A LA SALIDA DEL SOL

Julio Cob Tortajada

 

Orlando había leído en la prensa del día que el Sol saldría en la mañana siguiente a las siete catorce horas. Estaba compungido frente a su Mar de las Respuestas. Indicó en recepción que le despertaran a las seis cuarenta y cinco, y se acostó. Aquella noche soñó en los ojos de una mujer que habían abandonado su color azul para acoger los de la tristeza. En ellos existía un hechizo capaz de enloquecer y por eso, cuando uno está dormido, soñar con ellos es como gozar despierto.


Tenía la costumbre en desperezarse bajo la ducha. Pero en aquel amanecer ante el mar renunció a ello. Para él, el alba, es como abrirse hacia la vida. Aquel lugar es donde siempre encuentra la razón de sus dudas. Y en aquella ocasión necesitaba hacerlo más que nunca.


Orlando corrió la cortina de lino y el guarda sol. Franqueó el paso y salió a la pequeña terraza. Se sentó en el suelo de teca cruzando sus piernas, alzó su mirada, observó el amanecer y esperó la salida del disco rojo entre la aurora.


La mar brillaba plateada. Era como un espejo en el que al mirarse tienes que hacer extraños para averiguar tu semblante, como los que hacía él mismo en aquel momento con su apenado interior. En el cielo veía pequeñas perlas entre algodones, ignorando si son buenas o falsas, como lo son las palabras. El único murmullo era el del silencio. Fue entonces cuando escuchó el teléfono-despertador. Eran las seis cuarenta y cinco y dentro de veintinueve minutos despuntaría el Sol.


Orlando aspiró profundo el salitre, llenó sus pulmones de ensueños, vació sus pesares y fijó su mirada en una línea lejana que a duras penas separaba lo real de lo ambiguo.


Orlando nunca debió escuchar en la tarde anterior, de aquellos labios bajo unos ojos azules, que ya no le quería. Lo justo de lo injusto es como una pequeña línea que cualquier pajarillo salta de una a otra parte con la fragilidad de su plumaje y la nueva que saliera de aquellos labios lo fue con la misma ligereza.


La había conocido hacía justo un mes, cuando haciendo footing en el parque, cruzaron sus miradas al coincidir bajo una robusta encina. Justo en el momento que se le caía sobre la hierba mojada de la mañana la chaqueta de su chándal. Se la entregó con una sonrisa y ella le dio las gracias. Orlando no pudo resistir la forma en que aquellos labios y aquellos ojos y aquel gesto habían mostrado su agradecimiento. Su blusa era blanca, escotada, mojada por el sudor. Sus pechos, eróticos y seductores. Ella percibió cómo la garganta de Orlando tragaba la saliva de la turbación al mismo tiempo que su corazón aceleró su ritmo y un ligero temblor corrió por todo su cuerpo. Siguieron juntos por aquel sendero que se convirtió en el inicio de un fuerte deseo. Todo fue demasiado rápido. Al igual que su fin. Como cuando le dijo que no le quería con aquellas palabras semejantes a dardos envenenados que no esperaba.


Se habían amado. Se habían entregado de una forma desconocida hasta aquel momento. Ya nunca sería todo igual desde entonces porque un nuevo significado había adquirido sus vidas. Era como volver a nacer en un nuevo mundo sin noches porque ya todo era luz. La luz de sus ojos azules y con el ideal de sus labios. Aquellos que en un entreacto de su pasión le habían confesado que no fue el destino quien desprendió la chaqueta de su chándal. Fue ella misma que ya se había prendado de él, desde el primer momento que lo vio en el parque y le dejó caer aquel mensaje de amor.


Orlando necesitaba saber el por qué de aquella negativa. Quería imaginar que muy pronto iba a recibir una llamada para volver a su anterior encantamiento. Pero aquellos ojos, que tan tristemente recordaba, habían cambiado su color por el de la tristeza. Aquella mutación era la razón de su angustia.


Y fue entonces, cuando observando el amanecer, percibió la señal de que la había perdido para siempre. Eran ya las siete catorce y para Orlando, aquella aurora, no fue una más.


Orlando se quedó impertérrito. Por algún hecho impredecible en aquel amanecer, no salió el Sol.


Abril 2006
 

 

 
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