Caramelos comunistas

Por   María Dolores Almeyda

                 

Recuerdo la primera vez que fui al colegio. Era una de aquellas mañanas de frío intenso con escarcha de agua dura que crujía bajo las gruesas  suelas de las botas que me protegían los pies. Era un día después de pasadas las vacaciones de Navidad y creo que fui una privilegiada, porque entraba a mitad de curso, pero desconozco porqué motivo se dio aquélla circunstancia.

Aquel día cayó una gran nevada, la primera y única que he visto en mi vida.  El maestro hizo un gran monigote blanco y le puso su boina,  su pipa y su bufanda, y la maestra me sostuvo en sus brazos para que yo no resbalara ni cayera en la nieve, lo que me concedía una importancia extrema. Las dos enormes aulas estaban separadas por un tabique, pero el patio era común para las dos únicas clases. Las horas de recreo no coincidían, pero aquel día no hubo clases y compartimos el patio, los juegos y la algarabía por culpa de la nieve. Estábamos a mitad de los años cincuenta e ignorábamos los porqués de todas las cosas.

Comencé a aprender rápidamente las cuatro reglas obligatorias y era una alumna excelente con un buen comportamiento. Seguía siendo la favorita de doña Manuela, aunque a medida que crecía lo comprendía menos. Mis padres no iban a misa ni asistían a las novenas ni al rosario como las madres de las otras niñas, condición casi imprescindible para sentarse entre las tres o cuatro elegidas por la maestra con la categoría suficiente para regarle las plantas de su pequeño jardín, o hacer sonar las campanas de la capilla llamando a las horas de los oficios religiosos.

Y recuerdo la última vez que fui a la escuela.  Aquél día iba más contenta que de costumbre y realmente emocionada. Ya tenía doce años y llevaba un estuche lleno de caramelos para repartir en clase, pero aun no sabía bien el motivo por  el que tenía aquéllos caramelos. (Los mayores hablan en códigos secretos y cuchichean en voz baja cuando los niños estamos cerca y por eso no pude enterarme bien de todo)

Lo que saqué en claro uniendo cabos sueltos de un lado y de otro, fue que un sobrino de nuestra vecina Josefa había venido de lejos y traía caramelos, muchos estuches de golosinas diferentes y otros regalos curiosos y extraños. Al parecer cuando era niño había salido en unos barcos especiales que lo alejaron de aquí mientras duraba la guerra, y todo aquél tiempo había estado en un país llamado Rusia. Pasados los años la familia que le quedó había hecho gestiones  consiguiendo que el niño volviera, y ahora, ya era un hombre, estaba en el pueblo visitando a su tía, esta señora vecina nuestra,  a través de la cual  me llegaron los caramelos.

Recuerdo la sonrisa de felicidad que llevaba camino del colegio aquélla tarde con mi caja de golosinas. Iba a ser la niña mas envidiada de todas. No solo por llevar caramelos, que nadie los llevaba nunca, sino porque aquellos caramelos eran de ¡RUSIA! Nada más y nada menos. Yo había buscado en el mapa de la enciclopedia Álvarez y había comprendido lo inmenso que debería ser, porque aquél país era como muchas veces España. Así que en importancia debería ser igualmente grandioso.

--Doña Manuela, mi madre me ha dicho que reparta estos caramelos entre todas las niñas, pero no sé si habrá para todas…

Creo que la boca me cortaba la cara desde una oreja a la otra como una sonrisa dibujada por Picasso. Doña Manuela cogió la cajita y comenzó a leer, pero por su gesto vi que no entendía nada.

--Lolita, Lolita, ¿de dónde has sacado estos caramelos, hija mía?

--Me los ha dado Josefa. Su sobrino ha venido de Rusia, mire ahí, que grande es Rusia –le deje con orgullo señalando al gran mapa de Europa colgado en  la pared, como si Rusia fuese mi casa.

Le daba  vueltas a la caja entre sus manos, como si fuese una caja sorpresa a la que tuviera que accionar un sistema para ponerla en marcha, pero no. De pronto pareció que le había dado un calambrazo y dio un respingo hacia atrás dejando caer la lata,   que se abrió,  y todos los caramelos rodaron por el suelo de la clase.

--¡Caramelos comunistas! ¿Pero cómo se le ocurre a tu madre mandar aquí eso? ¡Anda, anda, recoge esos caramelos y llévalos a tu casa ahora mismo! ¡No quiero ver eso aquí!

No entendía nada, pero obedecí, claro está, y salí corriendo y llegué llorando a mi casa. Mi madre no podía creerlo cuando le conté lo que había pasado. Yo me negué a comer caramelos pensando que tenían veneno comunista  y tuve que ver cómo mi madre se los comía y le daba a mis hermanos para poder hacerlo yo.

No fui más al colegio, claro está. Mi madre se encargó de enseñarme cosas nuevas. Yo había superado el último volumen de la enciclopedia Álvarez y poco más me quedaba por aprender en aquél lugar. A mi padre le descontaban  25 pesetas de  su miserable  sueldo cada semana como medida de presión o castigo por mi abstención escolar, pero no fue posible que mi madre cambiara de idea. Cuando decía que con aquéllas piedras no comulgaba…no comulgaba. Ella siempre llevó la voz cantante y me enseñó a cantar en su mismo tono y con sus mismas canciones.

 

Y  mientras crecía seguí escuchando las historias que mi madre me contaba y empezaba a comprender algo de lo que había pasado y el porqué de los caramelos llamados comunistas. Supe porqué los privilegios hacia mí, supe de muchos silencios y muchas lágrimas que aparecían sin que al parecer hubiesen motivos. Por qué algunas veces hablaban en voz baja, susurrando nombres, invocando a un dios que no les escuchaba.

Así que casi por los mismos motivos mi  primer y último día de colegio fueron  las dos fechas que con más fuerza se me quedaron grabadas en la mente, de aquéllos primeros años de mi vida.

 

 María Dolores Almeyda

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