivas, libros autobiográficos, dinero, éxito, poder…

Con los ojos cerrados, y un caracol metiéndose en mi oído, asentí con la cabeza.

—Tiene razón —le dije arrepentido.

De repente todos los caracoles desaparecieron. Papá Noel cogió su mano y volvió a colocársela. Se giró y se fue hacia la puerta. Pero antes de marcharse se dirigió de nuevo a mí.

—¿Qué vas decirles mañana a todos cuando vean que me has dejado marchar? —me preguntó.

—No lo sé… Les diré que no hay «mañana» sin hijos, supongo…

 

Alonso Medinilla

Diciembre 2010

Copyright © Asociación Canal Literatura  2004-2010.