Orlando había leído en la prensa del día que el Sol saldría en la
mañana siguiente a las siete catorce horas. Estaba compungido
frente a su Mar de las Respuestas. Indicó en recepción que le
despertaran a las seis cuarenta y cinco, y se acostó. Aquella
noche soñó en los ojos de una mujer que habían abandonado su color
azul para acoger los de la tristeza. En ellos existía un hechizo
capaz de enloquecer y por eso, cuando uno está dormido, soñar con
ellos es como gozar despierto.
Tenía la costumbre en desperezarse bajo la ducha. Pero en aquel
amanecer ante el mar renunció a ello. Para él, el alba, es como
abrirse hacia la vida. Aquel lugar es donde siempre encuentra la
razón de sus dudas. Y en aquella ocasión necesitaba hacerlo más
que nunca.
Orlando corrió la cortina de lino y el guarda sol. Franqueó el
paso y salió a la pequeña terraza. Se sentó en el suelo de teca
cruzando sus piernas, alzó su mirada, observó el amanecer y esperó
la salida del disco rojo entre la aurora.
La mar brillaba plateada. Era como un espejo en el que al mirarse
tienes que hacer extraños para averiguar tu semblante, como los
que hacía él mismo en aquel momento con su apenado interior. En el
cielo veía pequeñas perlas entre algodones, ignorando si son
buenas o falsas, como lo son las palabras. El único murmullo era
el del silencio. Fue entonces cuando escuchó el
teléfono-despertador. Eran las seis cuarenta y cinco y dentro de
veintinueve minutos despuntaría el Sol.
Orlando aspiró profundo el salitre, llenó sus pulmones de
ensueños, vació sus pesares y fijó su mirada en una línea lejana
que a duras penas separaba lo real de lo ambiguo.
Orlando nunca debió escuchar en la tarde anterior, de aquellos
labios bajo unos ojos azules, que ya no le quería. Lo justo de lo
injusto es como una pequeña línea que cualquier pajarillo salta de
una a otra parte con la fragilidad de su plumaje y la nueva que
saliera de aquellos labios lo fue con la misma ligereza.
La había conocido hacía justo un mes, cuando haciendo footing en
el parque, cruzaron sus miradas al coincidir bajo una robusta
encina. Justo en el momento que se le caía sobre la hierba mojada
de la mañana la chaqueta de su chándal. Se la entregó con una
sonrisa y ella le dio las gracias. Orlando no pudo resistir la
forma en que aquellos labios y aquellos ojos y aquel gesto habían
mostrado su agradecimiento. Su blusa era blanca, escotada, mojada
por el sudor. Sus pechos, eróticos y seductores. Ella percibió
cómo la garganta de Orlando tragaba la saliva de la turbación al
mismo tiempo que su corazón aceleró su ritmo y un ligero temblor
corrió por todo su cuerpo. Siguieron juntos por aquel sendero que
se convirtió en el inicio de un fuerte deseo. Todo fue demasiado
rápido. Al igual que su fin. Como cuando le dijo que no le quería
con aquellas palabras semejantes a dardos envenenados que no
esperaba.
Se habían amado. Se habían entregado de una forma desconocida
hasta aquel momento. Ya nunca sería todo igual desde entonces
porque un nuevo significado había adquirido sus vidas. Era como
volver a nacer en un nuevo mundo sin noches porque ya todo era
luz. La luz de sus ojos azules y con el ideal de sus labios.
Aquellos que en un entreacto de su pasión le habían confesado que
no fue el destino quien desprendió la chaqueta de su chándal. Fue
ella misma que ya se había prendado de él, desde el primer momento
que lo vio en el parque y le dejó caer aquel mensaje de amor.
Orlando necesitaba saber el por qué de aquella negativa. Quería
imaginar que muy pronto iba a recibir una llamada para volver a su
anterior encantamiento. Pero aquellos ojos, que tan tristemente
recordaba, habían cambiado su color por el de la tristeza. Aquella
mutación era la razón de su angustia.
Y fue entonces, cuando observando el amanecer, percibió la señal
de que la había perdido para siempre. Eran ya las siete catorce y
para Orlando, aquella aurora, no fue una más.
Orlando se quedó impertérrito. Por algún hecho impredecible en
aquel amanecer, no salió el Sol.
Abril 2006
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